La calle Puigcerdá de Madrid está concurrida a pesar de la lluvia y del City-Real. Nadie se percata en la oscuridad de la noche invernal de que estas siluetas gigantes, que caminan con la pausa obligada de la edad y las huellas de la alta competición, forman parte de la historia del deporte europeo. Les aseguro que no es una de las hipérboles a las que se aferran los cronistas deportivos con frecuencia para dar lustre a lo vulgar. Es la realidad. Pura, llana o ensalzable, que para todo hay medidas. Pero, en este caso, ni el más puntilloso podría objetar una minucia, porque los protagonistas pertenecen a la casta de los pioneros. Ellos levantaron el Real Madrid de baloncesto y hasta el propio deporte de la canasta en España y en Europa.
Aun con su trascendencia deportiva les une algo más profundo, pues a su través se forjó la evolución del ser humano: la hermandad. Algunos lazos permanecen por el vigor con que se anudaron, en torno a dificultades, pero también de alegrías y compromisos compartidos. Con la edad de jubilación cumplida hace un tiempo se reúnen en torno a la mesa de un restaurante, no para recordar sus batallas cumplidas hace medio siglo, sino para refrendar el vínculo de la amistad, para mantenerlo vivo, o mejor, para vivirlo nuevamente.
En torno a los cubiertos, Emiliano Rodríguez, Lolo Sainz, Wayne Brabender, Vicente Ramos, Vicente Paniagua, Cristóbal Rodríguez, Juan Antonio Corbalán, Luis María Prada, José Manuel Beirán. Ausentes por motivos de fuerza mayor, pero presentes en el recuerdo y en las citas, algunos para ser honrados como se merecen, el magnífico Clifford Luyk; otros para ser tratados con respeto recíproco, como suelen hacerlo ellos, mis compañeros de quinta, Fernando Romay y Juan Manuel López Iturriaga, aficionados al sarcasmo.
El motivo de la reunión es recibir a un cofrade distinguido, a un compañero muy querido. Walter Szczerbiak suele acercarse con frecuencia de año y medio, así, a ojo de buen cubero. Y cada que vez que viene, con o sin familia —la querida Marilyn, simpática y amable, que fuera una Doris Day en Madrid; el madrileño Wally, casi tan gran jugador como su padre— es motivo de celebración. No es que nos falten para reunirnos, pero es la frecuencia con la que el resto nos vemos la que resalta el vacío de los que están lejos.
En cuanto llega el invitado se suceden los abrazos y las preguntas, como si hubiera un protocolo escrito para la ocasión. Siempre ocurre lo mismo, aunque desde hace unos años mantengamos contacto casi diario grupo de wasap mediante, que algo bueno han de tener las nuevas tecnologías, como que usted esté leyendo estas líneas, por ejemplo. Wayne Brabender, el último en llegar, es recibido con aplausos.
Pronto, la conversación deriva hacia temas de actualidad, Donald Trump y Luka Doncic, sin ir más lejos; y cómo no, hacia historias mil veces contadas de las que el tamiz de la memoria se empeña en fabricar nuevas versiones. Por ejemplo, nadie en la mesa, ni siquiera Wayne y Walter, los protagonistas, recuerdan haberse enzarzado en una pelea que terminó con ambos en el suelo, como asegura mi maestro Juan Corbalán. Pero ambos aprovechan para lanzarse la misma pulla de siempre, que ya sólo causa sonrisas, por más que el ajuste de cuentas se haya contado cientos de veces.
Walter se queja de que Brabender era intocable y siempre reclamaba cuando fallaba, aunque sólo fuera por el leve roce en una uña. Wayne asegura con cara de no haber roto un plato en su vida que nadie puede invadir su “cilindro” * cuando tiene el balón, lo que genera el asentimiento colectivo con cierto tono socarrón, ya que quien más y quien menos se ha llevado un codazo de recuerdo al intentarlo. Menos suerte tuvieron otros —rivales y compañeros— tatuados con la huella de puntos de sutura. Ante la acusación, Wayne levanta las cejas, vuelve a aludir a su cilindro con tono inocente, y Corbalán le excusa con figura literaria: “el reflejo del Tigre”, apunta en tono científico. De esta forma les gustaba llamar al combativo Brabender, que, a su vez, se queja de que Paniagua le freía a palos en los entrenamientos.
Así que, casi por alusiones, Pani, siempre nostálgico, interviene para comentar que acude al citado cilindro con frecuencia en Real Madrid Televisión y apostilla que los jugadores de hoy podrían evitar muchas personales de seguir los consejos de su entrenador manchego cuando era infantil en Alcázar de San Juan: “hoy intentan robar el balón golpeándolo con la palma de la mano y eso se ve mucho. ¡Hay que golpear así!”. Gira la mano y hace el gesto característico del golpe de karate ante el regocijo general. Una voz anónima apostilló: “¡Claro! Y luego tu entrenador se fue a Estados Unidos a rodar con Bruce Lee”.
De fondo, en una televisión de plasma el Madrid va doblegando al City con esas explosiones controladas características desde que las balas Kopa y Gento pateaban los campos europeos. Se alternan las bromas y la seriedad, hasta que la conversación se dirige a los orígenes de la profunda comunión que nos vincula, al sentimiento estable de nuestras muchas afinidades, vivenciales, emocionales, grabadas en la mente, la piel y las entrañas.
“¿Te acuerdas, Pani, cuando Emiliano nos invitaba a comer a su casa? Sólo éramos unos chavales”, le pregunta Cristóbal. “Claro que me acuerdo. Y de las cervezas a las que nos invitaba Moncho Monsalve”, contesta el aludido. Vicente Ramos añade “la cantidad de veces que fuimos juntos a comer con nuestras novias o al cine y a bailar”. Y cuando llegaban los americanos al equipo todos se volcaban en su integración. Quizás más Clifford y Wayne por razones de idioma, tal vez por eso también la conexión entre Walter y Brabender, quién sabe si por las muchas adversidades deportivas que sus manos solventaron.
Así que, cuando el rubio llega a la cena, Vicente Ramos, respetuoso y detallista se levanta para cederle su sitio al lado del invitado, Walter. “I love you, man”, le saluda el residente en Long Island. Se abrazan ante la mirada complacida del resto, y se me ocurre que la escena resume la índole de nuestra tribu: la prontitud en el favor; la humildad para que los protagonistas precisos ocupen la escena; la mirada puesta en el bien común; hacer sin pedir nada a cambio. Así se ganan Ligas, Copas y Copas de Europa cuando el respaldo es el del mejor club. Y, más importante aún, se fraguan aprecios que nunca decaen.
(Continuará)
*Cilindro: en baloncesto, es tal figura imaginaria que un jugador forma con su silueta, brazos y balón incluidos. Salvo sanción mediante, nadie la puede invadir, nadie puede tocar al jugador.
Hubiera dado todo el oro del Perú por haber podido escucharlos en silencio.
LEYENDAS.
Al ver la foto -al único que no había reconocido es a Luis María Prada- he tenido una sensación combinada -¡ y qué bien combinaban todos estos cracks!- de alegría y de nostalgia.
A seguir disfrutando, sabiendo de que ya nadie os /nos puede quitar lo bailao
Que grandes y que tiempos aquellos en el parquet de la cancha de la Ciudad Deportiva, imborrables recuerdos de nuestras leyendas del aro.
Se me saltan las lágrimas ante tanta grandeza.