Puestos a nacer, uno es partidario de elegir cuidadosamente el lugar y la época. Bastante pereza da venir al mundo, ese lugar tan inhóspito, como para encima hacerlo en una granja perdida de Inglaterra a mediados del siglo XVII. Que es justamente lo que le ocurrió a Isaac Newton, el protagonista de nuestra historia.
A buen seguro que él hubiera preferido ver la luz a finales del XX en una isla del Caribe, o en las Baleares, pero se ve que cogió un número infausto en la lotería. Por si faltaba algo, tuvo que mosquearle constatar que él se llamaba Newton, mientras que el señor que dormía con su madre se apellidaba Smith: el señor Newton, su padre, había fallecido antes de que el pobre Isaac naciera. Imagínense lo que pensaría la criatura: lo más probable es que fantaseara con que él no era un niño de verdad, sino un personaje de Dickens; en unas circunstancias como las suyas, el porvenir se reduce a esperar que venga Dickens a contar tus desventuras. O Jane Austen, con suerte. Vaya plan.
El caso es que, lejos de dejarse vencer por unas perspectivas vitales a todas luces deprimentes, el joven Newton sacó provecho de su situación y transformó el tedio en conocimiento. Así, superando escollos como un madridista avant la lettre, se fue haciendo un nombre en el mundillo científico: a base de sacar de la chistera un binomio por aquí, unas leyes de la Óptica por allá, un Cálculo diferencial por acullá, se reveló como un talento prodigioso, un Di Stéfano en lo suyo.
¿Qué era lo suyo? Lo suyo era hacerlo todo, hacerlo antes que otros y hacerlo mejor que nadie (ya he dicho que era un Di Stéfano). Le lanzabas una manzana y te devolvía una ley de gravitación universal; le tirabas un problema de Geometría de nombre impronunciable (braquistócrona, manda huevos) y te respondía con una elegante cicloide; le retabas con un problema de sumas infinitas que no se lo saltaba un Bernoulli en zapatillas y te mandaba la sorprendente respuesta, en la que se adivina la garra del león, mientras se ponía el camisón y el gorro de dormir.
Es oportuno recordar que la primera acción mencionada, la de la manzana más célebre de la Historia por detrás de la que mordió Eva, fue reproducida, mutatis mutandis, por Zinedine Zidane en Glasgow, cuando Roberto Carlos le envió un melón que él convirtió en la novena copa de Europa.
A Newton se le caen a cada paso los rasgos de madridismo; si ya ha sido comparado con dos emblemas como Di Stéfano y Zidane, podemos añadir que tenía una cabeza tan prodigiosa como la de Santillana, un liderazgo como Santiago Bernabéu y una mala leche como Juanito, tanto tino como Hugo Sánchez y tanta versatilidad como Luka Modric. Por no hablar de su estatura (que él achacaba a estar sentado en los hombros de gigantes), al nivel de la de Luyk, Sabonis o Tavares.
Pero no es oportuno comparar a Isaac Newton con un jugador u otro del Real Madrid, sino con el propio club. Porque entre los científicos hay quienes consideran al inglés como el mayor físico de la Historia, y quienes lo sitúan entre los mayores matemáticos, sin que una cara de la moneda anule a la otra; del mismo modo que podemos discutir si preferimos ver al Real Madrid como el mejor club de fútbol del mundo o como uno de los mejores de baloncesto, siendo en verdad válidas las dos afirmaciones.
Si bien Newton tuvo poco acierto eligiendo su lugar de nacimiento, el de descanso definitivo está escogido con notable buen gusto: sus restos yacen en la abadía de Westminster, ubicación inmodesta donde las haya, como corresponde al número uno, al Real Madrid de la ciencia. Alexander Pope escribió un epitafio para Newton que podemos adaptar para el Real Madrid sin pérdida de sentido ni menoscabo de idoneidad:
Nature and Nature’s laws lay hid in night
God said, Let Newton be! And all was light.
Así en el fútbol: antes de que el Real Madrid apareciera en el firmamento, no pasaba de ser un deporte menor; surgió el Real Madrid y todo fue luminoso.
Ítem más. Según testimonio propio, todo su mérito se reducía a un defecto: cuando un problema se le instalaba en la cabeza, era materialmente incapaz de dejar de pensar en él hasta que lo resolvía (véase al Real Madrid buscando la fórmula de la Copa de Europa de 1966 a 1998). De ahí su propensión al despiste: sonaba la campana del Trinity College anunciando el lunch y bajaba de sus habitaciones, pero números y curvas seguían dando vueltas en su cabeza, enfilaba el patio y terminaba en mitad de la campiña. Cuando quería darse cuenta y daba la vuelta, el comedor llevaba horas cerrado (véase la campaña del Madrid 2018-2019). Todo junto, produce el perfil ciclotímico característico del genio en estado puro, con rasgos paranoides, que hace que ninguna gesta consiga aliviar su permanente estado de insatisfacción (véase el madridismo de cualquier época). En tres palabras, never at rest.
Adoré este artículo!