Los bases de los Reyes

Cuando este humilde escribidor era un zagal que se adentraba en el reino del baloncesto, un jugador sobresalía sobre todos por sus decisiones inesperadas, sus malabares inéditos y su porte de galán de cine. Con la sonrisa dispuesta y el peinado impecable –sin que importara el momento del encuentro-, Carmelo Cabrera cautivaba a los aficionados y enamoraba a las mocitas madrileñas. Don Carmelo, uno de mis maestros, nació un 6 de enero cualquiera en Las Palmas de Gran Canaria.

Con Vicente Ramos formó una unidad de contrarios perfecta. Dos fuerzas en permanente antagonismo que configuraban en su oposición una dirección de juego soberbia: dos cabezas, dos estilos contrapuestos, conformados para multiplicar el rendimiento del equipo.

Este servidor de La Galerna se acercaba a la internacionalidad sin conseguirla con una preselección frustrada a la edad de trece años. En el viaje a Mataró, donde tenía lugar la concentración, se me ocurrió preguntar al segundo entrenador –luego preparador en varios equipos de la primera división, Juan Antonio Figueroa- que cómo había que jugar de base, si como Carmelo o como Vicente. Tras un instante de duda me respondió un salomón matizado: hay que jugar como Vicente Ramos, pero hay que saber jugar como Carmelo Cabrera.

La respuesta me pareció convincente, pues uno ejercía de titular y el otro de revulsivo, un revolucionario de situaciones amante del caos; de la inspiración, si lo prefieren. Como todos lo que inventan algo, y Carmelo descubrió el juego mágico, los malabares, el bote entre las piernas y el pase por detrás de la espalda, era difícil de embridar. No obstante, la irregularidad no era uno de sus defectos, así que trajo fortuna y divertimento en numerosas ocasiones.

Si yo no hubiera sido un bípedo aún más implume de lo que soy, la respuesta de Figueroa me habría parecido una irrealidad, una quimera, pues si ya es difícil imitar a los grandes jugadores, se tornaba imposible hacerlo con Cabrera, un jugador hecho a sí mismo con la imaginación portentosa y los rasgos de genialidad de quienes, por hache o por be, son agraciados por la varita del destino en la cuna.

Carmelo Cabrera exhibió fantasía y clase en cantidades desbordantes en las grandes ocasiones. Sin ir más lejos, en las dos finales de las Copas de Europa ganadas en 1974 y 1978 al equipo de Varese. En situaciones comprometidas, con el equipo lejos de su habitual ritmo, su condición ingobernable destrozó la siempre dura defensa italiana.

Aún así, aprendí mucho de lo grandes bases del Real Madrid, mis maestros. Del canario, su colocación para pasar, la búsqueda constante de la división de la defensa contraria. Muchas gracias, querido Carmelo y muchas felicidades por tu cumpleaños.

Por cierto, el título de este pequeño escrito es obra involuntaria de otro de mis maestros, quien sintentizó virtudes de los dos bases citados a su estilo y con su clase, Juan Antonio Corbalán. Y, antes de que me retire del teclado, permítanme que les cuente que el otro base que cumplió años ayer fue quien dentro de unos segundos dejará de teclear. Muchas gracias, maestros.

Fotografías: Imago