Las verdades de Zidane

La relación entre el Real Madrid y el mejor entrenador de su historia se rompió el miércoles pasado. Zidane se fue sin decir ni adiós y el Madrid lo despidió en su web con la especialidad comunicativa de la casa, una nota de prensa de exquisita redacción diplomática. Como a este club hay que interpretarlo igual que a un oráculo de Delfos, desde entonces han desfilado por los platós y redacciones, especialmente por el de El Chiringuito, toda la jauría humana que decía Zola, cuyo oficio es la Madridología, soltando cada cual una más gorda acerca de los motivos de la ruptura y sobre los potenciales sucesores en el banquillo del Madrid. Hasta hoy.

Hoy Zidane firma una carta revolucionaria en el diario AS. En ella se explica con nombres y apellidos. Hay que agradecerle, en primer lugar, este acto de honestidad y de valor a Zidane porque desde hace ya mucho tiempo, en el mundo del fútbol nunca nadie dice nada. Y eso que hablar, habla mucho todo el mundo. Zidane siempre ha hablado lo justo y sus palabras nunca eran bizantinas. Esa es, qué duda cabe, parte importante de su carisma personal, de su encanto. También de su misterio aunque, la verdad, en esta carta no hay mucho de eso y en ella lo dice todo bien clarito. Tanto que seguramente habrá sentado como un torpedo en la «T4» del club, torre de marfil caracterizada por el secretismo y la intriga palaciega sottovoce, según los que se han acercado alguna vez a ella.

La carta de Zidane es revolucionaria no sólo por manifestarse con naturalidad y absoluta libertad sobre las razones por las que ha tomado esta decisión, en un fútbol de clones políticamente correctos y de papagayos vendehúmos, sino por decírselo a Florentino Pérez. Una de las cosas que veinte años de florentinismo han dejado claras es que al «Ser Superior», como lo definió Butragueño en su último gran momento de lucidez retórica, no le habla sin tapujos mucha gente. Más bien poca, poquísima. Y aun menos gente se atreve a señalarlo directamente como lo hace Zidane en un escrito por otra parte impecable, tan elegante como lo fue él jugando y luego dirigiendo. Es normal que Florentino viva rodeado de una corte otomana en la que hay puñaladas por ser el gran visir, al fin y al cabo no se llega a ser uno de los empresarios más ricos y poderosos del mundo siendo Santa Ángela de la Cruz. La política, y a cierta altura todo es política, es un estado de guerra permanente en el que la crítica más inofensiva puede ser percibida como una amenaza jerárquica intolerable, por eso abundan los pelotas y los traidores en los últimos peldaños de la escala del poder. Pero Zidane puede señalar, nombrar y exponer, puesto que su grandeza personal, como mito del fútbol y en particular del Real Madrid, ha comprado de sobra su independencia. Él es el rostro del siglo XXI del mejor equipo del siglo XX. Puede hacer y decir lo que quiera. Y lo hace.

Además lo hace en el diario AS, órgano de PRISA enemistado con el club de manera más o menos formal desde los tiempos de Mourinho. Esto también puede tener muchas lecturas. El Madrid de Florentino Pérez ha externalizado su comunicación, principalmente en Josep Pedrerol, en el diario Marca y en algunas voces autorizadas de la prensa escrita generalista, así que Zidane, otra vez imprevisible (esto también forma parte de su charm) pide una tribuna en el periódico donde escribe su biógrafo y amigo, Frederic Hermel. Decidido, es de suponer, a jugar el mismo juego del club en las plataformas que llegan de verdad al madridista de bar, terraza, peña y cafetería, pero a diferencia del que le han hecho a él, firmándolo personalmente. Dando, como se dice, la cara.

Otra cosa que subraya rotundamente la carta es su amor y lealtad hacia la institución. Zidane, que jugando siempre tuvo la plasticidad física de un gato, ama al Madrid con un amor felino: incondicionalmente, pero preservando su libertad sobre todas las cosas. Él, como digo, puede hacerlo, porque a pesar de que podría vivir un retiro de marajá desde 2006 empeñó su prestigio en una incierta carrera como entrenador que inició precisamente en uno de los momentos más difíciles del Madrid en la última década. Eso devino en una hazaña irrepetible lograda en el increíble plazo de tres años. Luego puso todo eso otra vez en el albur acudiendo a la llamada de socorro de un club en estado catatónico. Y volvió a vencer. Sus resultados en esta temporada tan lisérgica no pueden considerarse un triunfo pero han estado a la altura de lo que exige el nombre y la tradición madridistas: buscar la victoria hasta que no queden ni piernas, ni brazos ni aire en los pulmones.

Al leer la carta uno se da cuenta de que nadie está en mejor posición que Zidane para decir las cosas que él dice en ella. Tiene algo de tribuno del pueblo madridista: señala con el dedo el pantano enfangado que rodea los centros neurálgicos del Madrid, los despachos en los que se deciden las cosas importantes. Recuerda un poco el «drain the swamp!» de la política conservadora americana, el grito de guerra republicano que pedía limpiar las cañerías del poder. Zidane, con esa clase tan luminosa que sólo pueden tener los hijos de las familias humildes, honestas y fieles a los códigos antiguos, retrata a toda esa burocracia que separa al presidente del pueblo madridista (la oligarquía «filtradora», la que inmoviliza y oxida los estamentos rectores del Madrid); lo hace anteponiendo su eterna gratitud a Florentino, al que consagra artífice de su adhesión al corpus moral del madridismo («lo mejor que me ha pasado en la vida es el Madrid») pero sin eximirlo de su responsabilidad personal en lo que ha terminado derivando en una fractura. De hecho, destacando su papel plenipotenciario en el patriarcado que siempre fue el Madrid, lo que hace Zidane con mucha finezza es reprocharle, con el dolor de un hijo repudiado, que lo dejara a la intemperie.

Zidane dice en esta carta cosas que debían ser dichas y que nunca nadie con tanta influencia, con un papel tan destacado en el devenir de los acontecimientos dentro del Madrid, se había atrevido a decir. Que el club es una superestructura con varias cabezas que parece funcionar movida por un ethos ochentero, de cuando el fútbol era un campo de batalla entre Supergarcías, presidentes folclóricos, pelotazos televisivos, etc. Que el trabajo de artesano del entrenador no es respetado por muchas instancias superiores, sin atender a los resultados puramente deportivos. Que hay mucho patrón y poco marinero y que los valores del Madrid son incompatibles con la felonía, con la ingratitud. En gran parte son problemas señalados ya en su día por Mourinho, y va a hacer una década que Mourinho se fue, lo que no habla muy bien del club y de su capacidad de adaptarse a las necesidades del momento. Le dice en definitiva al emperador que está desnudo. Y se lo dice porque ama al imperio y al emperador. Se lo dice además porque emocionalmente se lo puede decir. Es un hijo apercibiendo la deriva de un padre. Hay dolor en ese párrafo en el que lamenta la distancia que lo ha separado del hombre que lo trajo, que lo hizo madridista y que le dio luego la oportunidad de brillar como entrenador. Hay dolor sincero que está siendo malinterpretado como un ataque al club, a la institución, por los flabelíferos habituales que rodean al faraón. O que pretenden rodearlo. Decir la verdad en público, sin disimulo, es una transgresión en una institución que se ha venido conduciendo como una corte oriental en la que los asuntos se ventilan entre los grandes cortinajes de palacio mientras al pueblo sólo se le muestra una representación de la realidad, un artificio en donde todo es perfecto, ideal. Aunque Zidane tiene mucho del genio de los toreros, ese ir y volver de repente y sin explicaciones, esto no parece una espantada, sino una herida abierta. Lo peor es que él es la encarnación física y simbólica del florentinismo, de aquel discurso universal con el que Florentino Pérez evangelizó al mundo hace veinte años. Florentino hiló un discurso nuevo para el madridismo de un siglo distinto, de un siglo en el que todo estaba por hacer. Pero ese discurso era en gran parte una renovación de la tradición, como no podía ser de otro modo. Zidane, su fichaje, los 60 mil millones de pesetas, la retransmisión de los amistosos, las giras por el mundo, la volea de Glasgow, las ruletas, el Bernabéu asistiendo asombrado a una magia nueva que sin embargo evocaba el poderío que vieron los abuelos en los 50, luego todo lo que vino desde que lo nombró entrenador el Día de Reyes de 2016 (no podía ser otro día, pues Florentino fue el cuarto rey mago para el madridismo millennial)…todo eso parece que se ha esfumado en esta semana. Puede que para siempre.

El final del florentinismo es algo para lo que nadie parecía preparado, aún menos cuando falta tan poco para el broche de oro del nuevo estadio, apoteosis del legado del segundo presidente más importante del Madrid. Es un momento triste y más triste es contemplar cómo el Madrid delega en showmans de segunda fila la respuesta envenenada a lo que es un toque de atención por parte del hombre que más madridistas ha convertido por todo el mundo en veinte años. Por si fuera poco, con esa frase de «cuando aquí no se gana, hay que irse», Zidane, que es un argelino nacido en un suburbio de Marsella, demuestra entender al Madrid como si hubiera nacido en Chamberí, mucho mejor desde luego que casi todos los covachuelistas de toda esa burocracia hacia los que dispara en una carta que, a fin de cuentas, es lo único que le queda al aficionado de un divorcio inesperado, lleno de amargura.

Fotografías Imago.