El Colegio Viteri se levantaba en el solar donde hoy se encuentran los nuevos juzgados de Irún, en la Avenida de Francia, a un kilómetro más o menos de la frontera natural que marca un río lleno de leyendas, brumas y contrabandistas: el Bidasoa. En ese imponente colegio, un enorme caserón de principios del siglo XX, coronado por un reloj que siempre, incluso en los últimos años de su vida, cuando el colegio, literalmente, ya se caía a pedazos encima de nuestras cabezas, dio la hora con puntualidad, conocí hace casi medio siglo, en un patio lleno de plátanos de sombra y castaños de indias donde jugábamos en el recreo, a don Ángel.
Me había tropezado jugando al fútbol, caído al suelo y desollado las dos rodillas contra la gravilla del patio. Don Ángel, que entonces todavía no era mi profesor, se acercó a mí, me puso la mano en el hombro, me llevó al botiquín y me llenó las piernas de mercromina, algo que en aquella época se lucía con orgullo, como pequeñas heridas de guerra que causaban cierta admiración.
Al volver al patio, delante de todos mis compañeros que, expectantes, más por el morbo de la sangre que por mis nulas habilidades para el balompié, esperaban el regreso del soldado herido, dijo, a la vez que de refilón me guiñaba un ojo:
—Si no te llegas a tropezar, marcas un golazo.
Yo, que era un patoso, que nunca había marcado un puñetero gol, negado para cualquier deporte, uno de esos pobres desgraciados a los que después de echar a pies elegían en último lugar, escuché aquellas palabras como quien oye una revelación divina y decidí, porque eso es algo íntimo, que uno decide cuando es un niño y permanece inalterable toda tu vida, que aquel señor espigado y con bigote, don Ángel, iba a ser mi profesor preferido.
Al año siguiente, cuando pasé a cuarto, y entró a clase presentándose como nuestro profesor para todo el curso, lo celebré casi tanto como aquel gol que nunca marqué
Al año siguiente, cuando pasé a cuarto, y entró a clase presentándose como nuestro profesor para todo el curso, lo celebré casi tanto como aquel gol que nunca marqué. No tengo apenas recuerdos de esa época, pero todavía siento la sensación de paz que transmitía. Fue, posiblemente, el año más feliz de mi educación.
Hoy, por una de esas casualidades de la vida que siempre pienso que no son para nada casuales, don Ángel es mi vecino, él vive en el segundo y yo, con esto de la edad, la nostalgia y el confinamiento, en el número 7, calle Melancolía.
Rondará los 90 años, camina con dificultad y apenas sale de casa. Vive solo, enviudó hace cuatro o cinco años y desde entonces cada vez sus salidas son más espaciadas. Me paso meses sin verlo. Cuando coincidimos en la calle o en el ascensor me saluda cortésmente, hablamos de temas triviales y nos despedimos con el deseo, siempre incumplido, de tomar un café. Yo me sigo dirigiendo a él con el “don” por delante y él sigue llamándome por mi apellido, igual para compensar que todos mis profesores infantiles para mí nunca lo tuvieron. Las dos últimas veces que lo he visto, antes de este confinamiento, no sé si porque empieza a tener cierta demencia senil, o porque realmente fue así, me habló de Míchel, el jugador del Real Madrid. Está convencido de que le dio clase unos meses, de que su familia estuvo aquí de paso y lo matricularon, pero por razones familiares no completaron el curso y se tuvieron que marchar. Dice que fue mi compañero en clase.
—¿Tú no te acuerdas de un tal González Martín del Campo?
No, no me acuerdo, pero no le digo nada, es posible que esos apellidos, mezclados con los de otros miles de niños a los que dio clase a lo largo de su carrera, le hayan despistado. A mí me parece imposible. ¿Qué se le había perdido a Míchel a 500 kilómetros de Madrid?
—¿Está seguro, don Ángel?
—Sí, sí, seguro, tiene que ser él.
Yo solo recuerdo a un González en mi clase. Y hoy es dueño de un restaurante a cuatrocientos metros de mi casa…
Les confieso que tampoco es una prueba muy concluyente, porque tengo que hacer esfuerzos para recordar lo que he desayunado. Aun así, le doy largas. Don Ángel sigue teniendo para mí la misma aura de infalibilidad que tenía hace cincuenta años. ¿Y si he jugado al fútbol con una leyenda del Real Madrid y no me acuerdo de nada?
Desde que ha empezado el confinamiento yo le hago la compra: bajo al súper, la subo a mi casa, se la desinfecto con jabón y lejía, y se la dejo en su felpudo. Está empeñado en pagarme, pero le he dicho que cuando acabe todo esto ya haremos cuentas, que tenemos un café pendiente.
Hace un par de días, en una de esas tediosas tardes de confinamiento, busqué algo de información de Míchel en la Wikipedia:
“José Miguel González Martín del Campo, más conocido como Míchel, es un exfutbolista internacional y entrenador español. Actualmente dirige a Pumas UNAM de la Primera División de México.
Fecha de nacimiento: 23 de marzo de 1963 (edad 57 años), Madrid.
Estatura: 1,83...”
La edad coincidía con las fechas de su supuesta estancia en Irún. Era lo único que corroboraba esa asombrosa historia. Busqué en varias páginas más pero no encontré ninguna referencia de un esporádico paso por el País Vasco.
Soy bastante tímido, pero al final decidí buscar su twitter y preguntárselo directamente. Si don Ángel tenía razón, quería ser el primero en saberlo y en decírselo. Además, no todos los días puede uno presumir de haber jugado al lado de Michel.
@MichelGonzalez
“Una duda, perdona que te moleste, ¿es posible que estudiases unos meses cuarto de EGB en el Colegio Viteri de Irún?”.
Aunque fue muy amable y no tardó en contestar, su respuesta confirmó lo que ya me temía:
Míchel @MichelGonzalez
En respuesta a @FGwynne
“No, lo siento, no es posible. Todos mis estudios los realicé en Madrid. Saludos”.
"Míchel le manda recuerdos y me recalca que le diga que sus consejos y enseñanzas le han guiado toda su vida"
Cuatro días más tarde, al entregar la compra a don Ángel, decidí contárselo. Le dejé varias bolsas en el felpudo, llamé al timbre y me situé en una esquina del rellano, a más de dos metros. Unos segundos más tarde, después de escuchar el sonido de varias llaves tintineando, se abrió la puerta.
—Don Ángel, tengo que contarle algo —dije a la vez que miraba a aquel anciano encorvado y los recuerdos se me agolpaban.
—Dime.
—¿Recuerda que me comentó que había dado clase a Míchel, que había sido compañero mío?
—Sí.
—Pues tenía toda la razón, he hablado con él a través de internet y me lo ha confirmado. Me dice que, aunque estuvo muy poco tiempo a su lado, se acuerda mucho de usted. Le manda recuerdos y me recalca que le diga que sus consejos y enseñanzas le han guiado toda su vida.
A don Ángel se le iluminó la cara. Cogió las bolsas de la compra lentamente y las metió dentro de casa. Un momento antes de cerrar la puerta, dijo:
—Lo sabía. Estaba seguro de que era él.
—Don Ángel, espere, tengo que decirle otra cosa. Algo que siempre he sabido y nunca, por estupidez o vergüenza, le he dicho.
—Tú dirás…
—¿Sabe que usted siempre ha sido mi maestro preferido?
Un crack, Fred, un crack...Ojalá podáis hacer ese café pendiente y no sea el último. .
Es una de esas historias que hacen a uno sonreír hacia dentro; hacia el corazón.
Qué bonita historia.
Saludos, don Fred.
Qué historia más bonita y qué homenaje más bonito le has hecho a tu antiguo profesor
Qué bueno, D. Fred, a usted también hay que ponerle el Don delante. Me ha emocionado ese final.
En estos tiempos sin fútbol se agradece este tipo de artículos de La Galerna en los que el fútbol es solo un accesorio más de una buena historia.
Precioso articulo. Una maravilla.
He leido un poco tarde este artículo (¿alguien se puede creer que por falta de tiempo? Pues si, ha sido por eso....). Me ha encantado y emocionado. ¡Qué bonito!