Evaristo Castañar nació un día indeterminado de un año también indeterminado. Era difícil calcular su edad más allá de suponer que tendría entre treinta y cincuenta años, tales eran el aire desdibujado de sus rasgos, su anodino peinado a raya, su bigote intemporal y su mirada inteligente y desapasionada. Desde que se tiene noticia, y hay quien asegura que desde el momento mismo de su nacimiento, Evaristo Castañar fue profesor de Filosofía del Derecho, y era capaz de recitar de carrerilla las alineaciones de todas las corrientes filosóficas habidas desde el principio de la competición, allá por la Grecia presocrática.
Era la suya una afición íntima y recogida que no precisaba de alharacas para manifestarse en todo momento como un atributo esencial de su persona. Evaristo Castañar dictaba la lección del día mirando al horizonte de la pared del aula, con la expresión impenetrable y un entusiasmo sereno e inasequible a la patente falta de atención de sus alumnos. Ya podían los pocos estudiantes que poblaban el aula dormitar, conversar entre ellos u hojear el último número de Playboy; Evaristo Castañar continuaba impertérrito con su disertación, subrayando de vez en cuando un "por supuesto, estoy hablando de Spinozza", como si hubiera una sola alma en el mundo, aparte de la suya, que tuviera la más remota idea de sobre qué demonios estaba hablando.
Tal era el ascendiente de Evaristo Castañar sobre sus discípulos que éstos no dudaron en bautizar con su nombre un torneo de mus que se acabó convirtiendo en una institución, en el punto álgido de la temporada académica año tras año. El torneo "Evaristo Castañar" se disputaba en la penumbra del ya desaparecido Ezequiel, y recibió ese nombre en atención a la circunstancia de celebrarse precisamente durante las clases de nuestro protagonista. El Ezequiel era cafetería de día y bar de copas de noche, y a todas horas un tanto indefinido, de una elegancia canalla, garito de niños bien y de bebedores del turno de mañana. Las partidas se ajustaban a un estricto horario (el de las clases de Filosofía del Derecho), y a su término los estudiantes apuraban la cerveza y se dirigían de vuelta a la Facultad para la clase de Derecho Canónico con la seguridad que proporcionaba el saber que la tormenta de Feuerbachs y Kierkegaards había ya escampado.
Evaristo Castañar siempre fue, así, despreciado por sus propios discípulos, a menudo objeto de su mofa y víctima de los más variados rumores y habladurías. Nunca nadie pudo dar fe del origen de la doctrina que afirmaba que Castañar era carlista, pero ello no fue obstáculo para que tal teoría se convirtiese en axioma por todos aceptado. Tampoco hubo nunca manera de confirmar su condición de masón ni de asesor del foro Bilderberg, por más que tanto una como otra resultaran tan disparatadas como verosímiles y, por ello, abrazadas con entusiasmo por sus alumnos.
Nada de eso pareció importar nunca al cultísimo Evaristo Castañar. Saberse ignorado, despreciado, vilipendiado y en el fondo envidiado (¿quién podría exhibir una sala de trofeos con tantas lecturas como la suya?), jamás le apartó de su recto proceder. Evaristo Castañar siempre seguía impartiendo sus lecciones día tras día y semana tras semana. Y al acabar el año, sin perder un segundo haciendo recuento de desprecios y vejaciones, acababa regalando con generosidad el aprobado a sus alumnos. Porque todos los estudiantes, y con ellos el mundo entero, sabían que con Evaristo Castañar los aprobados, como los títulos con el Madrid, siempre acababan llegando.
Me ha gustado el relato
Gran tipo, Evaristo. Buen comienzo para la serie (?)
La cuestión es saber cuál es el objetivo: aprender y luchar por un sobresaliente, o el mero aprobado sin haber escuchado una lección ni tomado apuntes. Quien quiera entender, que entienda. Bravísimo, John Falstaff.