Los Mundiales se acabaron en 1994. Al menos para mí. El de Estados Unidos me pilló en plena pubertad, pasando el verano en un pueblecito de Castilla (los únicos veranos son los que se pasan en los pueblos de Castilla). Era lo suficientemente mayor como para obsesionarme con equipos y jugadores, pero no tanto como para no conservar un atisbo de inocencia al respecto del fútbol. Me gustaban todas y cada una de las chicas que vivían allí, unas tres o cuatro. Pero conseguir hablar con ellas era todavía utópico. Tener 14 años recién cumplidos no suele ser garantía de impresionar a congéneres del sexo opuesto que ya tenían 17.
A aquel lugar no llegaban los periódicos con facilidad. Había que bajar al bar -sólo había uno, por supuesto- e intentar rapiñar El Norte de Castilla que alguien se había dejado olvidado entre tazas de café y olor a faria. El bloque de deportes del Telediario era sagrado. ¿Quién juega hoy? ¿Cómo quedó Brasil? Internet no existía ni en las películas de ciencia-ficción. Por las noches, en la cama, trataba de sintonizar alguna radio en la AM. Con suerte, de repente llegaba una emisora nacional, mezclada con un canal religioso que, oiga, se escuchaba perfectamente. Todo en esa mezcla de calor y frío que hay en las noches de la meseta.
Yo no entendía dos cosas: por qué en aquella Selección no jugaban ni Buyo ni Míchel y por qué se alineaban tantos defensas. Me enfadaba, pero no lo suficiente como para dejar de disfrutar de manera visceral aquellos partidos. La cosa es que, pese a que todo lo que se escuchaba eran críticas y ese sentimiento de derrota anticipada que no se había marchado desde 1898, España iba avanzando en la competición. Todo era exótico: los colores de las equipaciones, los estadios estadounidenses, unos horarios imposibles. El fútbol se adelantó a sí mismo, presentando una modernidad que todavía no había llegado para quedarse.
Por fin llegó el día señalado, el gran desafío: la maldición de cuartos (es inexplicable que nadie haya utilizado la frase para titular un disco o una novela). Enfrente, Italia, palabras mayores. Imposible ganar. Roberto Baggio. La camiseta azul. Pero, ¿y si por una vez fuera la cosa diferente? No lo fue. A Luis Enrique le partieron la nariz y a toda España le dolió aquel tabique destrozado, esa mezcla de lágrimas, sangre y mocos.
Sentimientos parecidos me evoca. Los míos, de más atrás. Cosas de la edad. Recuerdo a Amancio contra Suiza metiendo nariz y boca ante la bota contraria. El gran zig zag de Sanchís padre hasta marcar el gol de la víctoria. Y naturalmente a Salinas, solo, delante del portero, ganándose la fama de torpe.
El futbol nos llena la vida de imágenes imborrables. Messi y Cristiano están dejando las mejores.
¡Qué recuerdos!
Para mí también fue determinante aquel partido. Creía que teníamos la mejor selección de nuestra historia (incluso con el desprecio de Clemente a varios madridistas) Ver cómo caíamos me resultó tan doloroso, añadido al descontento que ya sentía por el enfoque del seleccionador, que perdí el interés por la selección. Recuerdo que aquella noche dije: "Nunca ganaremos un mundial". Apenas he visto partidos de la selección desde entonces. La Euro 2008 no la vi, del mundial 2010 sólo la final y en la Euro 2012 dos o tres...
Con aquel partido descubrí que sólo me apetecía ver al Real Madrid.