Corría el año 2003 en el calendario. Yo era un joven de 11 para 12 años bastante más maduro, sereno y con un infinitamente superior sentido de la responsabilidad que el que les escribe estas líneas y me encontraba ligeramente nervioso mientras permanecía sentado en la parte trasera del coche de mis padres. Ese día estábamos viajando hacia la capital andaluza. ¿El motivo? Uno de los equipos de la ciudad, el Real Betis Balompié se había fijado en mis cualidades futbolísticas y me había ofrecido asistir a un entrenamiento del equipo infantil para realizar una prueba con ellos. Yo era un central de los de antes. En términos de nuestro querido Carletto, yo sería el defensor más pesimista que jamás podría haber conocido el entrenador blanco si alguna vez me hubiera visto jugar. Bastante rápido al corte, muy concentrado en el juego, lo que me permitía anticiparme continuamente a mis rivales; y un estudioso obseso de cada delantero al que me enfrentaba, al que me pegaba desde el minuto 1 para analizarlo y saber de qué pie cojeaba, o más bien con qué pie le pegaba, driblaba o pasaba. Era uno de estos defensores de los que se suele decir que “o pasa el hombre o pasa el balón”, pero nunca ambos. Estas cualidades hicieron que el club verdiblanco pasara por alto mis limitaciones técnicas y apostaran, cuando menos, por darme la oportunidad de demostrar mis prestaciones dentro de su equipo.
De manera que ahí estaba yo, camino a Sevilla en un coche con mis padres, con un silencio sepulcral a la par que incómodo que duró la práctica totalidad del viaje (fueron unas 3 horas aproximadamente). Era una ciudad desconocida para mí, excepto por sus dos equipos. Siempre me había caído mejor el Betis que el Sevilla y cuando salí de la ciudad ese sentimiento estaba más que fortificado. No sólo había crecido con un Betis lleno de jugadores vistosos a los que admiraba, como Denilson, Marcos Assunçao, Alfonso o incluso un jovencísimo Joaquín (con su finta y su sprint), sino que su afición transmitía una alegría y un buen rollo por los que no era en absoluto difícil sentir simpatía. Y justo los colores de ese equipo que me caía tan simpático iban a ser los que vistiera en el entrenamiento de esa tarde. Quizás hasta tuviera la suerte de poder ver a alguno de aquellos jugadores a los que veía por la tele en aquella época en la que no era tan caro ver el fútbol. No sabía en ese momento que el Sevilla iba a ser casi tan protagonista de aquel viaje como el propio Betis.
Nos aproximábamos ya a la ciudad cuando mis padres repararon en un detalle que hasta ese momento les había parecido nimio: no teníamos ni repajolera idea de cómo llegar al lugar al que nos habían citado, el estadio por entonces llamado Ruiz de Lopera y hoy conocido como Benito Villamarín. En esa época no disponíamos de GPS ni de las tecnologías que hoy nos facilitan cualquier viaje, por lo que hasta entonces habíamos tirado de mapa, pero dentro de la ciudad el reto iba a ser más complicado. Lejos de preocuparse, y con ese arrojo que lo caracterizaba entonces y lo sigue caracterizando a día de hoy, mi padre, envalentonado como él sólo, nos dijo:
-Nada, nada. Preguntando se llega a Roma.
Seguramente, si hubiéramos intentado llegar a Roma sin preguntarle a nadie nos hubiera ido bastante mejor que aquel día. Perdí la cuenta de la cantidad de veces que paramos a pedir indicaciones (“siga por aquí recto y pregunte más adelante” era la frase más repetida). Creo que fue la sexta persona a la que preguntamos (aunque tampoco puedo asegurarlo) la que por fin se extendió algo más en sus indicaciones. Mi padre, incapaz de reprimir su orgullo paternal, se iba asegurando de que me avergonzaba lo suficiente contándole a todo el mundo al que le pedía orientación el motivo de nuestro viaje y el porqué el estadio del Betis era nuestro destino. A aquel hombre, sevillano de boina en testa y palillo entre los dientes, no le impresionaron demasiado sus palabras y se limitó a darnos unas indicaciones bastantes precisas (con los nombres de las calles y avenidas, e incluso prestándose a escribírselas a mi padre) con un marcado acento sevillano.
Mi padre, muy seguro de sí mismo, agarró ese papel con determinación y siguió las instrucciones como si le fuera la vida en ello. No fue hasta diez minutos después, cuando encarábamos en la autovía un cartel que marcaba Camas, que nos dimos cuenta de que aquellas indicaciones tan precisas que nos había dado aquel caballero nos habían mandado fuera de la ciudad. Cada vez más nerviosos porque el tiempo apremiaba, dimos la vuelta, hecho una furia mi padre y medio divertida mi madre, y nos encaminamos de nuevo hacia la ciudad, pero esta vez quiso sonreírnos la diosa fortuna (o dejar de burlarse de nosotros, más bien) y en el primer semáforo que nos obligó a detenernos, un furgón rotulado con el escudo y los colores del Betis se detuvo junto a nosotros. Le contamos lo sucedido al conductor en aquel parón, el tipo sonrió ante el descaro del sevillista que nos había dado aquellas indicaciones (pues ya no cabía duda alguna de que lo era), se compadeció de nosotros al no querer hacer demasiada sangre del asunto y se ofreció a hacernos de guía, pues él mismo se dirigía al estadio, de hecho.
No me queda más que quitarme el sombrero y reconocer mi admiración hacia aquel aficionado sevillista
Conocía de sobra la rivalidad de ambas aficiones pero no fue hasta que la vivencié en mis propias carnes que me di cuenta de la magnitud de la misma, tan grande que a un aficionado sevillista le dio absolutamente igual pasar por encima de la ilusión de un niño que estaba a punto de vivir una de sus mejores tardes futbolísticas sólo porque esta sería con una camiseta verdiblanca.
En su momento, albergué cierto sentimiento si no de odio, sí de incomprensión o antipatía contra aquel hombre por aquella jugarreta que de tan mala leche nos puso en el momento por el estrés que nos generaba pensar que no íbamos a llegar a tiempo a nuestro compromiso. Hoy en día, ya en frío gracias al paso del tiempo y a que cuento con esta anécdota en el bolsillo para sacarla cuando lo precise, debo reconocer que no me queda más que quitarme el sombrero y reconocer mi admiración hacia aquel aficionado sevillista. Donde otros hubieran caído en el desprecio o se hubieran negado a contestarnos con un “soy del Sevilla, pregunta a otro”, aquel caballero fue capaz de mantener el temple y, sobre todo, aguantarse las carcajadas que seguramente le estaban quemando por dentro, y con toda la seriedad y convicción del mundo darnos aquellas instrucciones que ponían tierra de por medio entre nosotros y el estadio de aquel equipo al que estaba destinado a odiar con todo su ser por toda la eternidad.
Gracias a aquella tarde y a aquel sevillista, hoy tengo el mejor ejemplo de que la rivalidad Sevilla-Betis que viven ambas aficiones no se limita al derbi que paraliza la ciudad del Guadalquivir durante unas horas (a veces incluso días), sino que es una suerte de contienda interna adherida al alma de los futboleros de la capital andaluza, acompañándolos como su sombra y manteniendo la intensidad del juego durante los 90 minutos que duran los 365 días del año.
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