En mi primer artículo para La Galerna en mayo de 2015, bajo el título de Montañas rusas me refería a la condición ciclotímica de buena parte de la afición del Real Madrid, que pasa del optimismo más desbocado a la más negra depresión con la rapidez con que uno encadena subidas, bajadas, tirabuzones y demás formas de tortura en uno de esos inventos diabólicos que pueblan los parques de atracciones.
En enero de este año, en otro artículo titulado Traedme hombres, volvía a denunciar la poca fe de un sector importante de la afición, que tras dos derrotas consecutivas del equipo se apresuraba a dar la temporada por perdida y presagiaba los más negros augurios para un equipo y entrenador que estaban ya poco menos que amortizados. A pesar de los informadísimos y razonadísimos golpes de pecho que entonces se daba tanto profeta del Apocalipsis, conseguimos levantar dos Copas de Europa y una Liga (entre otros varios títulos) en este tiempo, que ha sido (está siendo) uno de los más felices de toda nuestra larga y gloriosa historia. Pero no parece que nuestros numerosos arúspices e intérpretes del vuelo de las golondrinas hayan aprendido nada. El equipo ha concatenado dos empates y para ellos ya no queda nada de ese equipo histórico, que acaba de ganar con brillantez las dos Supercopas y que hace dos semanas afirmaban estar llamado a dominar los siguientes cinco años y a convertirse en legendario. Es decir, han bastado dos empates para quebrar la fe de tanto madridista y dejarla reducida a escombros. Repitan conmigo: dos empates. Dos miserables empates.
¿Serán capaces de aprender? Lo dudo. Pero yo me tomo la libertad de sugerirles que, ya que son impermeables a la experiencia propia, aprendan al menos de la ajena. Que se fijen, por ejemplo, en Rafael Nadal, que les queda hoy tan a mano. No conozco ejemplo más acabado de madridismo que Nadal. Nadie lucha más por la victoria, nadie emociona más en su grandeza, nadie gana más y nadie se rinde menos. Jamás, cuando ha perdido, se le ha visto entrar en depresión ni predecir el apocalipsis en su carrera. Tampoco se le ha visto gastar tiempo y energía hablando de lo fuerte que están sus rivales. Por el contrario, siempre se le ha escuchado algo así: "he perdido porque no he jugado tan bien como puedo hacerlo, tengo que mejorar esto y aquello y he de apretar todavía más los dientes". Y después va y lo hace.
Del mismo modo, a pesar de las voces de tantos expertos que sostenían hace mucho tiempo que era un error seguir con su tío como entrenador, que estaba estancado, él siguió su camino: un camino de trabajo, de más trabajo, de inteligencia (que tan a menudo exige hacer oídos sordos al consejo del necio) y de una fe inquebrantable en sí mismo. Mirándose en el espejo y trabajando en mejorar lo que tenía que mejorar. Aprendiendo de sus errores. Pero no poniendo todo en cuestión a la primera derrota. Ya digo, puro madridismo.
Yo quiero un Madrid con la cabeza siempre alta, como Nadal. Y eso es lo que el equipo de Zidane, con sus errores (Nadal también los comete) nos lleva dando estos dos gloriosos años. Este equipo compite, tiene hambre de gloria y jamás entierra la mirada en el suelo. A mí no me hace falta más. No se trata de no criticar lo que sea criticable ni de no aprender de los errores (algo que, por cierto, Zidane ha demostrado saber hacer muy bien sin necesidad de que los siempre dispuestos trompeteros del fatalismo entonen su ensordecedora fanfarria), sino de no perder la cabeza con el primer revés. Advierten los agoreros, en apoyo de su funesta letanía, de los peligros del conformismo y de la necesidad de la crítica, pero lo que hacen es confundir el análisis sosegado y sensato con su histeria y su flaqueza de ánimo. Los errores, que siempre existirán, se seguirán corrigiendo con la prudencia, la inteligencia y el buen juicio que tienen demostrados presidente y entrenador. Pero mientras el equipo y su entrenador mantengan la ambición y las ganas de pelear, los éxitos llegarán traídos por la fuerza de la ley natural. El madridismo no está hecho de la pasta de la congoja ni de la zozobra, sino de la insaciable ambición asentada en la templanza. Inisisto: miren a Nadal. Bienaventurados los que tienen fe, porque de ellos será el Reino de los Cielos.
Bueno, mientras sea solo la afición (o parte de ella) la flaca de ánimo, no vamos mal. Antes no era inhabitual que consiguiera contagiar su mala sombra y su histeria al equipo. Últimamente menos, gracias a Dios.