En la primera escena de La soga, dos de los protagonistas cometen un asesinato. La víctima, su presencia y el crimen, cuelgan desde el principio sobre los cuellos de los personajes, como un dogal: la película es un baile sobre el filo de la navaja, un juego de gato y ratón en el que el descubrimiento de la verdad hace danzar a los tres protagonistas a un ritmo macabro que sostiene el clímax de manera insoportable. Una soga parecida descansa sobre el cuello del Madrid de Zidane en esta Liga: la obligación tácita, pero conocida por todos, de sumar un número de puntos prodigioso al final del campeonato para poder al fin ganarlo.
Es la espada de Damocles: haber ganado un sólo título liguero en la segunda década del nuevo siglo y, naturalmente, la sombra de Messi, proyección demoníaca que sobrevuela el selecto club de los equipos que se reparten las coronas en Europa cada temporada, reconfigura las reglas del juego. Mourinho tuvo que llegar hasta los 100 puntos para ganar aquí la Liga, haciendo a su equipo meter goles a destajo, como si cobraran por ello.
Lo de los goles es un problema; ha hecho fortuna la falacia de que el Madrid tiene mucha “pegada", ese artefacto propagandístico que le sirve a los periodistas para disimular que el Madrid la mete menos de lo que debería.
Si Damocles le dijo a los que envidiaban ser él que probaran a vivir un día en su pellejo, Zidane puede reprocharle lo mismo a quienes con cierta displicencia alegan que ganar Ligas con el Madrid debería ser muy fácil. Hay pocos equipos comparables en la Historia al Barcelona contemporáneo, que penalicen tanto los errores y los puntos olvidados en el largo camino del campeonato regular. La Liga española se ha convertido en una trinchera de Verdún de 1915: la pierde el que más acusa el desgaste, pues ni siquiera los enfrentamientos directos deciden el título. Basta con recordar la Liga del año 2014, la que ganó el Atlético. En ella, el Madrid sacó 1 punto de los 12 que disputó contra atléticos y barcelonistas; sin embargo tuvo la Liga en sus manos en las cinco últimas jornadas, aunque el equipo sólo pensaba en la Décima tras vapulear al Bayern a finales de abril. También la tuvo el peor Barcelona del lustro, aunque Messi padecía una abulia inefable que limó las uñas de todo su equipo.
Parece que este año los tres equipos tienen las plantillas más polivalentes, talentosas y llena de recursos que se les recuerda. Puede que, junto a la del Bayern, sean las mejores de Europa. Cabe presuponer que el campeón tendrá que superar la mítica cifra de los cien puntos para matar al dragón y rescatar a la princesa: con este panorama, las estadísticas ligueras del Madrid desde que Zidane está al mando parecen buenos augurios. No obstante, empates como los de Villarreal y Las Palmas ayudan a crear una atmósfera desasosegante y tóxica entre los aficionados; algo así como si uno fuese James Stewart y tuviese la certeza de que se esconde algo, algo peligroso y desconcertante que hay que resolver con urgencia.
En 2004, Wenger ganó la Premier con el Arsenal sin perder un partido, igualando un récord del siglo XIX. Es difícil imaginar al Madrid ganando la Liga sin conceder una derrota; y más considerando que cada salida del Real se asemeja al paso de una legión romana por un bosque cualquiera de la Galia en primavera. Pero también parecía imposible que un entrenador sin experiencia levantase la Copa de Europa menos de seis meses después de asumir la dirección deportiva del club más exigente del mundo. La resiliencia y la flexibilidad evolutiva están en el ADN del Madrid. Hace poco, en un foro clásico del barcelonismo cibernético, se comparaba al Madrid con las cucarachas, y lo que latía debajo de la boutade no era sino una admiración desesperada: los adversarios han alcanzado una íntima comprensión de la naturaleza madridista, asimilando que el Madrid es capaz de exceder cualquier límite.
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