Uno de los momentos que más recuerdo en la historia del deporte fue ver a Rafael Nadal entre lágrimas y bajo el crepúsculo de Londres caminar sobre los tejados de Wimbledon. Por aquella pasarela improvisada, iluminada por locos, febriles fogonazos, le vieron pasar por delante, a tan sólo unos centímetros de distancia, una señora Federer con el gesto de pensar en darle unos azotes a su excelso marido y una Gwen Stefani cariacontecida por la derrota del amigo. Pero todos pudieron ver que Gwen, en aquel front row sobrevenido, como asaltada por Alexander McQueen, aparecía deslumbrada por el niño salvaje que se erguía ante sus ojos, el niño salvaje de Truffaut que no llegaba a la civilización sino que la conquistaba.
Escribo de memoria. Caía la noche y acababa de terminar uno de los mejores partidos de tenis nunca vistos. El año anterior el español había sufrido una durísima derrota a manos del suizo. Llegó a vislumbrar la copa dorada con cuatro a dos en el cuarto set que acabó deshaciéndosele entre los dedos. Muchos pensaron, y escribieron, que jamás lograría recuperarse de aquel correctivo, de aquella demostración de posesión, pero la historia de Nadal ya se escribía a fuerza de derribar previsiones con los dedos en las sienes.
Entonces era medio favorito, un favorito de tierra con esas dudas por resolver ante el mejor jugador de yerba conocido; pero el año siguiente, dos mil ocho, pocos apostaban por un nuevo título de Federer. Nadal había ganado Roland Garros y un par de semanas después se había impuesto en Queens (por primera vez había logrado un trofeo sobre hierba), ese Wimbledon de juguete, una aldea de cottages y plácidos campos verdes donde casi se paran los encuentros para tomar el té a las cinco como el Bernabéu le canta a Juanito cada minuto siete.
Pareció que el desenlace iba a ser rápido. Rafael despachó con solvencia, sin historia, los dos primeros sets valiéndose de una aséptica ruptura de servicio en cada uno de ellos. Federer aguantó en el tercero apuntando renovados signos de fortaleza. Devolvió varias rupturas como si ya no estuviese despechado y se liberó por completo alcanzando la muerte súbita, que ganó ante el alborozo de la grada. La lluvia lo había retrasado todo y se empezaba a pensar en penumbras hydeanas.
El cuarto set fue una repetición del tercero como el segundo lo había sido del primero. La muerte acechaba como en Venecia. En el decimosexto punto, con ambos jugadores contemplando el ocaso sobre la playa del Lido, el suizo obró la gesta de igualar la final. El tío y entrenador del español sufrió un leve colapso. Se pasó la mano por el rostro, torció la mandíbula, puso los ojos en blanco y luego miró a los cielos grises y decadentes a través de su visera. El horror de dos mil siete no iba a ser nada comparado con aquel.
Ya no iba a parar el ritmo. El ritmo que se había equilibrado. Todo lo contrario. Recuerdo la mirada de Rafael. Yo sólo he visto un ojo entrecerrado como ese y fue de ficción: el de Daniel Day Lewis en los pozos de ambición. No era determinación sino un destino borroso que había que aclarar, era la gloria de tener enfrente el talento maravilloso de Roger. Aquel último set fue el mayor espectáculo del mundo: arte, sangre, miedo, dolor, muerte. De vivir Hemingway se hubiera abonado a esa barrera (al lado de Gwen Stefani) y hubiera tenido que escribir otra muerte en la tarde.
Allí, en el último acto, había que ganar de verdad: con dos juegos de diferencia. La muerte rápida ya no podía apiadarse de nadie, ni de los ancianos ni de los niños. Todo iba a ser lento y sufriente y trabajoso. Terrible igual que marchaban los parisinos a través de los jardines de Luxemburgo cargando con sus enseres ante la llegada de los nazis. Yo vi precipicios. Mi alma en vilo cayó varias veces por ellos antes de que pudieran hacerlo, no lo harían nunca, las almas de esos dos tenistas. Sucedió en el decimoquinto juego, a punto de caerles el cielo sobre sus cabezas, que era lo que más temían que les sucediese los galos de Astérix. Era de noche y el campeón, el nuevo campeón, vestido de blanco, desfilaba por los tejados de Wimbledon; y recuerdo al padre que reía y lloraba, reía y lloraba en una convulsión emocionante. En realidad yo quería hoy hablarles del Madrid, y al fin y al cabo es lo que he hecho.
Recuerdo como si fuera ayer esa final de Wimbledon 2008. Incluso la tengo grabada en un dvd, gracias a uno de mis mejores amigos, que me la grabó.
Tuve la fortuna de conocer en persona a Rafa Nadal en Santander cuando se celebró allí la eliminatoria de Copa Davis entre España e Italia en 2006. Yo ya me había quedado totalmente enganchada a él en la eliminatoria de 2004. En Santander coincidimos en el Palacio de la Magdalena, donde me hospedaba por un congreso de latinoamericanistas; y una tarde todo el equipo de tenis subió a saludar. Hablamos como cinco minutos y en ningún momento dejó de sonreír y de agradecer los elogios, con esa mezcla de humildad y timidez que le caracteriza. Para mí Rafa es y será siempre el mejor deportista de toda la historia, que trasciende al deporte español. Y, además, es madridista.
"Arte, sangre, miedo, dolor, muerte". Y vida, porque siempre resurge, siempre remonta, siempre lucha; y aunque pierda, él sí que nunca podrá decir que no tuvo actitud. Todavía recuerdo aquellas imágenes de rafa en una rueda de prensa en el US Open de 2011, cuando le atacaron unos calambres espantosos; yo lo estaba viendo y terminé llorando con él... https://www.youtube.com/watch?v=P7ym0x1Tq8I. Esfuerzo físico, tensión por las ganas de ganar y de darlo todo.
Gracias, Mario, por este regalo en forma de homenaje a Rafa.
Cuanto más le leo más positivamente me sorprende. Texto delicioso. De los mejores de los que le he leído. Por ponerme tiquismiquis habría eliminado la última frase. El título es lo suficiente evocador.
Grande Rafa, grande el Madrid, grande La Galerna y sus escritos. Grande D. Mario, enhorabuena!