Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro I Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.
Mientras contemplaba cómo las llamas lamían cada centímetro de su casa y convertían el blanco impoluto de las paredes en el negro tizón de un ardiente desespero, la abuela no cesaba de lamentarse por la pérdida de su fotografía con Di Stéfano que tenía enmarcada en el salón.
La cuestión era que nadie recordaba haber visto nunca aquella instantánea. Pero ¿quién podía tener el corazón tan duro como para decírselo? De manera que allí estábamos, contemplando cómo el fuego arrasaba la casa de la abuela luego, suponíamos, de un petardo maldito caído en mal sitio durante la Nochebuena. Afortunada y oportunamente ella había podido salir por su propio pie y no presentaba daños.
Por supuesto, aquella Navidad fue distinta por muchos motivos. La abuela acreditó su situación de refugiada en nuestra casa y se instaló con nosotros a la espera de novedades. Al día siguiente acompañé a mi padre a ver el resultado del fuego. No se había salvado casi nada. El resto de la mañana la empleamos en imprimir y enmarcar unas fotos de nosotros sus nietos (bendito escáner) de la forma más similar a como estaban en el salón antes de la pérdida y, aprovechando la ocasión, intentar recrear una fotografía en la que aparecieran la saeta rubia y la abu.
—Esta no es mi foto, no me mintáis —señaló ella cruzada de brazos—. No me hagáis creer cosas que no son.
—Pero mira Antonia, ¡sí que se han salvado las fotos de la comunión de los niños! —insistía mi madre.
—Ojalá se hubiera salvado también mi foto.
—Está bien —mamá se levantó de la silla de la cocina y mientras se marchaba por el pasillo hablaba sola— Intentemos pasar una Navidad tranquila, demasiado tenemos ya encima.
El asunto no volvió a mencionarse hasta la Nochevieja. Mientras me peinaba, me ponía el traje de chaqueta y me echaba desodorante para tumbar a un indio con la vaga (y vana, lo aclaro ya) esperanza de levantar mi Champions particular durante el cotillón, la abuela apareció por la puerta de mi cuarto y se sentó en mi cama.
—¿Tú sabes quién era Di Stéfano, hijo?
—Claro, abu, cómo no. Debió de ser algo así como el Cristiano de su época.
—Más bien al revés, niño —frunció el ceño, calló por unos minutos y finalmente añadió—: tú tienes cierto parecido a él.
—¿A Cristiano?
—¡A “La Saeta”!
—Ah, ya, ya. —Terminé de colocarme el flequillo y dándole un beso en la frente antes de salir le susurré:- Al que siempre me encontraron parecido es al abuelo, que en gloria esté.
Ella agachó la cabeza y la vi más encogida y vulnerable que nunca.
La tarde del 1 de enero, cuando me levanté de la cama, papá me abordó por el pasillo y me comunicó que los bomberos le habían entregado aquella misma mañana una caja llena de cosas salvadas del fuego. Entre ellas numerosas fotografías y otros efectos personales como la réplica conmemorativa de La Séptima con el nombre de mi hermana y mío grabados en la base, regalo que hicimos a los abuelos en sus bodas de plata.
—Toda la mañana examinando esto —dijo mi padre con su camiseta “Era campo atrás” dada de sí que usaba de pijama incluso en invierno-. Esa foto en que aparecen juntos ni existe ni ha existido nunca. La abuela se está haciendo mayor. Me doy por vencido.
—Pues yo no.
Me senté al ordenador y comencé. Durante varios días trabajé denodado, hice decenas de montajes de fotos antiguas en las que aparecía la abuela y las superponía con fotos de don Alfredo. Empero, el resultado era siempre el mismo:
—Esa no es la foto, Di Stéfano salía más guapo. De traje.
En la vida la ilusión y la entrega pueden ser muy grandes, pero la mayoría de cosas tienen un límite. La noche del 5 de enero también yo claudiqué. Tal vez sería mejor dejar aparcado el asunto, en la confianza que la abuela se olvidase. Y en un último intento por levantarle el ánimo la mañana de Reyes, enmarqué una de las fotos que habían sido recuperadas de su casa y la envolví con todo el amor del que fui capaz.
El 6 de enero todos nos despertamos muy pronto, salvo la abuela. El salón amaneció repleto de regalos y volvimos a ser niños por un rato. Mis padres, mi hermana y yo nos entregamos los respectivos regalos procurando guardar silencio para no molestar. El estómago de alguien se quejó y mamá se acercó a la habitación donde la abuela aún dormía:
—Antonia, bonita, arriba. ¡Han venido los Reyes!
Con lentitud y alguna ayuda de mamá, la abuela se levantó y apareció por el salón. Todos aplaudimos y dimos vítores pero ella no pareció darle importancia.
—Abuela, antes de tomarnos el roscón y que te toque el Rey Mago —la tradición marcaba que lo preparásemos así pese a lo cual ella lo pagaría religiosamente—, en mi carta pedí un regalito que seguro que te va a gustar.
Le alcancé la fotografía envuelta. Al abrirla su cara pareció irradiar una luz blanca como no había visto nunca en ella, besándola, tocándola y llorando como si contase con seis años y no con casi noventa:
—¡Esta es! ¡Esta es mi foto con Di Stéfano!
El corazón me dio un vuelco malsano, pues en aquella instantánea no aparecía la Saeta por ningún lado. Era una imagen de la boda de mis abuelos.
Que bonitos todos los cuentos que estoy leyendo, como consiguen emocionarme. La cantidad de madridistas emotivos que nos damos cita aquí. Me ha gustado mucho.
Muy emotivo. Me ha encantado.
Alguna lágrima ha caído, seguro.
El cuento "La foto" es muy bueno, desde la primera linea queres seguir leyendo para saber que va a pasar, está repleto de dulzura y de amor.