El Zinedine Zidane jugador era una pieza de museo. La amalgama de técnica y creatividad, aunada a un lenguaje corporal tan fino como histriónico, producen un efecto hipnótico. Uno se puede sentar a ver un vídeo suyo en Youtube que supere los quince o veinte minutos incluyendo nada más que controles y otros gestos técnicos con música de Tchaikovsky y confundirse y pensar que está viendo una versión alternativa de El Lago de los Cisnes del Ballet Imperial Ruso.
Por eso, sobre ese Zidane se creó una narrativa que lo erigió como un performer preciosista. Empujada al absurdo, esa visión de las cosas también llevó a un runrún que disminuía el nivel futbolístico de Zidane y hablaba de él solo en esos términos: esteta y artista, que, sin eufemismos, para algunos es decir que su fútbol era charlatán. Nada más lejos de la realidad. Aunque todo en Zidane, desde el regusto sibarita que se te queda en la boca al decir su nombre completo hasta su berninesca estructura ósea, resulta grácil y bello, sería necio confundir eso con guadianismo o la mínima nota de levedad en su fútbol. Porque el fútbol de Zidane siempre fue pesado, serio y austero. No había en sus refinadísimas ruletas nada que no fuese una piscina de practicidad. Era el gesto técnico perfecto ante cada situación, fuese este un toque de primera a dos metros y desmarque que arrastre marcas o un control orientado con el talón más giro y cambio de frente con el exterior dejando turuleto al defensa.
Como el fútbol es un deporte que alimenta el ego y el alma, aquellos que dominan el balón con el toque celestial de los elegidos suelen encontrar en su apropiación de la pelota la necesidad de exhibirse. Los hay lúdicos, malabaristas que encienden las gradas y minan el espíritu de los rivales. También los hay regios, que se asoman a la pelota requiriéndola todo el tiempo para lucirse, mostrarse y sentir que están jugando. Por eso, esa cualidad zidanesca de ser justo y sobrio teniendo todo para no serlo es singular. Siendo el mago más mago, lo normal es ser Saruman - y rendirse a la tentación -, que Gandalf. Y eso fue Zidane, el blanco. Y eso es lo que fue Modric para él cuando se sentó en el banquillo del Bernabéu.
Luka ya era grande antes de la llegada de Zidane. Un brujo que parecía un Cruyff reencarnado, pero en mediocampista, croata y pequeño. Siendo genial como lo era, Modric era quizás el mediocampista más versátil de su generación. Dotado de un talento técnico y táctico que subía a su minúsculo cuerpo en hombros de gigantes, Modric hacía todo lo que puede hacer un mediocampista. Un personaje de rol que invocaba sus poderes a discreción según la necesidad del partido. Un sabio consciente, porque además Modric se hacía a sus equipos y sentía sus necesidades y miedos, obrando con la responsabilidad de un líder y no de un héroe.
Cuando Zidane tomó el mando del equipo, el Madrid estaba herido y Luka, sensible y émpata, había decido atenderlo imprimiendo a su fútbol con tinta sigilosa. El riesgo, tan importante como el control, desapareció del lenguaje de su juego. Sin pelota, jamás amenazaba la espalda del mediocampo contrario, guardando su posición de bisagra defensiva; y con ella, acudía a la horizontalidad en lugar de su clásico regate vertical, enajenado y mortal. Esa respuesta anímica de Modric duró varios meses después de la llegada del francés, quizás porque el Madrid que gana la undécima todavía necesitaba de ese Modric, casi como si se trátase de las rueditas auxiliares de una bicicleta cuando uno está aprendiendo.
Pero tras la obtención de la primera Champions, Zidane cambió su fórmula de libertad individual y cautela colectiva. Para el día a día, dejó que su Real Madrid se soltara la melena y se quitara los zapatos sobre el prado. El metal europeo había ahuyentado los miedos. Con la confianza por las nubes, Modric dejó el escudo y se convirtió en espada: la versión más agresiva y atacante del futbolista comenzó a verse, con desmarques y movimientos verticales continuos y sed de sangre.
Aunque irregular, como el Madrid mismo, cuando Luka tenía el día, los blancos arrasaban. Zidane no necesitaba de él que fuese su elemento de control, algo para lo que ya estaba Toni, sino que fuese un cerebro responsable y sobrio, como él mismo. En defensa, Luka se mostraba como un campeón, niveles y formas que su entrenador nunca conoció; en ataque, el francés contaba con él para que fuese el equilibrio de todo: con atacantes tan exhibicionistas como Ronaldo, Benzema, Bale e Isco, la practicidad sabia de Modric con y sin la pelota hacía balanza. Compensaba lo que hacían sus duendes y añadía dosis de simpleza al ataque blanco. Ellos eran Del Piero y él Zidane, punto y contrapunto.
Modric terminó la temporada 2016–2017 como un tiro. El Madrid que llegó a Cardiff, en la cima de sus poderes, lo tenía a él como punto de equilibrio. El dominio emocional corría por parte de otros: lo de él, era hacer transformar aquello en superioridades tangibles desde la táctica y la estructura. Traducía los principios de juego del Madrid en verbo. Y se lucía, porque no había otro que con el exterior la pusiera como él y que, siendo mediocampista, se deslizase por el pasillo central como la facilidad con la que él lo hacía. Sin dar nunca un paso superfluo ni una palabra de más. Era él, Modric, El Blanco.
III. Sucedió una noche en Cardiff
La Galerna trabaja por la higiene del foro de comentarios, pero no se hace responsable de los mismos
Es increíble nuestro Lukita. Genio y figura !!! Un saludo del tamaño del mar !!! Hala Madrid y Nada Más...
Ps: Genial su serie sobre los cerebros... Esperamos impaciente la próxima entrega. Gracias.
Uno de los mejores futbolistas de la historia, el motor y cerebro del Real Madrid de las 4 de 5.
Futbolista que da al balón un trato exquisito.