No aspiro a convertirme en el primer Papa de la iglesia madridista, ¡cuántos candidatos habrá!, pero yo negué a Ramos tres veces (puede que fueran algunas más) como Pedro a Jesucristo. Y estoy arrepentido. Cada salto en el área contraria del camero (imaginen lo que significa cada gol) reafirman mi fe. Ramos es amor y yo era un filisteo abjurando de aquel traje blanco. Ese terno, con todos sus complementos, era el anuncio de sus futuros milagros. Y estaba hecho sólo para verdaderos creyentes. Yo ahora canto y bailo y doy palmas como en una misa de Harlem cada vez que salta Ramos: "¡Ramos, hey, Sergio, hey, Aleluya!", y en La Galerna estamos construyendo una parroquia para nuestras celebraciones.
Ayer fue martes de Ramos, otro día señalado para el madridismo como el miércoles de Ramos, el sábado y el domingo: la Semana Blanca, una festividad que aún está por señalar en el calendario. Y todo sucedió en Nápoles, donde habrá que poner una placa, otra más, a Ramos: "Ramos por el mundo". El griterío napolitano no era nada del otro mundo. Yo me esperaba algo peor: los niños desnudos, las mammas implorando por sus bambini, la ropa tendida en las gradas. Camba se preguntaba qué tendría la vida en Nápoles para que los napolitanos siempre tuvieran ganas de llorar con acompañamiento de mandolina. Los tiempos han cambiado, pero quiten una mandolina y pongan un Ramos. Ramos se suspende en el aire (anoche entre las montañas violetas) y se escucha un rasgar de cuerdas y marca el Madrid. Marca el Madrid.
Qué romanticismo el suyo. Esto es un sueño. No despertemos nunca. El romanticismo derrotando al tacticismo. El amor derrotando al fútbol. El esquema arrugado por un poema. ¡Hala Madrid!, grita Apollinaire en su delirio cuando gana el Madrid. Cuántos hombres y mujeres se hacen cruces ante esta explosión de belleza pagana. Cuánta emoción y dulzura. Ramos es como aquel niño príncipe preso en la torre que golpeaba su corona en los barrotes provocando un eco que a todos en el valle bendecía a pesar de los rigores del tirano. Porque ayer el Nápoles durante una hora fue un tirano que no dejó a los blancos de negro sentir la pelota. Hay que decir que al Madrid le salvaron las uñas del desastre. Qué importante son las uñas en el fútbol moderno. Por una uña se evitaron diez remates a la portería de Keylor. Y Hamsik se pasaba la lengua por sus dientes puntiagudos.
El Madrid, a pesar de todo, llegaba. Pero lo hacía subido en un alambre que a la contra cortaban Mertens, sobre todo, e Insigne. Mertens corría por las callejuelas con una sandía robada bajo el brazo y tirando la ropa tendida para despistar. El público jugaba, el pueblo napolitano, y el Madrid la perdía por el ruido y porque medio Nápoles le seguía. De ese modo, con medio Nápoles a la espalda, o Koulibaly que es del mismo tamaño, Bale bajó en carrera una pelota de Casemiro como una pompa de jabón. Ya hay que ser delicado para detenerse y que no se rompa una pompa de jabón mientras te acosa un oso hambriento. Casemiro se veía sobrepasado por los niños harapientos que se le subían a la chepa, le tapaban los ojos y le trababan las piernas. Una de esas veces un hurto pilló a Pepe al límite de la atmósfera y Mertens llegó a casa con su sandía.
Un delirio italiano resonó entre las paredes del Vesubio, que tosió y dejó ver su humareda. Cristiano empujó por la derecha y arrastró consigo las ruinas de Pompeya para enviar el balón al palo. El Madrid era un submarino en alerta máxima y el Nápoles el Mediterráneo que se metía por sus rendijas. Antes de que llegara el romanticismo la tuvo otra vez Mertens con un chut pirliano ejecutado con el tupé. Hubo más, incluso mucho más, pero ya no lo diremos. Para qué. Hala Madrid. Hubo un penalti que no se pitó y continuó la furia napolitana que paró Ramos desde los cielos. Luego todo pareció suavizarse, a pesar del escándalo. Los niños lloraban al son de la mandolina. Salieron Lucas e Isco como chiquillos jugando a nuestros pies. Un encanto para los ojos en ese paisaje delicioso que parece que lo hubieran aderezado con algo de queso rallado y con un poco de cebolla frita, decía Camba. Sólo faltaba Morata que se puso una mano en la oreja después de marcar allí mismo el tercero a lo delantero centro clásico (el sexto de la campaña frente a dos, se dice poco), en medio del arroyo donde el napolitano lo hace todo y el Madrid también.
Qué distinta es la música del Madrid y además no huele. Verdad D. Mario?