Recuerdo cuándo fue la primera vez que en mi vida me topé con la palabra “obús”. Si no me falla la memoria, me la encontré en un suplemento que el diario MARCA sacó en 1998, en verano, un mes antes del Mundial de Francia. Era una Historia de la Copa del Mundo por fascículos. En ella venía el relato de todas las finales hasta ese momento disputadas. La más interesante de todas, como cabe imaginar, era la del Maracanazo. El 16 de julio de 1950, Uruguay remontó a Brasil el 1-0 inicial y ganó por 1-2 su segunda Copa del Mundo ante doscientos mil brasileños congregados en el Estadio Maracaná de Río de Janeiro. El gol del empate lo metió Schiaffino, “con un obús”. Yo busqué lo que significaba esa palabra en mi diccionario revisado y corregido por la RAE que aún hoy conservo aunque se le hayan saltado todas las tapas (eran tiempos en los que todavía los niños se compraban diccionarios para ir al colegio) y quedé maravillado al descubrir que un obús era una bomba, un proyectil que se lanza en la guerra. Es decir, un pepinazo, algo arrojado con una fuerza tremenda. Jamás olvidé ni la palabra ni los dos nombres de los uruguayos goleadores: Schiaffino y Ghiggia. Tampoco se me fue nunca de la cabeza nada de aquella epopeya extraordinaria llevada a cabo por unos tipos que en mi imaginación, de inmediato, pasaron a ser héroes, individuos celestes, capaces de imponerse a una muchedumbre atronadora, de silenciar el mundo y de conquistar la posteridad con un partido de fútbol.
En este comienzo de temporada, viendo a Valverde y los goles que mete, no paro de recordar a aquellos ídolos uruguayos del Maracanazo. Los dos goleadores de aquel partido y el capitán uruguayo, Schiaffino y Ghiggia, y también Obdulio Varela, El Negro Jefe, eran de Peñarol. Federico Santiago Valverde Dipetta entró con doce años en la cantera del Club Atlético Peñarol, el club más grande de Uruguay y uno de los más legendarios de América del Sur. El Peñarol, por ejemplo, tiene tres Copas Intercontinentales. Es uno de los escasos equipos que pueden presumir de haberle ganado una final internacional al Real Madrid, de haber derrotado por un título oficial al Benfica de Eusebio y al Madrid de Gento. Peñarol es solera, tradición, grandeza. En Peñarol estuvo hasta que fue mayor de edad y pudo volar al Madrid, que se lo había arrebatado en una puja al Arsenal, al Chelsea y al Barcelona. Valverde es centrocampista como Varela y tiene apellidos italianos como Schiaffino y Ghiggia. Sobre todo, lo que comparte con aquellas tres leyendas de Peñarol es su carácter.
Federico Santiago Valverde Dipetta entró con doce años en la cantera del Club Atlético Peñarol, el club más grande de Uruguay y uno de los más legendarios de América del Sur. El Peñarol, por ejemplo, tiene tres Copas Intercontinentales. Es uno de los escasos equipos que pueden presumir de haberle ganado una final internacional al Real Madrid, de haber derrotado por un título oficial al Benfica de Eusebio y al Madrid de Gento
Enric González escribió una vez en El País que “ya no existen hombres como el Negro Varela”. Bueno, ahora, en el Madrid, tenemos a Valverde, que es lo más parecido. En Uruguay, por entonces, al mediocentro lo llamaban centrojás, traducción fonética de centre-half. Valverde hereda un poco de eso pero también es más forward como Schiaffino, la posición que Ancelotti ha encontrado para él y donde ha cuajado del todo, donde ha hallado territorios libres y praderas extensas por las que galopar como un caballo salvaje, se asemeja más a la de Ghiggia, right-winger. Valverde es un mixto de todo eso tamizado por la época, por la nuestra, una era de fútbol total. El carácter de Varela es tan definitorio de lo que significaba antes jugar al fútbol, antes de la playstation y de las stats y de los mapas de calor, antes del Big Data y del hiperanálisis, que el modo en que enfrió Maracaná justo después de que Brasil metiera el 1-0 debería estudiarse en las escuelas y en los clubes de formación, en esas en los que los niños aprenden, ahora, antes a celebrar goles con bailes del Fortnite que a entender cómo hay que ganar los partidos. “El Negro Jefe tomó el balón bajo el brazo y se dirigió al árbitro inglés para reclamar, con todo respeto, un fuera de juego. El árbitro no le entendió y hubo que llamar a un intérprete. Pasaron varios minutos. El Negro Jefe sabía lo que hacía: ganar tiempo, calmar el ambiente, iniciar una guerra de nervios”.
Osvaldo Soriano, uno de los escritores hispanoamericanos que crearon el subgénero del fútbol, argentino, escribió que “Obdulio, un morocho tallado sobre piedra, fue hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la guardó entre el brazo derecho y el cuerpo. Los brasileños ardían de júbilo y pedían más goles. Clavó sus ojos pardos, negros, blancos, brillantes, contra tanta luz, e irguió su torso cuadrado, y caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una palabra para nadie, y el mundo tuvo que esperarlo tres minutos para que llegara al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en incomprensible castellano. No tuvo oído para los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra genial: Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que, desde entonces, el partido —y el rival—, fueran otros. Hubo un intérprete, una estirada charla —algo tediosa— entre el juez y el morocho. El estadio estaba en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero por primera vez los jóvenes uruguayos comprendieron que el adversario era vulnerable. Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el gigante tenía miedo”.
Veo jugar a Valverde y es como si estuviera viendo en directo a aquellos titanes celestes que me asombraron de pequeño en la historia del Maracanazo. En él no hay nada o casi nada de la tontería contemporánea. Es el carisma, la gracia concedida
Varela ganó el partido, en ese instante. Se lo explicó él mismo a Soriano en “El reposo del centrojás”, que es una pieza bellísima de crónica homérica. “El jugador tiene que ser como el artista: dominar el escenario. O como el torero, dominar el ruedo y al público, porque si no, el toro se le viene encima. Uno sabe que en una cancha extraña no le van a aplaudir, por más que haga buenas jugadas. Entonces tiene que imponerse de otra manera, dominar al adversario, al público y a sus mismos compañeros. Claro, yo había jugado un millón de partidos en todas partes, en canchas sin tejido, sin alambrado, a merced del público, y siempre había salido sanito. ¡Cómo me iban a achicar ese día en el Maracaná, que tenía todas las seguridades! Ahí yo tenía que dominar, porque tenía todas las facilidades y sabía que nadie podía tocarme”. Eso fue, exactamente, lo que les dijo a sus compañeros antes de saltar al campo al principio del partido. El presidente de la federación uruguaya había bajado a la caseta para decirles que estupendo, chicos, habían llegado a la final, pero con eso era suficiente, tampoco era plan de ponerse a disputar el partido, de todos modos aquella era la fiesta de los brasileños, ellos no eran más que unos convidados de piedra. Varela los miró a todos y les dijo: no pasa nada, si ganamos, no va a pasar nada. Nunca pasa nada.
Veo jugar a Valverde y es como si estuviera viendo en directo a aquellos titanes celestes que me asombraron de pequeño en la historia del Maracanazo. En él no hay nada o casi nada de la tontería contemporánea. Maneja con soltura esa dimensión “intangible” del fútbol, tan importante como la capacidad de hilvanar pases, de tirar desmarques de apoyo o de hacer buenas coberturas. Quizá más. Es el carisma, la gracia concedida. Valverde Celebra los goles como se han celebrado toda la vida. Electrifica la grada. Le mete un chutazo descomunal al Mallorca y lo festeja como Tardelli en la final del Bernabéu contra Alemania. Es el epígono de esa tradición rioplatense en la que también se injerta Alfredo Di Stéfano, un venero de sangre italiana que fertiliza el espíritu gaúcho y la sabiduría heterodoxa de la calle, ánfora donde se ha ido vertiendo la sangre mezclada de un millón de emigraciones. Valverde sacrifica cada gota de sudor, cada gramo de energía, como si jugara en la calle, como si cada minuto del recreo contase y la alarma del patio estuviese siempre a punto de sonar, poniéndole fin al juego. Grita, corre y alza los brazos, salta, sin pensar las cámaras que lo están enfocando ni tampoco tener en la cabeza el Instagram, el TikTok, los mensajes estúpidos a través de los gestos, toda esa parafernalia estrambótica y vulgar en que ahora se ha convertido el acto tan puro y tan vivo, por espontáneo, por eléctrico y vibrante, que es siempre el de celebrar un gol, es decir, que es siempre el que sucede a la explosión imprevista y deseada del gol, que es la quiebra de la linealidad del tiempo, la ruptura, lo extraordinario.
Valverde grita, corre y alza los brazos, salta, sin pensar las cámaras que lo están enfocando ni tampoco tener en la cabeza el Instagram, el TikTok, los mensajes estúpidos a través de los gestos, toda esa parafernalia estrambótica y vulgar en que ahora se ha convertido el acto tan puro y tan vivo, por espontáneo, por eléctrico y vibrante, que es siempre el de celebrar un gol, es decir, que es siempre el que sucede a la explosión imprevista y deseada del gol, que es la quiebra de la linealidad del tiempo, la ruptura, lo extraordinario
En Valverde hay sencillez y naturalidad y lo que en este principio de curso lo está poniendo en boca de todos, más allá de su magnífico desempeño como box-to-box esencial para el fútbol moderno, amplio, absoluto y hermoso que está jugando el campeón de Europa, también es un aspecto del fútbol un poco desterrado en lo que llevamos de siglo: el chut. Es un regreso al principio, al primer momento, cuando el fútbol son unos niños en torno a un objeto esférico al que hay que patear. El golpeo, el trallazo, el obús. Chutar es un acto de afirmación ante el mundo, es una forma de ser y de vivir, de resolver las cosas. Es desenvainar y darle un tajo al nudo gordiano. Si el éxtasis del fútbol español se alcanzó, en 2010, con la apoteosis de la “aproximación indirecta” al gol, femenina, sensual, preliminar, que luego fue copiada y emulada por todas las grandes selecciones que vinieron después y hasta el hartazgo por cualquier mequetrefe en el fútbol de clubes, el chutazo es lo contrario: es un regreso a lo masculino, a lo dionisíaco, al escopetazo, el puñetazo encima de la mesa. El “defenderse uno mismo con dignidad” de Obdulio Varela. En un tiempo en el que el fútbol ha alcanzado la quintaesencia de la corrupción y de la putrefacción ajena a la esencia del juego que ya denunciaba el propio Negro Varela en El reposo del centrojás, Valverde evoca la calle y la verdad limpia de atrezzo, limpia de bastardías, de intereses y de anillos concéntricos donde hozan todos los que se arriman al fútbol con chalanería: la verdad del zurriagazo, que es un poco la verdad de Jesucristo expulsando a los mercaderes del templo. La verdad desnuda del chut seco desde la frontal del área, una verdad que sigue impulsando al Madrid de Ancelotti como un viento fuerte de popa que hincha sus velas y lo dirige con rumbo firme hacia la historia.
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