Como supersticioso de guardia de La Galerna, el sábado estaba convencido de que el Real Madrid iba a perder. Las señales eran todas muy negativas. Era día 3, el Madrid tenía 33 puntos e iba a jugar para permanecer invicto su trigésimo tercer partido. Todo el mundo tiene (o al menos debería tener) un número preferido y su Némesis. Y a mí me encanta el 7 y tengo pavor al 3, así que ante tantas señales premonitorias decidí poner en marcha una serie de cábalas de última hora encaminadas a contrarrestar este gafe. Medidas, que como bien comprenderán los supersticiosos que me lean, en ningún caso voy a desvelar, ya que hacerlo las invalidaría para próximos partidos. Uno las pone en práctica como los magos. Se disfruta el resultado pero nunca se cuenta el truco.
El caso es que, a pesar de ello, a pesar de que dediqué todo el día a mis conjuros, en cuanto empezó el partido y vi a Clos Gómez vestido de ¡amarillo! me vine abajo. Eso ya no había conjuro que lo remediase. Clos, desnudo, sin vestir, ya es un arma de destrucción masiva, pero vestido de amarillo es el Armageddon. Nadie lo vio, nadie reparó en ello entre penalti y penalti no pitado, pero estoy seguro de que debajo de esa camiseta amarilla llevaba otra del mismo color con un enorme número 3. Alea jacta est.
Nada, no había nada que hacer contra el destino. El Madrid estaba sentenciado. A pesar de ello saqué todo mi arsenal y lo puse en marcha. Los minutos pasaban, la derrota se acercaba, y cuando me quise dar cuenta ya estaba subido en el sofá, en cuclillas, con cuatro camisetas una encima de otra, con varios pares de calcetines superpuestos y con tantos amuletos colgados al cuello y en los bolsillos que su peso me doblaba. Mi mujer me miraba como los vaqueros a los chamanes de las tribus indias: con cierto respeto pero con la sonrisa en la boca. Ella sabe que cuando me pongo a bailar invocando al gran Manitú no estoy para nadie.
Y entonces, milagrosamente, apareció él. Surgió Eneko Goya a través del teléfono. Eneko era un niño al que le había dado clase hacía muchos años. Un niño con una enorme vida interior. De la exterior daba menos señales, ya que se relacionaba muy poco con sus compañeros requiriendo siempre mi atención. Yo era su apoyo (aparte de ser mi obligación era un niño que me recordaba a alguien…) y conmigo aprendió a leer. A su manera, eso sí. A Eneko le ponías una frase y él leía lo primero que se le pasaba por la mente. Bueno, leer, leer, lo que se dice leer no era exactamente lo que él hacía. Él veía la frase y se inventaba otra. “Mi a-bu- e-lo fu-ma en pi-pa” se convertía en “meriendo pan…con chocolate”. O “la a-ra-ña te-je su te-la” derivaba (sin que él mostrase la más mínima duda) en “cuando llueve me mojo”. Tal cual. Digamos que cada uno empieza a leer cuando empieza a leer y a Eneko no le había llegado el momento. Él seguía en su mundo. Feliz.
Y ahí estaba yo, subido en el sofá, cardíaco, a punto de sacar la pipa de la paz y liarme a hostias con el portátil, cuando me llegó un whatsapp de Eneko. Ahora es un hombre hecho y derecho, casado, con dos hijos y que vive en mi barrio. Lo suelo ver de vez en cuando, nos saludamos, hablamos unos minutos y nos despedimos. Al hacerlo siempre me entra un punto de añoranza, de tiempo pasado que no sé si fue mejor o peor, pero que con el paso de los años se idealiza. De fútbol hemos hablado en muy pocas ocasiones. No le gusta. Es más, según me confesó alguna vez, lo aborrece. Aunque tenemos nuestros teléfonos nunca nos habíamos comunicado por este medio. Por eso cuando me llegó su mensaje lo leí extrañado.
-Hola, soy Eneko. El día 20 vamos a reunirnos unos cuantos vecinos para intentar fundar una sociedad gastronómica. Como sé que eres aficionado a la cocina he pensado que igual te gustaría acudir. ¿Te animas?
Yo, aunque estaba nerviosísimo con el resultado, vi en aquella llamada una señal. Algo. Lo que fuese. Vi a Eneko y supe que tenía que contestar inmediatamente.
-Te llamo un par de días antes. Creo que en esas fechas estaré fuera de vacaciones.
Cuando leí su respuesta (igual no es adecuado llamarla así) me confirmó que yo tenía razón. Él era la solución, era mi cábala. A pesar de que ya habían pasado treinta años desde que le enseñé a leer, hizo lo que siempre había hecho.
-Tranquilo, marca Ramos.
Aquella respuesta me hizo retroceder en el tiempo y adelantarme en el cronómetro. Fue un salto hacia atrás y hacia adelante, fue un golpe de vida. Un gol. Vi a Eneko, lo vi con cinco años delante de aquella cartilla infantil y seguía siendo el mismo. Afortunadamente.
Y entonces lo supe. Supe que Ramos iba a marcar en el descuento. Alguien a quien has enseñado a leer nunca te mentiría.
Escribes muy bien.gracias por la historia
Que historia más bonita. Debe ser muy gratificante ver a alguien a quien ayudaste a crecer hecho ya una persona adulta con su vida, sus hijos...
Enhorabuena por poder disfrutar de ello.
Gracias por leer La Galerna. Me alegro de que te haya gustado.
Y sí, tienes razón, es muy gratificante. Y además gana puntos...
Debieras asistir a esa reunión. Tal parece que esa sociedad gastronómica traerá buena suerte.
Excelente artículo.
Saludos desde Venezuela.