Compré durante años la Guía Marca. Era un ritual. Llegaba el verano y corría a un kiosco que había en el centro de mi pueblo. El kiosco era de esos antiguos octogonales, hecho de ladrillo, con el zócalo de azulejo y la pared blanca. Le daba sombra un árbol que estaba ahí antes que la misma calle. Recuerdo como dolorosa la transición de la peseta al euro porque la Guía Marca aumentó de precio y yo no manejaba muchos dineros. La cosa es que seguí comprándola hasta bien entrados los dos mil. Para mí era puro fetichismo: las coleccionaba, me aprendía de memoria los nombres completos de todos los jugadores, retuve todos los estadios de Inglaterra, Italia y Francia, me recreaba con los escudos y copiaba la página del palmarés de la Copa de Europa en documentos de Word; hice mucha tarea acumulativa en todos aquellos años, hasta que un día me harté. Coincidió con que el señor del kiosco derruyó la vieja garita cuyos ventanucos de metal se cerraban hacia abajo, y se taló el árbol centenario. De todo el saber enciclopédico -y absurdamente estúpido- que acumulé durante años a fuerza de leer la Guía Marca, uno continuó atormentándome hasta la madurez: el palmarés de la Recopa.
En la Guía, cada competición internacional venía precedida de una página en la que se hacía crónica de la edición anterior; de una foto a dos o tres columnas con el jugador más representativo del campeón vigente, con un somero análisis de los candidatos al nuevo título y, en un ladillo de la segunda página, se completaba con un cuadro en el que aparecían todas las finales disputadas de ese trofeo, con el campeón subrayado en rojo, el resultado, y la ciudad que albergó la final.
Yo no podía comprender que el Madrid no tuviese ninguna Recopa. La primera vez que lo repasé, incrédulo, pregunté a mi padre y me lo corroboró: no se había ganado ninguna. En el palmarés figuraba el nombre del Real en dos finales. Eran los albores de Internet, y para mí, aquello constituía la fuente de un gran misterio, irresoluble por el momento. Se me antojaba ridículo y extravagante que un libro de casi quinientas páginas que estaba plagado de fotografías, membretes y recuerdos honrando la gloria sin par del Real Madrid Club de Fútbol en todas las competiciones habidas en el fútbol internacional, estuviese de esa forma mancillado. ¡El Madrid, sin Recopa!
Me compré mi primera Guía el verano que siguió a la primera Liga de Capello. El Barcelona de Ronaldo Nazario y Bobby Robson habíase coronado campeón de la Recopa, en Rotterdam, ante el PSG. Contemplé las fotos, la copa austera en manos del ayudante de Robson en el Barcelona, un tal Mourinho, y deseché la posibilidad siquiera de inquietarme cuando mi padre murmuró junto a mí un “bah” en el que se reconcentraba su desprecio por tal copichuela sin importancia. “La copa que importa es la de Europa”. Pasé página y al año siguiente no me fijé mucho: salía el Chelsea de Tore André Flo, de Zola y de Vialli, lo que me llamó la atención porque yo recordaba vivamente un partido de esa temporada entre el Betis y el Chelsea. La atmósfera cultural en la que me he criado se ha expresado siempre como un entorno dual, en el que béticos y madridistas constituyeron los grupos étnicos mayoritarios. Ahora hay de todo: atléticos, barcelonistas y sevillistas, frutos todos del desbarre youtubero, pero en aquel tiempo el bipartidismo era lo propio de la gente amueblada por la tradición. El Betis había perdido 0-2 contra el Chelsea; dos goles de un gigante noruego que parecía un Yeti comiéndose enanitos verdes en el Villamarín. Por eso me entretuve con las páginas de la Recopa, y volví a mirar el palmarés. Seguían ahí, no se habían ido. Las dos finales perdidas, que ya en mi imaginación empezaban a fundirse en negro como una pesadilla nocturna: Chelsea 2 - Real Madrid 1; Aberdeen 2 - Real Madrid 1.
La tensión me acogotó al año siguiente cuando me enteré de que aquella iba a ser la última final de la Recopa de Europa: la competición de los campeones de copa pasaría a ser ahora, de manera unificada con el tercer trofeo internacional, la UEFA. Empecé a temblar por las noches y a reliarme en reflexiones confusas que siempre terminaban preguntándome, antes de dormir: ¿no podría jugar el Madrid, este año, la Copa de Europa y la Recopa a la vez? ¿Es que la gente va a permitir que el Madrid llegue al fin de los días sin haber ganado todos los títulos, una vez por lo menos?
Mi perturbación crecía al comprobar que el Barcelona sí los tenía todos. Debí haberme percatado de que la avaricia recolectora de copas y títulos fermentaba dentro de mí, y de que algún día, ésta sería el monstruo que dominase todas mis expectativas acerca del Madrid y el fútbol. Pero por entonces yo sólo era un jovenzuelo incapaz de percibir los límites del deseo en el fútbol contemporáneo. La Recopa se terminó con un partido en el que Vieri, Verón y Nedved pasaron las de Caín para vencer al Mallorca de Cúper, y una daga se clavó muy hondo en mi corazón. Por primera vez en mi corta vida, el Madrid dejaba insatisfecha una de mis pretensiones, y lo que era peor: no podía compartir con nadie mi desazón, puesto que mi madre era capaz de arrearme una colleja, por tonto, y mi padre otra, por haberse pasado él 32 años sin ver al Madrid levantando una Copa de Europa.
Lo cierto es que la Recopa de Europa es ya, para la posteridad, la dama que no quiso bailar. La flor inconquistable, esa mujer a la que nunca se pudo llegar. Se le cortejó poco, por ser la competición de los campeones de copa. Y no es que el Madrid hubiese ganado pocas, sino que Ligas hubo más, y puede elegir entre poner los Velázquez en el salón o en la sala de estar. Por eso el Milan o el Barcelona han llenado sus vitrinas de recopas y supercopas, haciendo con ello blasón de segunda: que es como si el Pocero presume de tener un Miró encima del váter. Jugó en el 71 la primera final, en el Karaiskakis de El Pireo contra el Chelsea. Aún se desempataban las finales, y el primer partido, jugado un 19 de mayo, terminó 1-1. Había empatado Zoco en el 90, a lo Ramos. Seguramente si hubiese habido prórroga, el Madrid tendría hoy una Recopa y yo mi botín completo, pero la vida nunca es como uno la piensa. Jugaban Borja, José Luis, Benito, Zunzunegui, Pirri, Zoco, Miguel Pérez, Fleitas, Amancio, Grosso, Velázquez, Grande y, claro, naturalmente, Gento. Ningún apellido consonántico y pretemporadas en los pinares del Guadarrama: era el Madrid que acuñó lo de cojones y sacrificio porque no podía acuñar otra cosa.
El segundo partido terminó 2-1, confirmando la teoría (que se me acaba de ocurrir) de que el Madrid no gana títulos en el imperio romano de Oriente. Doce años después, en Goteborg, el Madrid perdía, con el mismo resultado, ante el Aberdeen. Estaban Stielike y Metgod, patronímicos centroeuropeos de un Madrid predeterminado por el ibericismo: Chendo, Sanchís, Camacho, Gallego, Martín Vázquez, Juanito, Santillana y Del Bosque. Era un Madrid cansado, un Madrid semejante al Marte que pintó Velázquez: un Madrid de derrota que venía de perder, dos temporadas antes, la final de París ante el Liverpool, cuando la Séptima se eternizó definitivamente y ocupó el desván del cuco desde el que iría dándole las noches a varias generaciones de madridistas hasta que Mijatovic lo bajó de un pelotazo, muchos años después. Al Aberdeen lo entrenaba Ferguson, que mucho antes de ser sir, fue sólo Alex, y entrenó a 25 puros highlanders que jugaban con kilt y corrían tocando la gaita, de tan escocecísimos que eran. El Madrid nunca ganó la Recopa y quizá en eso, como en tantos pequeños detalles, resida la grandeur incomparable de un club que no nació para conquistarlo todo, sino sólo lo más importante. Pero a mí nadie me quitaba esa sensación de Adán lampando por morder la manzana que yo sentía al ver el palmarés y no encontrar, entre las siluetas en negro de los trofeos, el jarrón de la Recopa.
Me siento identificado, yo también pensaba lo mismo.
Mi primer recuerdo del Madrid fue la final perdida contra el Aberdeen. En esa época estuvimos cinco años seguidos sin ganar la Liga, perdimos una final de Copa de Europa y otra de la Recopa. No me explico cómo no me convenció mi padre para ser del Atleti porque no ganábamos ni a las chapas. Afortunadamente llegó Di Stefano y subió a la Quinta. El resto ya es Historia.