Se acabó el mundial de Catar con el final feliz que esperaban todos los tontos del planeta. Messi levantó la copa, por fin: la tercera copa del mundo de la historia del fútbol argentino. Era el final de cuento de hadas que deseaban los organizadores, por supuesto. En realidad, daba un poco lo mismo, con que cualquiera de sus tres juguetitos del Peseyé levantase el viejo trofeo Jules Rimet la inversión monstruosa, sideral, abrumadora, de los cataríes, habría valido la pena. En efecto, ha valido la pena. Messi se coronó rey del mundo en el centro de esa pirámide absurda que han erigido en el desierto, sobre los cadáveres de miles de esclavos infelices. En realidad, sobre el cadáver putrefacto de Europa. Si alguna vez esa palabra fue concepto, es decir, fue algo, no ya en tanto aspiración de entidad supranacional o confederación nacional coaligada en pos de unos principios rectores de tipo moral compartidos por cientos de millones de ciudadanos; si alguna vez Europa fue algo como noción ética, como idea, como fin, en tanto “civilización”, hace tiempo que ese algo se murió y su cadáver momificado ha sido paseado y manoseado sin pudor a lo largo del último mes en las calles de la megalópolis petrolífera del Golfo Pérsico.
Los nuevos faraones tienen el dinero y con el dinero, el poder. Pero no hay en absoluto un sentido religioso o sublime en el trasfondo de sus abyectos despliegues. Sólo hay banalidad, el nihilismo de la opulencia, que es exactamente la lección que Europa y por extensión, Occidente, han enseñado al mundo exterior (a todos esos que nos observaban atónitos y codiciosos desde el perímetro de nuestro mundo) en los últimos treinta años. Los faraones querían su final de cuento para el mundial que los blanquea definitivamente ante el “mundo civilizado”. Querían que lo ganara Neymar o Messi o en su defecto, Mbappé, pero que lo ganara Messi tenía, naturalmente, un color especial. Messi ha sido el dibujo animado favorito de Occidente en los últimos quince años. Tenía que ser Argentina, que es un entrañable decorado consagrado al delirio colectivo, y tenía que ser Messi. Messi, el becerro de oro de nuestra época, le dio a todos lo que todos estaban esperando. Tenía que ser, además, en una conflagración con Mbappé, la otra gran propiedad de los sheiks, el delfín sagrado del país, Francia, cuya prostitución le abrió las puertas del antiguo mundo libre a los jeques del petróleo. Todo estaba escrito en el libro negro de las almas bellas.
Se acabó el Mundial de Catar con el final feliz que esperaban todos los tontos del planeta
Frente a la Historia estaba de pie un hombrecillo pequeño apellidado Deschamps. Didier Deschamps es, de toda aquella pléyade estupenda que llevó al fútbol francés a dominar el panorama mundial al final del siglo XX, el menos carismático. El menos atractivo, el más funcionarial, incluso en las pintas, de todos aquellos futbolistas. Deschamps, jugando, era un oficinista del centro del campo, un esforzado fajador como se decía antes, cuyo trabajo consistía, igual en la Juve que en la selección, en administrar el tráfico del centro del campo y en tenerle limpia la moqueta a Zidane. Quizá esa conciencia humillante del subalterno, del gregario plegado siempre a la voluntad inaccesible y aérea del artista, del genio inalcanzable al que su mediocridad le condena a servir por toda la eternidad se le cosió por dentro a Deschamps y ahí esté el origen de su frialdad con Benzema. A la postre, esa extraña relación le ha costado la tercera estrella en Catar.
Las consecuencias de ser Deschamps han inundado el mundo de un torrente glandular argentino. Argentina fue, a finales del siglo XIX y casi toda la mitad del XX, una pequeña Francia, una sociedad que quería y casi lograba emular la maravillosa elegancia de lo que antaño significaba ser francés. Hoy estamos al final de todos los caminos y sabemos ya que toda esa francesidad era en gran medida propaganda. El triunfo argentino nos ha deparado imágenes muy alejadas de cualquier clase de elegancia, aunque si hubiera ganado Francia la cosa no habría sido, ciertamente, mucho mejor. Casi diría que peor: estoy recordando las imágenes del equipo francés celebrando su victoria en Moscú, hace cuatro años, y me se me está revolviendo el estómago. La verdad es que toda suerte de “francesidad” elegante, en Argentina, sólo está ya en tipos de la estirpe de Valdano, como Solari, por ejemplo, o el mismo Scaloni, de sobrenatural porte estoico y sosegado en una nación bipolar que vive todo el tiempo, cuando hay un mundial, entre el éxtasis y el harakiri.
Quizá esa conciencia del subalterno, del genio inalcanzable al que su mediocridad le condena a servir por toda la eternidad se le cosió por dentro a Deschamps y ahí esté el origen de su frialdad con Benzema. A la postre, esa extraña relación le ha costado la tercera estrella en Catar
La primera de esas imágenes, en el mismo podio, la del portero, el “Dibu”, por otra parte excelente guardameta de participación capital en el triunfo final de su equipo, cogiendo con las dos manos un trofeo al mejor no sé qué (la FIFA ha convertido las entregas de medallas y trofeos en una pasarela infumable a mayor gloria de partners y sponsors) y haciendo gestos obscenos con él. Las consecuencias de ser Deschamps han inundado de fealdad la conversación pública del mundo aunque por suerte vivimos en la era de la comida rápida informativa y los “contenidos” se pasan de moda a una velocidad meteórica, de modo que una mosca, cuya vida suele durar alrededor de un mes, puede vivir dos terceras guerras mundiales, tres finales del mundo y varios acontecimientos brutales e históricos. Las exaltación argentina del melodrama y de la zafiedad durarán poco y la semana que viene volverá el fútbol de clubes.
No obstante, Argentina todavía parece un país de verdad, más allá de todo eso. Me refiero a que por lo menos son pobres pero se quieren a ellos mismos, no han alcanzado todavía, por suerte para ellos, el grado de esquizofrenia autodestructiva europea que posee a los españoles o a los franceses, sociedades supuestamente más ricas que la argentina, en realidad cada vez más meras caricaturas autoparódicas. Deschamps partía en noviembre al frente de la mejor selección del mundo. Cerca, pero no mucho, estaba Brasil. La diferencia entre ellas era que la francesa era la campeona, tenía el aura y el poso del ganador. Además, Francia contaba con Benzema, el mejor futbolista del mundo, y con Mbappé, el jugador más determinante, más influyente. Persistía la sombra de la Eurocopa del verano pasado, en la que Deschamps no fue capaz de hacer funcionar un ataque con Griezmann, Mbappé y Benzema.
Francia quiso ganar sin pasión, con el gesto adusto y petit-bourgeoise de su entrenador, ahorrando, como si les costara, como si ganar el mundial no lo fuera todo en sí mismo
Aquella Francia sucumbió por la aparente incompatibilidad entre el talento infinito de Benzema y el juego colectivo ya fraguado de la campeona del mundo, cosa curiosa tratándose de fenómenos y superclases. La cuestión es que el talento nunca puede ser el sospechoso. Cuando a alguien le ponen entre las manos un caudal abundante de opciones, es decir, de talento, tiene la obligación de combinarlo adecuadamente. Las opciones son libertad y la libertad predispone a la imaginación, que es el arma esencial de los jugadores buenos de verdad, de los que ganan campeonatos como los mundiales. A la vista de este mundial y de la anterior Eurocopa, el éxito de la Francia de Deschamps en Rusia 2018 parece que tiene más que ver con el aprovechamiento del poder atómico de Mbappé en base a la última fórmula de éxito de la selección francesa, la de Doménech en 2006, que con la habilidad del entrenador. Prescindir de Benzema por no saber utilizarlo para elevar el potencial de una selección físicamente incomparable y enriquecer sus fórmulas de ataque, en un plantel con capacidad para desarrollar un fútbol “total” en torneos de mecha corta, degrada a Deschamps a la condición de un Tite. Francia quiso ganar sin pasión, con el gesto adusto y petit-bourgeoise de su entrenador, ahorrando, como si les costara, como si ganar el mundial no lo fuera todo en sí mismo: un equipo abúlico, caprichoso, lo contrario de cualquier tipo de grandeur, un equipo a imagen y semejanza de su líder, Mbappé, proyecto abortado de gigante sobre el que nosotros mismos proyectamos nuestra vieja y obsoleta idea de majestad; otro que con rencor femenino empujó a Benzema fuera del grupo. Los argentinos, como dice Ángel del Riego, jugaban con el latido del apocalipsis en la sien, con la pistola cargada. Esa fue la gran diferencia.
Las consecuencias de ser Deschamps han privado al mundo de disfrutar de un Benzema azidanado en el aquelarre catarí. El último baile internacional del futbolista más extraordinario, en el sentido de fuera de lo común, de portento, de prodigio, no ha sucedido porque entre otras cosas Deschamps tiene un alma con horizonte de provinciano: seguro que de haber vivido en la mitad del XIX habría sido de los parisinos que consideraban una mierda la Torre Eiffel. En lugar de ese último baile coránico de Benzema, Messi ha podido ganar una copa hecha a su medida. Sus buenos dineros le han costado a los cataríes, que estaban eufóricos la noche del domingo. Todo ha salido a satisfacción plena del cliente, aunque tengo la certeza de que el cliente somos nosotros y los cataríes, los amos. En lugar de recoger la copa enfundado en una camiseta vintage con el 10 de Maradona a la espalda, Messi se elevó sobre el cielo sucio del Golfo Pérsico ataviado con una túnica de camellero, símbolo ejemplar de la sumisión completa de un mundo en donde ya no hay ni identidad ni significado, sino sólo presente, presente continuo, presente lineal y destellos cegadores de la nada más absoluta.
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