De forma paulatina y palpitante, con el dominio de la escena de los que nunca dudan, el Real Madrid giró el ritmo inicial contrario hasta generar un vendaval propio. Una exhibición pocas veces vista de firmeza de ánimo, de delicadeza en el juego, de superioridad inesperada. En contra, uno de los mejores equipos del continente siempre arropado por sus caminantes, que comenzó por bordar el fútbol para sucumbir ante un absoluto: el Real Madrid de Europa.
Visto lo visto en el resto, lo vivido en los primeros minutos del encuentro resultó ser un extraño sueño. El Liverpool, con presión endiablada, con la voluntad encendida de las grandes ocasiones y de quienes tienen cuentas que saldar, vapuleó a los blancos a tempo prestissimo. Fueron minutos de zozobra, incapaces los madridistas de enhebrar acciones ofensivas de contención y con dificultades en el orden defensivo.
El Liverpool comenzó por bordar el fútbol para sucumbir ante un absoluto: el Real Madrid de Europa
El Real Madrid se afanaba sin acierto en la búsqueda de soluciones. Desde la final de la Copa de Europa de 1966, este humilde cronista ha contemplado en cientos de ocasiones esta misma escena. Un equipo en manos del rival y de la desorientación propia que busca su identidad en las soluciones constantes. En la chispa que encienda los resortes que dan vida a su juego dominante. Entonces, le sostiene su divisa: por mal que le vaya un encuentro, la fluencia de su juego nunca se detiene. Una muestra darwinista en miniatura para solventar los problemas sobrevenidos. La evolución del más fuerte.
Tardó más o menos, qué más da, porque en esta ocasión el rival apretó mucho. Hasta que sin que nadie se percatara, quizás sólo la íntima confianza de sus jugadores, el Real Madrid se hizo dueño del partido. La seguridad brotó con la fuerza de los goles apoyada por las explosiones de adrenalina, por el ánimo colectivo incrementado ante la ejecución de jugadas plásticas, con la coordinación propia de un cuerpo de baile sublime.
A Vinicius le cupo la tarea de romper las filas enemigas por los flancos, un único jinete con la fuerza de la caballería númida de Aníbal. Tras el descanso, el Madrid devolvió al Liverpool el arreón de los primeros minutos, la fuerza física y emocional de quienes regresan para zanjar el encuentro. Benzema se dejó caer para hilar con Modric y compañía, el resto se aplicó con empeño y finura, y tras breves compases de afinación, la sinfonía blanca comenzó a sonar. Esta vez, al ritmo que ellos quisieron: ahora toco un rock and roll, más tarde interpreto una obra barroca.
Y mientras la música sonaba en la ciudad de Los Beatles, los madridistas sonreíamos satisfechos, rebosantes de orgullo y cierta suficiencia. Estaba cantado que íbamos a remontar…
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