Me cabe la honra de escribir unas líneas sobre dos de los mejores jugadores que hayan pisado una cancha de baloncesto europea. Ambos cruzaron el Atlántico muy jóvenes y el destino los remitió a establecerse definitivamente en nuestro país, atraídos por el estilo de vida español y por el magnetismo de un club universal. También fueron mis héroes de infancia, cuando la vocación se configura de forma instintiva, sin saber cómo, hacia unas preferencias que terminan capturando la voluntad.
Tan íntimo fue mi primer encuentro con Clifford Luyk que quedó sellado en mis recuerdos como el más antiguo recuerdo de cualquier comentario televisivo. Fueron unos lanzamientos libres suyos durante uno de los primeros Torneos de Navidad. Debía rondar el lustro de vida, y pronto comenzaría a seguir cualquier transmisión del Real Madrid y la selección española con emoción creciente. Naturalmente, junto a Emiliano —nuestro premiado del año anterior—, Clifford se convirtió en uno de los centros de atención de mis miradas, con esos ganchos tan peculiares, ejecutados con ambas manos, que quedaron en la historia de nuestro deporte para siempre.
Pronto descubriría su inteligencia en la cancha, su capacidad de interpretación del juego y su influencia en el desarrollo de los partidos. Después, la vida me regaló la oportunidad de conocerlo, y entonces me percaté de su inteligencia vital, de su facilidad para narrar historias, de su amor por España. “Yo soy más español que tú”, me dijo en una ocasión. Ante mi rostro perplejo, palmeó la jugada para anotar, “porque yo elegí serlo”. Nadie pone hoy en duda que su llegada cambió el baloncesto español. Su irrupción permitió que el Real Madrid se tuteara con los equipos soviéticos, primero; y los derrotara, después. Incluso llegarían a marcar el hito de ser el primer equipo en derrotar al TSK de Moscú en su cancha de la capital rusa. Y con Clifford en el equipo nacional dejamos de ser un equipo combativo para convertirnos en una selección capaz de ganar a cualquiera.
El lunes, ambas leyendas del baloncesto español, de nuestro deporte, del Real Madrid, recibirán el premio Fernando Martín de La Galerna, otro mito de nuestros pabellones, de nuestro club. Me atrevería a decir que el sucesor de los premiados en cuestión de poderío, de coraje, de corazón de fuego
Cuando Wayne Brabender abrió la puerta de su hogar, previa llamada del intrépido Ferrándiz, se encontró con un señor bajito que chapurreaba el inglés y que le dijo: “¿Puedo hablar con tu hermano?”. Aunque el legendario entrenador blanco aún no lo sabía, la cara de ángel del joven escondía la fiereza de un gladiador. Un tipo duro, durísimo, en la cancha, un hombre tranquilo y educado fuera de ella. Forjado en los rigores de una granja en Minnesota, con inviernos bajo cero y veranos ardientes, aplicaría la máxima del máximo esfuerzo el resto de su vida, arrastrando con su ímpetu al resto del equipo.
Defensor pegajoso, tirador implacable, la vida me concedió la ocasión de ser su compañero y aprender a su lado. Antes, lo vería entregado en mil batallas, convertido en el mejor jugador del Eurobasket-73 y en el máximo anotador del Mundial del año siguiente. Sin duda, junto al mito Sergei Belov y al yugoslavo Kićanovic, el trío de ases de la década de los 70. Y para mí, el mejor. Cuando me preguntan cuál es el mejor jugador con el que has jugado, mi respuesta es siempre la misma: Mirza Delibasic, el de más clase; Wayne Brabender, el más completo. Si quieren, el más rentable.
El lunes, ambas leyendas del baloncesto español, de nuestro deporte, del Real Madrid, recibirán el premio Fernando Martín de La Galerna, otro mito de nuestros pabellones, de nuestro club. Me atrevería a decir que el sucesor de los premiados en cuestión de poderío, de coraje, de corazón de fuego. Una furia al servicio de la causa madridista, un alma común en tres vertientes sin par. Una trinidad de fenómenos ante los que no nos queda más opción que rendirles nuestro tributo galérnico en el altar del mejor club del mundo: el Real Madrid.
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