Hay cosas que van por parejas, como los calcetines y los gemelos de las camisas. Fred Astaire reclama a Ginger Rogers, como Isabel requiere a Fernando y Romeo a Julieta; Cástor evoca a Pólux, y no es posible mencionar a Federer sin pensar en Nadal. Hay una ligadura invisible entre ellos, y si se rompe se desequilibra el universo.
En el mundo clásico se produjo un desajuste cuando incluimos a Julio César en el panteón de los madridistas egregios, dejando vacía la hornacina contigua. La presencia del César exige la mención de Alejandro Magno en paralelo; Plutarco lo advirtió hace ya un tiempo, y haríamos mal en desatender su magisterio.
Esta exigencia inicial plantea un problema espinoso: si bien en el caso de Julio César fue la abundancia de trazas madridistas en su biografía la que nos condujo al personaje, con Alejandro estamos recorriendo el camino en el sentido opuesto: de entrada, se nos propone el hombre, desnudo de cualidades que lo certifiquen de madridista o de cualquier otra cosa, y hemos de descubrir esos rasgos en su actuación. Pongámonos a ello, escrutando su vida minuciosamente.
Hijo del rey Filipo de Macedonia y de una princesa del Epiro, nacido el mismo día en que ardió el templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas de mundo (es Plutarco quien lo afirma), Alejandro parecía destinado a grandes hazañas. Tuvo como preceptor a Aristóteles (¡ahí es nada!) y entre sus lecturas habituales se cuentan la Ilíada, la Historia de Heródoto y la Anábasis de Jenofonte.
No empezamos bien. Ya me contarán ustedes cómo consigo yo entroncar con el madridismo. Por más que lo intento, no me imagino a un jugador de los nuestros leyendo a Homero en el vestuario. Que no digo que sea imposible, pero no me lo imagino. Bueno, Arbeloa sí que da el perfil; y puede que pensando un poco se encuentre alguno más. En fin, sigamos, a ver si damos con algo más enjundioso con lo que argumentar el madridismo de Alejandro.
Se cuenta que siendo niño logró domar a Bucéfalo, un caballo al que nadie conseguía montar, en lo que no hizo sino imitar a Gregory Peck en “Horizontes de grandeza”, y que su padre vio en ello un signo de que el reino de Macedonia se le quedaría pequeño. Los padres, ya se sabe. Pero ahí sí se reconoce un rasgo madridista; también al Real Madrid se le quedó pequeño el campeonato español y se lanzó a la conquista de Europa y del mundo.
También cuentan una anécdota extravagante y significativa: en cierta ocasión se encontró con Diógenes, un filósofo cínico bastante conocido en el mundillo farandulero e intelectualoide, a quien preguntó si podía hacer algo por él, a lo cual el filósofo le contestó con desdén que se apartase para que le diera el sol. Si en el puesto del sabio provocador y faltón situamos a ciertos periodistas no menos cínicos que él (y no cuesta trabajo pensar en unos cuantos), y en el lugar de Alejandro colocamos al Real Madrid, vemos la escena reproducida a diario en prensa, radio y televisión.
No le resultó difícil a nuestro protagonista conseguir la hegemonía sobre las ciudades griegas. Quizá el hecho de que Tebas fuese arrasada por sublevarse explique la docilidad de las demás “polis”. Visto que, en efecto, su patria se le quedaba chica, emprendió Alejandro una ambiciosa campaña por Anatolia, Egipto (donde fundó una ciudad a la que puso el nombre de Alejandría, dando al mundo un ejemplo de modestia difícil de superar) y Persia (tras vencer en Gaugamela al rey Darío, cuyo ejército era más numeroso que el macedonio, pero más torpe), hasta llegar a las orillas del Indo, donde su ejército dijo “hasta aquí hemos llegado”, lo cual era muy cierto.
Esa expansión desmesurada, emulada siglos más tarde por Julio César, que enfiló hacia el norte y el noroeste (las Galias, Germania y Britannia) en lugar de al este y al sureste elegidos por Alejandro, encuentra su parangón exacto en la historia del Real Madrid, que siendo hegemónico en España extendió su imperio por Europa y además se impuso a los mejores equipos uruguayos, argentinos, brasileños y del resto del mundo. La agilidad de las falanges macedonias, que las tropas persas fueron incapaces de resistir, se corresponde con la velocidad de los atacantes madridistas, de Gento y Rial a Bale y Cristiano, cuyas incursiones fulminantes han desarbolado tantas veces a equipos bien armados, con más tiempo de posesión y mayor dominio del balón, pero menor eficacia. Las innumerables peñas madridistas repartidas por el orbe replican las fundaciones de Alejandro (si bien debo reconocer que no hay peña comparable con la Alejandría egipcia). Si hay que buscar un río Indo ante el que el equipo madridista decida volver las grupas, sería la NBA americana, con la que no llegan a batirse seriamente nuestros gigantes del baloncesto.
Al comienzo de su expedición, tuvo que resolver Alejandro un difícil problema: en la ciudad de Gordión, situada en Frigia, había un enrevesado nudo al que la leyenda atribuía la virtud de que quien lo lograra desatar dominaría Asia. En la actualidad, ese problema concitaría un interés científico y seguramente se celebraría algún congreso internacional de Topología para tratar el asunto y cenar opíparamente (si creen que estoy bromeando, tecleen “teoría de nudos” y alucinen); Alejandro, poco melindroso, echó mano a la espada y tajó el nudo, pronunciando una frase para la Historia (y para el escudo de los reyes católicos) “Tanto monta”, es decir, “qué más da”. No se puede decir mejor ni más breve; qué más da cómo lo haga si acabo con el nudo, qué importa que elaboremos la jugada o lleguemos al área con dos pases si marcamos gol; tanto monta cortar como desatar, entrar con el balón en la portería como meterlo de un trallazo desde cuarenta metros; lo que importa es hacerlo, ganar es lo que cuenta, el estilo es una milonga. Don Francisco Gento (¡en pie!, señoras y señores) lo dice con toda nitidez cuando comenta el gol con el que Marquitos empataba a tres frente al Stade de Reims en la primera copa de Europa: “no importa tanto cómo lo hizo, sino que lo hizo”; esa es la traducción perfecta del “tanto monta” alejandrino a la práctica del Real Madrid. Ista, ista, ista, Alejandro madridista.
Podrían escribirse cientos de páginas sobre la vida de Alejandro Magno; de hecho, se han escrito. Con lo expuesto, su condición madridista queda diáfana. Si al empezar este artículo había algunas dudas sobre ella, el escrutinio que hemos realizado de sus obras y hazañas las despeja completamente. Por ello, certificamos el madridismo del gran macedonio y lo festejamos como hacemos estas cosas los del Real Madrid, levantando una copa (de vino griego, en esta ocasión); permítanme proponer un brindis:
Brindo por Alejandro, el grande, el genuino
El hijo de Filipo (¡el punto filipino!)
Por él alzo mi copa, por él bebo mi vino
Por él compongo estrofas en verso alejandrino.
P.S. Releído el artículo, tengo la sensación de que el final parece un homenaje a Gonzalo de Berceo más que al general macedonio. Dejémoslo así, malo será que no valga (como creo) un vaso de bon vino.
No, hombre. Están bien traídos los versos, que aunque suenen a Berceo son sobre todo los del Libro de Alexandre. Me has convencido: Alejandro madridista