A pesar de haber engendrado en sus entrañas a un pedorro como Bono, Irlanda tiene cosas buenas. Y una de ellas es su gusto por las tradiciones. Cuentan que estaba en cierta ocasión Theodore Roosevelt, a la sazón presidente del Partido Republicano, pronunciando un discurso electoral, cuando un irlandés comenzó a interrumpirle una y otra vez desde el fondo de la multitud al grito de "¡yo soy demócrata!". Cansado de tan fastidioso espontáneo, Roosevelt, que era famoso por su lengua rápida y afilada, decidió dejar de ignorarlo. "Vamos a ver, ¿por qué es usted demócrata?" le interpeló. "Porque mi bisabuelo era demócrata, mi abuelo era demócrata y mi padre era demócrata" contestó el bravo irlandés, incapaz de disimular su orgullo por tan entusiasta tradición familiar. "Y si su bisabuelo hubiera sido idiota, su abuelo hubiera sido idiota y su padre hubiera sido idiota, ¿qué sería usted?", replicó Roosevelt. "¡Republicano!" atajó sin dudar nuestro hombre.
A los madridistas, irlandeses o no, también nos gustan mucho las tradiciones, sobre todo la de ganar. Los madridistas ganamos la Copa de Europa porque nuestros bisabuelos la ganaron, porque nuestros abuelos la ganaron y porque nuestros padres la ganaron. Y si nuestros bisabuelos nunca la hubieran ganado, nuestros abuelos tampoco y nuestros padres la hubieran perdido, ¿qué seríamos nosotros? Del Atleti, naturalmente.
El Real Madrid ha recuperado una tradición largo tiempo perdida, y de una importancia tan incuestionable como habitualmente preterida: la de contar con unos centrales feos como el demonio, capaces de negar con sus rasgos faciales toda la pretendida belleza de la Creación
Sirva esta pequeña excursión por los cerros de Eire como preámbulo para mostrar mi alegría porque el Real Madrid haya recuperado una tradición largo tiempo perdida, y de una importancia tan incuestionable como habitualmente preterida: la de contar con unos centrales feos como el demonio, capaces de negar con sus rasgos faciales toda la pretendida belleza de la Creación. Desde que el mundo es mundo, un central ha de infundir miedo con su sola presencia. Ha de contar con una mirada torva, el gesto huraño, la mandíbula prominente, el rostro asimétrico, los ojos a contratempo, y el cabello hirsuto y desaliñado. Un central que se precie ha de anunciar con su sola presencia, y desde que se viste de corto, la contundencia áspera que constituye su ser, de tal manera que su imagen, atisbada a hurtadillas por el delantero rival desde el túnel de vestuarios, se clave en el subconsciente de éste con sonido a huesos astillados.
Nuestro club llevaba ya demasiado tiempo abandonado a la degenerada costumbre de alinear centrales apolíneos, que lo mismo podían optar al Balón de Oro que a la Semana de la Moda de Milán. Hombres bien parecidos, de rasgos simétricos, conscientes de su propia imagen, metrosexuales. Incluso los ha habido —¡nefanda herejía! — espigados. Poner de central a un chico espigado es como incluir en el menú una hamburguesa de soja: una trapacería, una tomadura de pelo, una estafa, un contradiós. Es imposible sentirse intimidado por una espiga dorada por el sol, cuyo sitio está junto al racimo que corta el viñador y a la guitarra de María Ostiz, y no en el territorio comanche que es el centro de la defensa. Alinear de central a un muchacho espigado sólo se explica en esta época de decadencia moral, de veganismo de ajonjolí y semillas de chía, que nos ha tocado vivir.
Nuestro club llevaba ya demasiado tiempo abandonado a la degenerada costumbre de alinear centrales apolíneos, que lo mismo podían optar al Balón de Oro que a la Semana de la Moda de Milán
A todos esos apuestos centrales los hemos querido mucho, y algunos de ellos son incluso leyendas del club. Pero fallaba algo. Piensen, si no, en ese Raphael Varane de nuestras entretelas, a quien deseamos una pronta recuperación. Un central elegante (primera señal de alarma), fino (segunda señal), con dominio del balón (alerta roja) y, lo que es todavía peor, de porte aristocrático. Varane parecía siempre recién llegado de un salón de Versalles, y a menudo diríase que jugaba con una peluca empolvada sobre su cabeza. Tenía por añadidura la mirada del buen hijo que, desde los nueve años de edad, nunca fue al colegio sin haber dejado la cama hecha. Imaginen por un momento a qué cotas no habría llegado como central si su aspecto hubiera infundido un terror insuperable en Messi, en lugar de invitarle a pedir que le explicara en el descanso las restas con llevada.
O reparen en Ramos, con una belleza más expansiva, arrabalera, de aluvión, regordía. Una guapura cani y algo canalla, sí, pero guapura al cabo. Una imagen adornada de metales y de dorados, de tatuajes y de guitarras, desmesurada y barroca, pagada de sí misma y a menudo aparatosa y esperpéntica, pero en todo caso diametralmente opuesta a la fealdad arisca y abandonada exigible a todo jugador que ocupe el centro de la defensa. Fíjense incluso en el inmenso Nacho, nuestro querido Nacho, quien quizás se halle preguntándose a estas horas por qué a pesar de sus innumerables virtudes futbolísticas nunca ha conseguido adueñarse de la plaza de central. No, no se debe ello a su condición de canterano, como algunos afirman con mala intención, sino a ese aspecto de yerno perfecto, de opositor a notarías, de ducharse rápido después del partido para llegar a casa corriendo y repasar el tema del censo enfitéutico antes de cenar unas croquetas de pollo y un vaso de leche con galletas que le ha preparado su solícita madre. Si Nacho quiere disputar definitivamente la titularidad en el centro de la defensa, desde aquí le sugerimos, humilde pero encarecidamente, que se someta a una operación de cirugía antiestética. Es lo único que le falta para romper en estrella mundial.
cada vez que veo las feas caras de Militao y de Rüdiger presidiendo la defensa, me invade el orgullo inefable de ese madridismo de sólidos cimientos y ausencia de complejos, ese madridismo de zapa y sudor, de esa feliz acuñación de don Santiago sobre la camiseta manchada de sangre y de barro pero nunca de vergüenza, que constituye la esencia del madridismo
Así que, efectivamente, yo celebro que hayamos recuperado la tradición de los centrales feos, interrumpida desde los ya lejanos tiempos del nunca suficientemente ponderado Iván Campo, cuya imagen debería presidir la taquilla de todo defensa que porte el escudo del Real Madrid. La tradición del gran Gregorio Benito, cuyo mote de Hacha Brava no obedeció precisamente a su inexistente afición a anunciar perfumes en televisión, y de tantos otros. Cada vez que veo las feas caras de Militao y de Rüdiger presidiendo la defensa, me sobreviene la tranquilidad, la paz de espíritu que da el saber que no serán nuestros árboles, sino los del rival, los que caigan al suelo; cada vez que veo las feas caras de Militao y de Rüdiger presidiendo la defensa, sé, sin asomo de duda, que se aplicará a rajatabla el "o pasa el balón o pasa el hombre, pero nunca los dos" que constituye el primer mandamiento del catecismo futbolístico; cada vez que veo las feas caras de Militao y de Rüdiger presidiendo la defensa, me invade el orgullo inefable de ese madridismo de sólidos cimientos y ausencia de complejos, ese madridismo de zapa y sudor, de esa feliz acuñación de don Santiago sobre la camiseta manchada de sangre y de barro pero nunca de vergüenza, que constituye la esencia del madridismo.
Porque, amigos, el madridismo es triunfo y es éxito y es grandeza. Pero esa grandeza sería imposible si no estuviera edificada sobre los cimientos de la tradición de fealdad intimidante de nuestros centrales, de ese aspecto siniestro, hosco, fiero, que amedrenta al rival aun antes de comenzar el partido. Como cualquier militar sabe, las guerras comienzan a ganarse antes de que suene el primer disparo. Con Militao y Rüdiger en el centro de la defensa, sólo la gloria puede esperarnos.
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