Hace diez años Rafael Nadal estaba acabado. Hace ocho también. Dos años después, hace seis, sucedió lo mismo. Un año más tarde, ídem. Y el siguiente también. Y el otro. Esto es terriblemente familiar en esta revista. El año pasado Nadal era para el analismo imperante, para los expertos, a pesar de todo, poco más que el espectro del campeón, acaso como aquel fantasma de Canterville al que sólo le faltaba ser objeto de la sorna (no precisamente la de los Otis) envidiosa, tan española, del resquemor y la duda (tan pipera), del revanchismo tan español que nos hace pequeños cuando podríamos ser, a veces, casi tan grandes como él.
Ayer en Nueva York (la ciudad automática la llamaba Camba, más humana en todo su conjunto ayer y siempre que el más humano de los pitadores, o pitones, del Bernabéu), le rindió el homenaje merecido y honesto a una trayectoria única que aún está por escribirse con esa sonrisa de trofeo que es como la de Doris Day. A mí Nadal me gusta más que Doris Day quizá porque canta incluso mejor que ella el "Qué será, será...". Y lo que fue ayer es el tercer título del Abierto de los Estados Unidos y el decimosexto de Grand Slam.
A Nadal le quitas de su palmarés los diez Roland Garros, diez, y seguiría siendo el mejor tenista de la historia de España y uno de los mejores del mundo, como si le quitas cinco Copas de Europa al Madrid. Boris Becker y Stefan Edberg ganaron seis torneos grandes cada uno (o como apuntaron en la transmisión: Lendl y McEnroe juntos suman uno menos que él), los mismos que hubiera ganado Nadal sin su decuria parisina. Pero al analista cicatero esto no le acaba de servir. A los años me remito. Hay mucho de antimadridismo ahí, de rencor, como mucho de madridismo hay en la figura mítica del mallorquín. Si la ATP tuviera una figura/símbolo como el Jerry West de la NBA, ésta bien podría ser la de Rafael Nadal.
Esa figura es la que destierra a los números, en ocasiones tan feos. No son los tropecientos títulos y récords de Nadal lo mejor de él. Lo mejor es la figura eterna y cambiante, mutante, naciente. De Nadal las segundas y terceras y cuartas y quintas, y así sucesivamente, partes son siempre mejor que las primeras. Su desempeño en el último Roland Garros fue algo admirable y abrumador. Incluso en él. La superioridad, de tan avasalladora, dulce para el rival. La frescura (con treinta y un años plagados de lesiones) y la concentración. La madurez deslumbrante.
Cuando Nadal salta sobre la pista en el aire es Huckleberry Finn y cuando vuelve a pisar el suelo es un héroe de pies pesados y ligeros. Es la alegría misma que a Nueva York despierta con el sonido de sus zapatillas sobre el cemento, la rapidez asombrosa, el juego de piernas de púgil, la derecha alta y pesada, el revés cortante, el servicio asesino en serie (sobre todo el segundo, ¡el segundo!, cuánta gloria). Todo él es un segundo tiempo del Madrid en Cardiff al que el analismo no cesa de poner ridículos y sangrantes peros que son contestados una y otra vez con zascas de volea o de passings cruzados y paralelos.
Yo veo en la emocionante reinvención consagrada e inacabable de Nadal la reinvención aún iniciática de Zidane y su Madrid, que está ajustando sus golpes y modificando su técnica a cada paso y observando a sus rivales y probando distintas y sugerentes e incomprendidas y exitosas alternativas mientras los perros ladran pero la caravana avanza, dice el proverbio árabe. Nadal es El Artista paciente y esforzado que no jugaba a nada (como el Madrid) más que a pasar bolas, que resultó ser un creador inagotable, un Marcel Duchamp de la raqueta capaz de pintar, esculpir, hacer frascos de perfume surrealistas, películas abstractas y hasta decoración de interiores sobre una pista de tenis en un viaje iconoclasta y sin vuelta hacia el mito.
La Galerna trabaja por la higiene del foro de comentarios, pero no se hace responsable de los mismos