Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro II Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.
Don Santiago intentaba poner orden, pero la asamblea se le estaba yendo de las manos. Un año más. Desde el asiento que presidía la larga mesa de reuniones miraba a sus chicos con un gesto que dependiendo del ángulo podía denotar resignación, cansancio o ternura. O una mezcla de todas ellas.
Todos los inviernos, la misma historia: se reunían los miembros de la asamblea, estudiaban con detenimiento caso por caso a los nuevos candidatos e iban aprobando la gran mayoría de ellos, hasta que llegaban a uno, que solía ser de los últimos, que se atascaba. Unos aportaban argumentos a favor, otros en contra y no había forma de alcanzar un consenso. Y este año era aún peor, ya que faltaba ÉL, que siempre era quien tenía la palabra perfecta para zanjar el debate. Hablaba poco, pero cuando hablaba, todos escuchaban. Sabía don Santiago que sin ÉL iba a ser casi imposible llevar a buen puerto el reparto de la noche de Reyes, y eso le estaba quitando el sueño por las noches.
Pero primero debían cerrar la asamblea con la resolución de todas y cada una de las peticiones que se habían ido almacenando en el buzón. Todas llegaban perfectamente selladas con un nombre en su interior y un breve alegato en el que los interesados exponían su deseo, que siempre era el mismo, recibir el mejor regalo que sobre un madridista puede recaer, y el por qué eran merecedores de tal honor.
—¡A ver, votemos ya a favor o en contra, que dentro de un rato juega el Madrid! —vociferó uno de los presentes.
Don Santiago interrumpió súbitamente sus divagaciones.
—¡Aquí no se va a votar nada hasta que no tengamos argumentos sólidos! —contestó don Santiago con esa cariñosa firmeza que todos conocían—. Por favor, es un tema lo suficientemente serio como para tomarlo a la ligera.
—De eso no hay duda alguna —le respaldó Ricardo con tono pausado y hasta soso, como algunos solían decirle.
—Sigamos pues… hasta que estemos todos de acuerdo —resolvió el presidente.
Cada año, la asamblea comenzaba el 1 de noviembre y se alargaba durante el tiempo que fuese preciso. Mientras se fallasen todos los casos con tiempo suficiente para preparar la entrega de regalos en la noche de Reyes, no había problema.
En una ocasión, se prolongó un mes entero debido a que existía alguna duda en la candidatura de una chica que, teniendo apenas unos meses de vida, había constado como socia del otro club de la capital. Tras una investigación minuciosa se determinó que tamaño error fue obra de su padrino, que corrió a inscribirla en la competencia a espaldas de sus padres nada más nacer, por lo que se aprobó su propuesta.
Otro año, el problema fue aún más peliagudo: se iba a aprobar la instancia de un muchacho que, según una denuncia anónima, había vestido la camiseta blaugrana en no pocas ocasiones en el patio del colegio. Al saberse aquel dato se armó un alboroto terrible en la asamblea, que decretó la creación de una comisión de expertos que aclarase el incidente con cierta premura. El grupo se puso manos a la obra repasando viejas fotos familiares, revistas escolares y demás documentación no clasificada. Al término de la exhaustiva investigación, el portavoz de la comisión, Rafa, con ese deje mitad extremeño mitad andaluz tan característico suyo como las medias bajadas, proclamó que, efectivamente, estaban ante un culé de tomo y lomo, por lo que su caso fue rechazado y archivado. Don Santiago entendió la mentirijilla del muchacho: “al fin y al cabo sólo quiere lo mejor para los suyos”.
Unas horas después, quedó oficialmente clausurada la asamblea y sus miembros abandonaron la luminosa sala de juntas aliviados por haber actuado meticulosamente con todas y cada una de las 119.212 solicitudes, pero con la angustia en el cuerpo que les provocaba la idea de no tener apenas tiempo material para preparar todos los regalos.
—¿Y ahora qué? Sin ÉL no sé si vamos a ser capaces de prepararlo todo —decía preocupado José Antonio con la camisa empapada en sudor por la zona de las axilas.
—Lo sé, estamos jodidos. ÉL siempre ha sido el que ha tirado del carro cuando peor estaban las cosas, año tras año —le replicaba consternado Carlitos Alonso, otro de los miembros más reconocidos de la asamblea.
Al día siguiente, todos los componentes de tan selecto club estaban a las siete en punto con las mangas remangadas preparando los 108.908 regalos que había que entregar puntualmente en la madrugada del 5 de enero. El único miembro nuevo de la asamblea de ese año, Luka, observador como pocos, había permanecido prácticamente en silencio desde su elección. Después de asistir a la maratoniana asamblea, por fin se atrevió a preguntar cuál era ese preciado regalo del que tanto hablaban los demás.
Uno de los más veteranos, Paco, don Paco, un cántabro de bien, se levantó acompañado de su viejo bastón, sonrió y le pasó el brazo por los hombros al menudo Luka.
—Cada año miles y miles de personas piden en sus cartas que les hagamos un regalo especial, único. No quieren dinero, ni nada material… Nos piden felicidad.
—¿Felicidad? —repitió sorprendido Luka.
Don Paco abrió aún más los ojos detrás de esas gafas que le acompañaban desde hacía mucho tiempo.
—Sí, chaval, sí. Pero no para ellos, si no para sus hijos, un sobrino…
El rostro perplejo de Luka dibujó una sonrisa afectuosa en don Paco, que entendió que necesitaba ampliar su exposición.
—Todos los que estamos aquí tenemos una cosa en común: hemos hecho felices con una pelota a muchas personas que creen en un escudo. En el mismo escudo. Y eso es lo que nos piden: que sus hijos sientan este mismo escudo. Eso es la felicidad. Es un gran regalo… y es para toda la vida.
Luka alzó la vista y observó detenidamente el ir y venir de esa gente: ahí estaban Emilio, siempre de punta en blanco; Juanito, dejándose notar con esa impulsividad tan suya; Pirri, que era el encargado de tenerlo todo bien anotado. Y entonces lo entendió todo.
A las órdenes de don Santiago, los cincuenta miembros se dejaron la piel durante los días siguientes para conseguir que esos 108.908 invisibles regalos, ni uno menos, estuviesen listos para el reparto de Reyes. Pero faltaba el impulso genial que siempre daba ÉL a todo el proceso. Si ÉL estaba, no había imposibles.
El día 4 por la noche, cuando la moral flaqueaba y el cansancio se acumulaba, alguien llamó a la puerta con unos golpes secos, como de garrota. Siempre solícito, el murcianico Miguel abrió, miró y se giró hacia los demás con una sonrisa de oreja a oreja: ¡Es ÉL!, ¡ya está aquí!
—¿Cómo van chicos?, ¿todo preparado para hacer felices a nuestra gente? —preguntó con su inconfundible voz áspera sin detenerse en saludos protocolarios.
—Le estábamos esperando —contestó su viejo amigo Marquitos con una franca sonrisa—. Aún tenemos mucho por hacer.
—Pues venga, vamos a ponernos en marcha —replicó ÉL—, ya saben lo que siempre les digo: “Ningún jugador es tan bueno como todos juntos”.
Magnifico.
Quiere decirse magnífico.
Brutal!!!
Cuenta Pepe que al llegar a nuestro club se quedó boquiabierto de admiración, y que Cannavaro le decía: "Esto es el Madrid".
Así me he quedado yo después de leer su cuento, Jorge. Desde 2016 por estos lares, y cada día me sorprendo...
Muchas gracias por tan magníficas líneas.
¡¡Hala Madrid y Nada Más!!
Muy bonito. Que bello es vivir siendo del Madrid!!!!!
La Casa Blanca con sus cimientos fue construida por Don Santiago y Don Alfredo. Y nosotros la disfrutamos.
Eterno Real Madrid.
Siempre será una leyenda siempre será...EL.Gracias rubio te recordaremos siempre y a usted Jorge un fuerte abrazo y gracias.-