Uno de los grandes aciertos de Jesús Bengoechea (¿he dejado ya constancia aquí de lo guapo, listo y brillante que es nuestro editor incluso cuando no calza náuticos?) al crear esta publicación fue precisamente la elección del nombre con que la bautizó. No sólo porque con ello posibilitó el nacimiento de la sección que bajo el feliz pareado de La Galerna de los Faerna se ha revelado como un fecundísimo ayuntamiento que cada jueves da a luz un nuevo retoño para deleite de sus lectores y mayor gloria del madridismo todo; ni siquiera -aunque también- porque con tal denominación rinde justo homenaje a una de las mayores leyendas del Real Madrid, que a buen seguro ocupará de forma merecidísima la presidencia de honor del club. Siendo importante todo lo anterior, el toque sublime, el detalle inefable que convierte en genial el nombre de esta revista radica en algo más sutil pero igualmente hermoso: la semejanza fonética con otro icono del fútbol español que, si bien algo menos glorioso que el bueno de don Francisco, resulta -al menos para quien esto escribe- igualmente entrañable: el viejo estadio de Las Gaunas.
El viejo estadio logroñés, por desgracia ya desaparecido como consecuencia del calentamiento global, ocupa un lugar singular en el imaginario colectivo del fútbol español. ¿Quién no recuerda el mítico "¡gol en Las Gaunas!" que las radios escupían con excitación en aquellas tardes de domingo en que había que esperar a Estudio Estadio para ver los goles de la jornada? ¿Quién podría olvidar la sempiterna banda sonora de bombo y trompeta que acompañaba a los resúmenes de los partidos disputados en aquel recinto y que dotaba al estadio de un inconfundible tono festivo, como si se tratara de la plaza de toros de Pamplona durante la feria de San Fermín? ¿Quién podría, en fin, no sentir simpatía por el estadio que dio a conocer a un futbolista tan carismático y desgalichado como el Tato Abadía, que con su despoblada cabeza y generoso bigote, con su cuerpo encorvado y sus piernas arqueadas, inventaba bicicletas imposibles hechas de pundonor y aparente torpeza para desesperación de los defensas rivales e indisimulado jolgorio de la afición logroñesa, sobre todo cuando se dejaba el balón atrás?
Para quien esto escribe, el viejo estadio de Las Gaunas, hoy ya desaparecido a resultas de la explotación indiscriminada de las reservas de la biosfera, está íntimamente ligado a la infancia y la adolescencia. Sus fríos y deslucidos graderíos de pie, que eran la versión raída y desdentada de los históricos estadios ingleses como Old Trafford o Anfield Road, acogieron a este pobre escribidor innumerables tardes de domingo en las que, provisto de un transistor que le permitiese celebrar los goles del Real Madrid, disfrutaba como el niño que era con los partidos que el Logroñés disputaba con más pena que gloria en su anodino deambular por las divisiones de galeras del fútbol español.
"¿Y a cuento de qué trae usted a La Galerna estas enojosas reflexiones?", se preguntarán ustedes, pacientes lectores. Pues vienen a cuento de que, entre todos mis recuerdos de aquellos días, brilla uno con luz propia: el de cierta noche del invierno de 1980 en que el Logroñés se enfrentó en octavos de final de la Copa del Rey al Real Madrid. Ese fue el día en que por primera vez este pícaro servidor de ustedes vio a los jugadores madridistas sin una televisión de por medio. El día en que el vetusto estadio de Las Gaunas, desgraciadamente ya desaparecido a causa de la deforestación del Amazonas, se convirtió a mis ojos en el verdadero teatro de los sueños.
El Logroñés, que entonces jugaba en uno de los dos grupos de la Segunda B, ya había conseguido la hombrada de eliminar a un Primera en dieciseisavos. La U.D. Salamanca había sido la víctima de nuestros jugadores, que respondían a nombres tan glamurosos como Pita, Eraso, Sanz, Muñoz o un tal Lotina, que andando el tiempo haría carrera como exitoso entrenador especialista en descensos. El único recuerdo que conservo de esa eliminatoria es que el técnico charro -no estoy seguro de si García Traid o Felipe Mesones, y comprenderán ustedes que no me moleste en acudir a la wikipedia para una tontería tan insustancial como ésta- daba instrucciones a sus hombres desde el banquillo tratándoles de usted. O tempora, o mores!
El caso es que la fortuna quiso que el sorteo de cuartos nos emparejara con el Real Madrid -que a la postre acabaría coronándose campeón en aquella histórica final contra el Castilla-, disputándose el partido de ida en Logroño. Ya se pueden imaginar la excitación que tal acontecimiento provocó en un crío que por aquel entonces no había visto nunca un partido de Primera División en vivo. Supongo que por el mismo precio también pueden imaginarse la que provocó en mí. Vamos, que no se me cocía el pan hasta que llegó el día del partido, que vino lentamente, como si le aquejara infinita pereza, pero acabó llegando.
No negaré que sentí una pequeña punzada de decepción cuando los altavoces del viejo estadio de Las Gaunas, infelizmente ya desaparecido por mor del derretimiento de los glaciares, anunciaron la alineación del Real Madrid y supe que no me sería dado ver a tres de mis mayores ídolos: Santillana, Juanito y Stielike, a los que sin duda Boskov decidió reservar para empresa más comprometida. Pero allí estaban los Miguel Ángel, Camacho, Benito, Pirri, Del Bosque (creo recordar que cuando oí su nombre se me escapó un bostezo), o Cunningham. Más que suficiente para mi hambre de gloria. Además, la desilusión, si la hubo, se desvaneció inmediatamente cuando al saltar al campo los jugadores del Real Madrid (todos se me representaban altísimos e imponentes, como si vinieran de otro mundo), la megafonía hizo sonar a ritmo de chotis el himno blanco, y yo me convertí en una más de las mocitas madrileñas que están alegres y risueñas porque juega su Madrid. Después salió de la boca de vestuarios el equipo local, y aquello fue la apoteosis logroñesa cuando comenzaron a dejarse oír los acordes del grandioso himno del Logroñés, el más acabado ejemplo de reconcentrado aliento épico, faro y guía de poetas y poetastros, espejo y luz donde se miran todos los himnos deportivos que en el mundo han sido. Aún se me erizan hasta las uñas de los pies cuando recuerdo cómo los altavoces vomitaban una y otra vez de forma atronadora la única estrofa que lo componía:
¡Aúpa, aúpa, Logroñés,
chuta que chuta que chuta!
¡Aúpa, aúpa, Logroñés,
aúpa, querer es poder!
(Ruego al amable lector que en este momento me acompañe en una pausa de respetuoso silencio.)
Mis recuerdos del partido en sí son confusos y fragmentados, en parte por el tiempo transcurrido y en parte porque la emoción intensa con que lo viví, del mismo modo que me dejó profunda impresión, también nubló mis sentidos y les impidió apreciar lo que sucedía con la distancia necesaria para distinguir la realidad de las sensaciones que aquélla produce en nuestro cerebro. Creo que no tuvo mucha historia; acabó con victoria madridista por dos goles a tres, y supongo que el equipo blanco hizo lo justo para ganar, como haría en el partido de vuelta para volver a vencer, esta vez por dos goles a cero. Pero permanece indeleble en mi memoria la incredulidad con que mis ojos de niño vieron los dos goles que el Logroñés le endosó al Real Madrid, y lo inconcebible que me resultaba que los mismos futbolistas semiprofesionales que yo veía cada domingo malvivir en Segunda B tuvieran el atrevimiento de marcarle un solo gol a los jugadores madridistas, en lugar de limitarse a cederles educadamente el balón y ensayar reverencias a su paso, que es lo que exigían los buenos modales y lo que yo habría hecho.
Pero eso es lo de menos. Lo de más es que aquel día un mocoso de provincias que apenas contaba diez años de edad fue feliz, más feliz de lo que jamás había soñado, porque la fortuna le dio la oportunidad de ver en directo a unos seres inalcanzables, que se le antojaban recubiertos de un indecible halo de grandeza, y que en aquella ocasión se hicieron hombres para que él pudiera disfrutar de su presencia. Así que supongo que he aprovechado que el Ebro pasaba por cierta semejanza fonética para darme una vuelta por el territorio sagrado de mi infancia y para rendir un modesto homenaje a lo que el Real Madrid era entonces para mí: la felicidad sin sombra propia de la niñez, la que experimenté apretujado en una incómoda grada de pie en aquella fría noche de invierno.
Sospecho que una de las razones por las que todavía llevo al Real Madrid en el alma es porque estamos hechos de recuerdos y a ellos está adherido ese nombre, que aún conserva parte de la magia infantil que lo adornó aquella noche en Las Gaunas. Y así, al declararme madridista, me resisto a que aquel viejo estadio de Logroño, que es mi niñez, desaparezca del todo víctima de ese efecto invernadero en que consiste la vida, ladrona cruel que siempre acaba robándonos la inocencia.
¡Ah, no, mi buen Falstaff! La inocencia no, eso nunca. Tú resístete, resístete, no nos dejes más solos de lo que ya estamos.
Joooder. Soy logroñés y madridista, y también vi aquél maravilloso partido en el viejo Las Gaunas, entonces aún más viejo que el que aparece en al foto. Y también tenía 10 añitos... Y me acuerdo de muchas cosas, de muchos detalles... me has emocionado, tío
Quiza no llegues a recordar que fue Lotina quien marco los 2 goles del Logrones. Su definicion de 'especialista en descensos' no se si se trata de una descalificacion gratuita o que no has leido mucho sobre el. Por cierto, tiene tantos ascensos como descensos
Amigo Ángel, cómo no voy a resistirme si aún soy de los que usan pluma estilográfica. Cabe mayor resistencia?
Paisano Hala Madrid, qué puedo decirte: que me alegro mucho.
Mikel, de Lotina poco tengo que leer, porque era mi ídolo local, a quien veía jugar todos los domingos y quien me hizo tocar el cielo con las manos cuando le marcó aquel gol al Barcelona (al Barcelona!) en su fugaz paso por el Castellón (un jugador del Logroñés jugando en Primera!). Lotina fue un precursor de Julio Salinas, con su estilo de juego desmañado e inexplicablemente efectivo. Pero a diferencia de Julio Salinas, lo rodeaba un halo melancólico, una tristeza indefinida e inextinguible que a mí me enternecía. Lo de entrenador especialista en descensos, era sólo una broma inocente (aunque acumuló unos cuantos). Cuando yo le veía entrenar en Primera sentía un cierto orgullo absurdo, como si mis ovaciones en Las Gaunas le hubieran ayudado a llegar allí. Pero también confieso que sus apariciones en rueda de prensa, siempre con esa expresión de volver de un funeral, me divertían bastante. Era como esos personajes del realismo mágico que parecía llevar la muerte (el descenso) grabada en la cara. Si le ha molestado, le ruego me disculpe; quizás mi error es pensar que lo que escribo en tono de chanza siempre se va a leer con idéntico espíritu.
(Disculpas por no usar correctamente los signos de interrogación y exclamación; el teclado con el que escribo este comentario no los tiene.)