Los planes se esbozan para ser incumplidos, como meras guías o brújulas para indicar direcciones, tendencias, y con el mero propósito de que las voluntades, siempre tan diversas, se aúnen en torno a una idea. Que un diseño imaginado con tantos pormenores se cumpla casi hasta el último detalle queda en mano de los dioses, y, aun así, sólo está al alcance del privilegio.
Y qué quieren que les diga. Este es un equipo privilegiado porque tiene alguno de los mejores jugadores que uno haya visto en su vida. Ya saben a quiénes me refiero, aquellos que parecería que lo han hecho y dado todo, pero se siguen empeñando en no lacrar el sobre de sus credenciales. También hay algún otro que se les acerca, en especial en fabulosa competitividad, y tal vez por ello su nombre comienza por Fab, como los Fab Four, los cuatro chiquitos de Liverpool que pusieron el mundo a sus pies y patas arriba al mismo tiempo.
También ostentamos el privilegio de tener en la plantilla las dos torres más letales del tablero baloncestístico europeo, que maneja con precisión el entrenador desde el banquillo y los bases desde el parqué. Y claro, también tenemos al Facu, ese pequeño que ejerce el contraste tan atractivo de este deporte asombroso que puede ser dominado por los más grandes y los más pequeños.
En definitiva, nuestro querido señor Mateo imaginó un plan que se calcó en los primeros veinte minutos. Un tiempo en el que el baloncesto rozó los límites de la perfección conocida, en el que se alternaron sincronía, solidez y precisión.
Aun así, la semifinal no estaba resuelta, porque enfrente estaba al equipo que más quiere parecerse al nuestro, con el que mantenemos un duelo que se atisba como infinito. Algo así como el Bayern de Múnich, que cada héroe ha de tener su antagonista, quien se acerca tanto que casi está a su altura, pero sólo casi.
Hay que saber mucho baloncesto para frenar a un contrario embravecido, doblegarlo de nuevo y sellar el encuentro con la estampa propia y exclusiva del club más grande de Europa
El Olympiakos se revolvió conforme a su naturaleza y los nuestros salieron un tanto despistados, quizás embelesados por su obra de arte. Y el partido cambió de signo, porque el Madrid tardó algo más de lo que hubiéramos querido para que no apareciera en nuestra mente la sombra de la duda.
La que no asomó en la de los jugadores, que sin dejarse influir por la trascendencia del momento, con la tranquilidad de quien conoce la lección al dedillo, capeó estos minutos de cierta imprecisión con la certidumbre de que pronto volverían a tomar las riendas.
De forma paulatina, entre Llull, el Chacho y Campazzo, el orden madridista volvió a través de esa cualidad que algunos llaman oficio, y que yo prefiero dignificar como conocimiento. Porque hay que saber mucho baloncesto para frenar a un contrario embravecido, doblegarlo de nuevo y sellar el encuentro con la estampa propia y exclusiva del club más grande de Europa.
Getty Images.
¡ Adelante, Real !
¡ No parar, hasta conquistar !
Yo llegué a dudar. Es unq realidad psicológica desde el deporte de más alto nivel al más bajo: cuando láminas al rival antes de tiempo, acabas cediendo. Anoche, no del todo. Es como si pesara en la conciencia la paliza.