Frecuentar La Galerna es un hábito extraordinariamente instructivo. Portanálisis tras portanálisis, uno aprende enseguida de la hórrida catadura de la prensa deportiva española, aunque en realidad uno no la leyera por sospecharla desde hace tiempo. Pero el sacrificio cotidiano de nuestros esforzados inspectores de cloacas, avanzando intrépidos con el fango hasta las ingles, rinde frutos más inesperados. Así, en los últimos días emergen del arroyo con la prueba palpable de que a su conocida abyección, los plumillas del ramo suman el desconocimiento de la naturaleza profunda del fútbol como juego. Hablo, por supuesto, de ese engendro pueril del penalti de Messi que, a juzgar por el beocio entusiasmo con que ha sido recibido así en las redacciones de Madrid como en las de Barcelona, oscurecerá en el futuro la mismísima ratificación por vía empírica de la existencia de las ondas gravitacionales. Qué poco ojo el de Barry Barish y su tropa de Caltech, ya podían haber elegido otra semana.
El medio característico del fútbol es la imperfección y el azar. Un juego celebrado al aire libre: polvo, niebla, viento y sol, que cantaba Labordeta; hoy en alfombras calefactadas y mañana en sembrados infames; siempre en campos de dimensiones solo aproximadas, usando nada más que las piernas y a cuerpo gentil. Solo en el rugby la textura épica y apenas metafórica del campo de batalla es tan transparente. Ese universo inclemente de factores fuera de control lo iguala todo: en un patatal o en las estrecheces del campo del Rayo o en un día de temporal las distancias entre Maradona y un tronco voluntarioso se acortan vertiginosamente. De cada diez partidos entre Novak Djokovic y el doscientos de la ATP, Nole ganará nueve y medio, pero cualquier segunda b sale a jugar un partido de Copa sabiendo que ganarle al Madrid, al Barça o al Bayern es apenas un horizonte improbable. El fútbol es un campo de fuerzas desbridadas, un páramo accidentado, una sopa telúrica donde, de repente, como un latigazo, surge la geometría tensa de una pared, una combinación fulgurante de la delantera que convierte por un momento el caos en orden y sentido, un pase preciso de cuarenta metros que detiene el tiempo e incendia el espacio. Ese alumbramiento precario y repentino es de una belleza arrebatadora, como si el furor de la tormenta se transformase de pronto en acordes de una sinfonía. Palabras mayores.
El fútbol es una cosa seria, vaya. “La más importante de las cosas sin importancia”, dijo una vez con elocuente sabiduría Andrés Calamaro, madridista insigne; “no una cuestión de vida o muerte, sino algo más importante”, sentenció Bill Shankly, el mítico manager del Liverpool de los sesenta, en frase famosa (que siempre se cita fuera de contexto, por cierto, pero eso ya lo explicaremos otro día). Todos nos aficionamos al fútbol en la infancia, pero contra la creencia general, se trata de una pasión adulta, que solo se realiza cabalmente en la edad madura. Yo, con el paso del tiempo, me he ido quitando de esos deportes de rutina vistosa que de mayor me parecen cada vez más banales, del mismo modo que hay que dejar atrás la niñez para preferir la abrumadora sencillez de las ostras o el perturbador sabor de la turba ahumada de un viejo single malt de Isley a la nadería bobalicona del gusto de un caramelo.
Precisamente por esa seriedad ontológica, el fútbol es un juego estrictamente funcional, donde solo lo útil es verdaderamente bello. Nada más lejos de su fibra moral que la gratuidad del lujo. Hace muchos años vi en televisión la emocionante grabación completa de la final de la quinta Copa de Europa que el Madrid le ganó por 7-3 al Eintracht de Francfort en el Hampden Park de Glasgow comentada por Di Stéfano. En un momento dado, don Alfredo revelaba al conductor del programa que, a veces, por diversión, Gento y él se conjuraban para pasarse la pelota siempre de tacón. El periodista se derretía como mantequilla sobre una tostada caliente: “¡Sería maravilloso!”. “Qué va”, decía La Saeta entre travieso y avergonzado, “no hacíamos más que perder balones”. La astracanada urdida el otro día por el trío calavera viene a ser al fútbol lo que una faena de Platanito a la gravedad del toreo de Belmonte. No hace falta haber sido profesional para saber que la mejor manera de afrontar un penalti es reventarla entre los tres palos. Pretendidas genialidades, como el famoso penalti de Panenka o esta absurda variante del pase que ya había ensayado Cruyff con el Ayax son puro manierismo sin fundamento funcional. Con el pase se le concede una ventaja objetiva al portero que solo se compensa por el factor sorpresa. Además, como ocurrió en esta ocasión, hay que contar con la benevolencia arbitral, porque es casi imposible que el que remata llegue a punto sin entrar antirreglamentariamente en el área antes de tiempo. Nada que ver con el taconazo que inventa un espacio que no existía para el balón –véase el famoso de Guti a Benzema en Coruña– o la bicicleta o la cola de vaca que convierten la cintura del central en la falla de San Andrés. No se falta al respeto al contrario, como dicen los puritanos, se bastardea el fútbol, que no es país para majorettes, cheer-leaders y demás géneros de circo, sino un juego inventado por obreros cabales que dejaban su miseria al otro lado del toque de sirena para transformarse en héroes durante noventa minutos homéricos de barro y honor. Ya está bien de brillantina pija.
Y la prensa no es ya que sea antimadridista, es que no tiene ni puta idea. Di Stéfano y el poeta saben bien que su canción no puede ser sin pecado un adorno.
Número Uno
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Genial. Lástima que los plumillas deportivos no tengan ni la paciencia para leerla, la sapiencia para entenderla, la lucidez para apreciarla ni el arte, talento, maestría e ingenio para reproducirla.