Así casi son elegantes dieciséis puntos de desventaja. Luego de un partido como el de hoy donde todo vuelve, donde uno al fin se reconoce cuando casi todos ya le extrañaban y lo que es peor: lo sentenciaban. ¿Qué son dieciséis puntos de ventaja, o diecinueve, o, ya puestos, veintidós o veinticinco en una competición manejada después de lo de hoy?
Por esto es por lo que suspiran los que tanto aman al Madrid en silencio. Los que lo ocultan. Los que lo vejan. Los que no pueden reconocer ese amor por insuperables atavismos. La humanidad entera ama al Madrid porque el Madrid siempre está vivo. Y es bello como nadie. Al Madrid no se le puede enterrar. Es un zombi adorable.
la humanidad entera ama al madrid porque el madrid siempre está vivo
Yo hoy he visto a Bale correr mientras se le iban desprendiendo de su camiseta blanca pedazos de tierra; y con él aquello parecía el Thriller de Michael Jackson. Y yo bailaba y otros gritaban de terror. Es el amanecer zombi de la segunda vuelta con Zidane empecinado y orgulloso y victorioso.
La ilusión infantil de Zidane es el antídoto de la complejidad obstinada de la que algunos comen y con la que tantos se devanan los sesos inútilmente. La paciencia, ese árbol (“Nunca vi un poema tan bello como un árbol”), y Bale al fin floreciendo entre las ramas. La paciencia es ese árbol gigante y nervudo como Zidane al pie de los jardines de Murillo de Sevilla, que es como el árbol donde halló la verdad el príncipe Siddartha.
Hoy estaba Bale iluminado (qué gol maravilloso de zurdazo sutil, qué cabezazo moderno) y a su alrededor giraban los demás como pequeños Budas. Las caras eran el espejo del alma. La cara de Bale, la sonrisa. Todas esas caras de alivio y de niñez son el Madrid más bonito que uno se pueda imaginar. Porque es el Madrid que se recuerda y que se encuentra en la mitad, exactamente en la mitad, de una extraña noche y descubre la olvidada belleza del amanecer.
Esa especie de amnesia, de oscuridad incomprensible es como la característica del genio, del artista que parece perderse para siempre antes de su siguiente obra maestra. Esa obra inconcebible que sin embargo todos esperan y todos aman y todos temen. Esa obra que es la ira y la virtud del Madrid. Algo único. Algo que ni treinta y ocho puntos de desventaja podrían superar. Ese es otro juego menor.
El intangible poético y real. Lo que todos en realidad buscan. Todos buscan no ser un equipo de fútbol impostando el sentimiento. Pero se nota. El alarido del Bernabéu lo demuestra. El olé del Bernabéu dando un susto a la canallesca le sorprende hasta a él mismo. Es en ese olé repentino donde nace la gloria que tantos se empeñan en numerar enarbolando banderas insignificantes y mantras cutres y mentirosos y mezquinos.
Olía a primavera y casi a albero reconociendo todos esos sentimientos. El sentimiento. La pasión. El sentimiento que supera los resultados que acaban siete a uno. La esencia del Madrid. Con Cristiano porfiando, machacándose para sacar gotas de genio tras la estela de Bale que los llevaba a todos como en trineo a toda velocidad por el Yukón de Jack London abriendo sus largos brazos de albatros.
Y también Benzema, ahí metido, como siempre, calentito bajo las pieles. Ese ocupante fundamental del engranaje zidanesco. Esa necesidad intangible por la que suceden cosas. Por la que se desencadenan. Incluso la sangre vertida del héroe que marca en audaz escorzo y se levanta y perdona magnánimo con la camiseta teñida de rojo; y al mismo tiempo se mira molesto en la cámara del médico la herida que mana a borbotones por si alguien tuviera que ponerse inmediatamente a retocar su estatua.
Genial.
Sí, pero es una pena que llamarse Nacho Fernández le reste a uno posibilidades de estar en este bonito poema, como poético fue verle cerrar la goleada que él mismo comenzó.