N. del E.; Con prólogo nada menos que de Julius Erving, y epílogo de Carmelo cabrera, publica nuestro colaborador Juan Escudero una biografía de los Szczerbiak, padre e hijo, acerca de la cual nos regala este texto a modo de adelanto.
El baloncesto como negocio, entretenimiento y deporte puro ha experimentado un cambio radical desde la década de los 70 hasta nuestros días, y tiene al inexorable paso del tiempo como una pesada losa que estrangula nuestros recuerdos hasta difuminarlos casi en su totalidad. Por esto, pocos nombres que surgieron en aquellos tiempos han perdurado hasta nuestros días de forma clara y diáfana. Uno de ellos es sin duda el de Walter Szczerbiak.
Aquel alero americano de origen ucraniano, apellido impronunciable y complicado de escribir correctamente, llegó en el verano de 1973 a Madrid casi sin saber muy bien a qué se iba a enfrentar, y con la complicada misión de aportar un extra a un conjunto ya de por sí dominador en el panorama español y con muchas aspiraciones en el concierto internacional. Siete años después marchó hacia otras latitudes con el deber más que cumplido, dejando tras de sí un legado de grandes triunfos, records anotadores y una estampa de tirador puro cuya eficacia difícilmente podrá ser superada por muchos años que pasen. El admirado Andrés Montes nos regaló apodos y expresiones muy recordadas por los aficionados, una de ellas se ajusta como anillo al dedo a nuestro protagonista, la de “raza blanca tirador”. Décadas después, a los nombres de Alberto Herreros, Brian Jackson, Dražen Dalipagić, José María Margall, Bob Morse, y en el plano del baloncesto NBA Steve Kerr, Pete Maravich o Kyle Korver, por citar solo algunos ejemplos, podemos y debemos añadir el del eterno tirador de Pittsburgh. Además, Walter posee una peculiaridad especial que se repite con escasa frecuencia dentro del contexto deportivo –a nuestro protagonista mucho más en España, lógicamente-; para referirse a él no es necesario pronunciar su apellido, con el nombre es suficiente. A jugadores como Oscar, el tristemente desaparecido Kobe, o LeBron también les ocurre; ya resulta innecesario citar los apellidos Schmidt, Bryant o James.
Walter Robert Szczerbiak, “Wally” para el ámbito familiar y deportivo, pertenecía a otra escuela de baloncesto, y sus características diferían ligeramente si tomamos como referencia la de su famoso padre. Parafraseando al gran Larry Bird en su comparación con Dirk Nowitzki; más alto, más fuerte, más rápido, pero no necesariamente mejor jugador, la genética le ayudó a convertirse en profesional del baloncesto. Podemos decir que nació predestinado a ello, y con unas grandes aptitudes físicas y técnicas para llegar a destacar en un universo ultra competitivo.
Más de tres décadas de baloncesto los contemplan. Echemos la vista atrás para rescatar de la memoria interesantes y eternos pedazos de historia que van unidos a dos generaciones con idéntico apellido
Colocando en una balanza méritos de uno y otro, y teniendo como marco general las diferentes épocas en las que se movieron y sus peculiares circunstancias, resulta complicado afirmar que el primero fue mejor jugador que el segundo, o viceversa. El peso de la NBA siempre es enorme, y Wally jugó en dicha competición durante diez temporadas y llegó a ser all-star, lo que significa que en uno de esos años fue catalogado como uno de los veinticuatro mejores jugadores a nivel global. Mientras, Walter no tuvo la oportunidad de alcanzar la mejor liga del mundo; disputó una temporada en la A.B.A. y otra en una liga menor como la E.B.L., pero por el contrario tuvo un impacto brutal a nivel europeo, ayudó al Real Madrid a coronarse en tres ocasiones como el equipo más importante del continente, y está incluido en la lista de los cincuenta mayores contribuidores a la historia de la Copa de Europa. ¿La importancia de la NBA prevalece sobre el palmarés europeo u ocurre al contrario? ¿Kresimir Ćosić fue mejor que Kevin McHale? ¿Elegiríamos antes para un equipo ideal a Sergei Belov o a Pete Maravich? Lo que a priori parecerían preguntas absurdas no lo son tanto si tenemos en cuenta la importancia que todos tuvieron para sus equipos.
Sea como fuere, colocamos demasiadas preguntas sobre la mesa sin una respuesta clara. En aquella gran película llamada El club de los poetas muertos (Dead Poets Society), el profesor de literatura encarnado por el difunto Robin Williams afirmaba que una poesía no debe ser medida como si se tratara de un concurso de belleza: “Sí, tiene una cara agradable pero le fallan las piernas”. Podemos extrapolarlo al mundo del deporte en general, y del baloncesto en particular. En el fondo, ¿qué más nos da si uno fue mejor o peor que el otro?; lo único que nos debe importar fue el hecho de que todos contribuyeron a que sus equipos fueran mejores. Nada más y nada menos. Mientras el baloncesto siga siendo un juego mezcla de espectáculo y sentimientos dejemos a un lado rankings y fijémonos en su esencia. Disfrutaremos mucho más y lo veremos de otra manera.
Este libro pretende abarcar un amplio intervalo de tiempo poniendo el enfoque en dos jugadores que vivieron su profesión desde puntos de vista distintos. Partiendo de pequeños pabellones españoles y europeos cargados de humo y adrenalina, para llegar hasta las enormes arenas americanas y el espectáculo sin límites de la NBA. Desde los enfrentamientos a cara de perro contra Dino Meneghin o Bob Morse en aquellas finales en blanco y negro, hasta compartir vestuario y tener enfrente a leyendas del calibre de Kevin Garnett, Paul Pierce o LeBron James. Más de tres décadas de baloncesto los contemplan. Echemos la vista atrás para rescatar de la memoria interesantes y eternos pedazos de historia que van unidos a dos generaciones con idéntico apellido.
Hemos tenido la inmensa fortuna de contar con una leyenda a nivel mundial como prologuista del libro, el gran Julius Erving. Y para finalizar, y como conclusión, otra leyenda, esta vez a nivel español y europeo, Carmelo Cabrera.
La Galerna trabaja por la higiene del foro de comentarios, pero no se hace responsable de los mismos