El sábado por la noche, en Rabat, Benzema levantó al cielo el título oficial número cien de la historia del Real Madrid Club de Fútbol, una historia que contará el próximo seis de marzo con ciento veintitrés años. Cien, cien copas, cien títulos. Cien, uno más que todos los nombres de Alá; cien, casi el doble de los que tiene la Associazione Calcio Milan, que durante años lució orgulloso por ahí aquello de club più titolato dell mondo. Cien, dos más, también, que su gran adversario en España y en el Mundo, el Fútbol Club Barcelona. Aunque es verdad que en la vida lo importante siempre es la calidad y no la cantidad, en esos cien entorchados hay treinta y cinco Ligas, catorce Copas de Europa y ocho Copas del Mundo de clubes. O sea, más de la mitad, casi el sesenta por ciento, son títulos patanegra, la crema de los títulos.
Cien. El número impresiona. Si se considera que la Liga echó a andar en 1928, el Madrid tenía ya el cuarto de siglo pasado cuando la ganó por primera vez. En la primera Copa de Europa, el club había celebrado ya sus bodas de oro, con lo que se puede decir que el Real sale a un título por año, más o menos, una media inhumana que explica la inhumana exigencia a la que todas las fibras de esta institución gigantesca son sometidas a diario, semana a semana, mes a mes. Año a año, steer his way through the ruins, como cantaba Leonard Cohen.
En la vida lo importante siempre es la calidad y no la cantidad, en esos cien entorchados hay treinta y cinco Ligas, catorce Copas de Europa y ocho Copas del Mundo de clubes. Más de la mitad son títulos patanegra, la crema de los títulos
Tiene su gracia que el cien llegara en Rabat, fundada por los romanos, abandonada a los bereberes, saqueada por un rey de Castilla y refundada por moriscos andaluces exiliados. O sea, en un callejón asoleado de la Ciudad de Dios, el lugar al que pertenece el Madrid. Los cien títulos oficiales del Real Madrid son algo más que un simple dato, mucho más que una cifra banal que repetir ufanamente ante los hinchas de otros equipos. Es una cota moral. En un país donde el esfuerzo, el sacrificio y el amor propio son conceptos degradados hasta el extremo, el Madrid es un Sísifo esclavo de sí mismo, de su olímpica necesidad de dominar. Toda la vida atado a un pedrusco, empujándolo hacia arriba sin desmayo, una y otra vez. Podrían ponerlo como ejemplo en las escuelas. Sin embargo, es la institución más detestada en público de España, seguramente porque es el gran espejo que devuelve a una sociedad en descomposición su perfecta imagen de abandono.
Los cien títulos oficiales del Madrid suponen un horizonte espiritual, más allá del cual sólo está el Dios cruel y vengativo del Viejo Testamento, que sacude ante los madridistas su flagelo inevitable con el que los azota para que sigan yendo hacia adelante. Uncido a los bueyes de la perfección absoluta, los madridistas se desgastan peleando contra el día a día, conociendo que es imposible ganarlo todo y ganarlo siempre, tan imposible como no desearlo con la fe vehemente de Abraham.
En la vida, que muchas veces es oscura, cuesta levantarse. En alguna novela lo contaba muy bien García Márquez: la angustia, el desasosiego tentacular del lunes por la mañana, del salir de la cama y enfrentarse al mundo. El Madrid es como una matriz extraordinaria que nos ampara y que espanta ese miedo, sacudiéndolo al menos por unas horas. En este sentido, es un hogar, además de un amigo. Si la amistad consiste en conocer a alguien tanto como a uno mismo, y poder compartirlo todo, sobre todo el silencio, el Madrid es el mejor amigo que he tenido en toda mi vida.
Si la amistad consiste en conocer a alguien tanto como a uno mismo, y poder compartirlo todo, sobre todo el silencio, el Madrid es el mejor amigo que he tenido en toda mi vida
Estos cien títulos, el Madrid ha plasmado la universalidad del mundo, la complejidad de la vida. Los hay de todos los colores. En la España de Franco, el Madrid era lo moderno, lo cosmopolita, lo que estaba en el mundo, sin dejar de ser español, sin abandonar su raíz, anidada en lo más profundo de la España desacomplejada y libre que floreció tras los desastres del 98 en torno a las instituciones educativas de estilo europeo que se fundaron en Madrid. Las cinco Copas de Europa seguidas fueron los éxitos de un equipo de fútbol abanderado por un argentino cuyo abuelo era siciliano, que saltó a la fama en Colombia y que terminó nacionalizándose español. El éxito de un equipo que enamoró al mundo con un mito húngaro que huyó del Telón de Acero, con un hijo de la gran emigración polaca en Francia, con lo mejor del talento español, desarrollado un lustro después con el toque moderno de los Yé-Yé, que ya eran juncos mecidos por otro aire, más beatle. Después, llegaron otras tres en cinco años, en un lustro a caballo entre el siglo que se iba y el que venía, un nuevo salto adelante, una ruptura, otro florecer español en la primavera del mundo. Las cinco últimas, con el mundo en repliegue, son la llama que sigue ardiendo, el fuego de San Telmo que guía el barco en la oscuridad incierta de la tormenta.
En esos cien títulos, hay producto nacional purasangre, hay frutos de épocas de austeridad, hay metal de opulencia, hay de todo. El Madrid es aún el siglo XX, completamente vivo, lo último que queda una vez muertos Isabel II de Inglaterra y Benedicto XVI. Pero también es el siglo XXI. La única gran época de sequía en toda su historia fue la postguerra, lo que viene a redundar en la impresión que siempre he tenido de que el Madrid, al ser lo mejor de la España moderna, sufre cuando la nación más sufre. Pero en la postguerra, el Madrid afianzó su patrimonio y lo convirtió en la base de su crecimiento. La fruta maduró tres lustros después, pero aun así, entre tanto, se ganaron algunas Copas de España, que congregaron en la estación de tren a la afición entregada, ansiosa por olvidar el dolor y la sangre de la guerra, por lavarlos en la pila de agua clara y pura de una ilusión colectiva. “España misma fuisteis vosotros, comandantes de todas las victorias, arcángeles del milagro en los pies y del santísimo talento sobre la hierba”, como le canta Manuel Vilas a los ingrávidos del blanco real: “Velázquez, García Remón, Zoco, Amancio, Santillana, Pirri, héroes de obreros españoles, enterrados en amarillas tardes de domingo”.
Los cien títulos del Madrid reflejan su capacidad extraordinaria de adaptación, adaptación a los tiempos y adaptación a las circunstancias. El Madrid ha ganado en épocas boyantes y en épocas de flaqueza, en el mundo pre y post-Bosman. Con dinero y sin dinero, antes de Franco, con Franco y después de Franco. Ganó títulos regionales y nacionales con Alfonso XIII, que le dio la corona a su escudo, y durante la República, que se la quitó. Ha ganado por fin una Copa de Europa con un gobierno socialista en La Moncloa, que era la última frontera en la geopolítica de los títulos blancos. Si Darwin observó la indestructible fuerza de la vida, su habilidad maravillosa para abrirse camino en todos los elementos, el Madrid es la quinta esencia del darwinismo. La prueba firme y demoledora de hasta dónde puede alcanzar la determinación absoluta por prevalecer. El amor por la vida.
Si Darwin observó la indestructible fuerza de la vida, su habilidad maravillosa para abrirse camino en todos los elementos, el Madrid es la quinta esencia del darwinismo. La prueba firme y demoledora de hasta dónde puede alcanzar la determinación absoluta por prevalecer. El amor por la vida
Los santos, los profetas y los patriarcas del panteón madridista constatan esa diversidad que los títulos certifican, ponen por escrito, por así decirlo. El Madrid contemporáneo queda refundado por un francés de Marsella cuyos ancestros eran bereberes argelinos. El heredero de Di Stéfano es un portugués de Madeira. La nueva edad de oro la firman un niño croata de la guerra, un sevillano de Camas, un alemán de la RDA y un brasileño, como brasileño es el futuro de la sala de trofeos del club.
Esta sala de trofeos es el emporio de una potencia trasnacional, el botín de una república independiente de proyección intergaláctica. La españolidad del Madrid tiene el carácter pontificial de la bendición urbi et orbi que dan los papas: el Madrid también juega “de la ciudad al mundo”. Es decir, que el Madrid, más que radicado en Madrid en tanto ciudad determinada con sus circunstancias, está afincado en Madrid, capital de España, igual que los papas, que viven en Roma pero le hablan a todo el género humano. El Madrid también se dirige a todos los hombres, “judíos o gentiles”, y les habla el lenguaje de los símbolos, que es el que abre la puerta del corazón. Los títulos son representación de lo divino. Sus partidos son homilías, la comunión de lo humano, que es mortal y falible, con lo eterno, que es uno y trino: a la vez presente, pero pasado y futuro. Pues el Madrid, cuando sale al campo cada miércoles, cada jueves o cada domingo, camina sobre los hombros de los gigantes que lo construyeron, se mide a sí mismo, sólo se enfrenta consigo mismo, con lo que le contaron que hicieron sus mayores, que es la meta que debe igualar. Una meta, por lo demás, inigualable.
El Madrid ha elevado su palacio por encima de la podredumbre, de la finitud de un mundo caduco, del miedo. Mes a mes, año a año, temporada a temporada, título a título, con la “infancia escapando de sí misma”, que escribió García Montero en su poema titulado Real Madrid. El Madrid es una iglesia con la santa y apostólica misión de redimirnos a todos: de la fealdad, de la corrupción, del olvido. La misión de ganar, de “ganar siempre, por nosotros, que tanto perdimos” y perdemos todo el tiempo.
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"Sin embargo, es la institución más detestada en público de España, seguramente porque es el gran espejo que devuelve a una sociedad en descomposición su perfecta imagen de abandono."
En eso consiste el antimadridismo, y en general, el anti-todo. Se reduce a la situación de envidia, impotencia y odio por la excelencia.
El antimadridismo es un efecto boomerang.
Creo firmemente que el Real Madrid tiene un componente ecologista importante, de reciclaje. Convierte la basura , que tanto abunda en forma de odio y envidia, en combustible para seguir avanzando en su periplo. Lo hace de manera natural y sostenible; a veces sin dar lugar al pestañeo.
Precioso artículo. Que buena sensación es la de estar sentado en el Bernabéu, y pese a cualquier circunstancia adversa, sentir que todo es posible y que la victoria se producirá en cualquier instante. Siempre suelo decir que no puedo creer en Dios, porque nunca he visto una de sus manifestaciones, pero en el Madrid siempre creeré, pues he visto ya numerosos milagros.
Un saludo y ¡Hala Madrid!
Por favor, don Jesús, concédale la Primera Cátedra Madridista Vitalicia de La Galerna a don Antonio Valderrama.
Soy madridista en Valencia y merezco pasar al martirologio blanco. Es insufrible, absolutamente. Tanto complejo de inferioridad, tanta envidia, tanta factura ajena pagada sobre nuestros hombros...
Un saludo de otro madridista residente en Valencia. Estamos en"territorio comanche" amigo. Ánimo y ¡HALA MADRID!.
Sé que no estoy solo. Sólo en mi grupo de amigos del fútbol (jugamos los sábados) hay 7-8 madridistas. A mí aún no me han cortado la cabellera, aún...
Hoy he informado en el grupo de chat sobre la compra de árbitros por el Barça (todos los sabíamos) y la respuesta ha sido: "Vaya tela que un madridista se queje de eso". Es el nivel del antimadridismo. No dan para más porque no tienen más inteligencia. "El relato" y tal. Un abrazo fuerte, resiliencia blanca, nival, y ¡Hala Madrid!