“Vinicius pierde el ángel”, “¿Qué le pasa a Vini?”, “Vinicius pide banquillo”... El presidente prefiere no seguir leyendo titulares de prensa, para qué. El chico que llegó de Brasil con apenas dieciséis años y que dio una Champions al club con aquel gol en París está perdido. O por lo menos, así lo dicen sus números: en los últimos quince partidos, un solo gol, ninguna asistencia y su cifra de regates ha descendido escandalosamente. Y lo que es peor aún, ha dejado de intentarlo. Nada queda del chaval que supo sobreponerse a esos inicios complicados en los que hubo quien se mofaba de sus definiciones, y a esa campaña que le acusaba de provocador. No solo no se arrugó con todo aquello, sino que se fue haciendo más fuerte.
—¿Entonces, qué le pasa a este, Emilio? No es capaz de controlar un balón, no se va de nadie.
El Buitre permanece circunspecto con la vista puesta en los diarios deportivos. Ha visto pasar a cientos de jugadores por ese vestuario desde que llegó al Madrid hace ya… mejor ni pensarlo. Se teme lo peor: estará triste el chico porque querrá más pasta. No le pega mucho del chaval, pero lo ha visto tantas veces en futbolistas mal aconsejados… Otra alternativa es que tenga morriña de su Rio natal, puede ser.
—Carlo, aquí Emilio. Mira estoy con el Presi… sí, sí, no te preocupes, lo del césped lo vamos a acabar solucionando, ya verás. Oye, estamos muy preocupados por lo de Vini. No levanta cabeza, no sabemos si le pasa algo, pero es que no es el mismo. Entiendo, haz el favor de hablar con él. ¡Ciao!
Emilio cuelga el teléfono y se queda con los brazos cruzados y la mirada clavada en la moqueta de la T4. Florentino le mira angustiado.
—Presi, Carlo está igual. Cuenta que ha dejado de bailar en el vestuario. Que ya no le divierten las bromas de Rüdiger.
—Maldita sea.
—Pero hay más. Dice que esta mañana antes del entreno ha estado poniendo música.
—Bueno, pero eso lo hace siempre, ¿no?
—Música de Álex Ubago.
—¡Esto es el colmo! —vocifera el mandatario mesándose los cabellos.
La llamada de Emilio ha terminado de convencer a Carlo, no debe demorar la conversación a la que hace unos días viene dando vueltas. Aprovecha que el vestidor está prácticamente vacío para sentarse al lado de Vini, en el sitio de Ceballos.
—¿Cómo está uno de mis meninos favoritos?
—Aquí ando, míster —responde lacónico mientras se termina de atar la segunda zapatilla.
—Vinichus, no vengo a hablarte de tus números de las últimas jornadas, sólo quiero saber cómo te encuentras. Me importa poco que no metas goles, pero que no bailes… Te veo tristón.
El 20, sin llegar a articular palabra, comienza a hacer pucheros, como si de un niño de cinco años se tratara. Carlo le abraza y le ofrece su regazo.
—Tranquilo, Vini, llora lo que haga falta.
Por fin, se calma y se seca los ojos con la palma de la mano, esa misma mano con la que un año atrás sostuvo el puro que se fumó con su entrenador en Cibeles.
—¿Me vas a contar qué te pasa o voy a tener que rogarte?
—Mira, Míster... Es que no es un asunto fácil —Vini duda si arrancar y soltarle todo lo que lleva dentro, pero finalmente piensa que es lo mejor—. ¿Alguna vez te has enamorado de una chica con la que ni siquiera has hablado?
—Vaya pregunta, chico. A ver, yo en mis inicios era un auténtico galán come Domenico Modugno. ¿No te suena, verdad? Bueno, era bellísimo y las ragazzas caían rendidas a mis pies. A veces sin tener que soltar ni una palabra. No te ofendas, Vinichus, pero yo era más guapo que tú. Pero a lo que íbamos, ¿qué pasa, te has enamorado?
—Creo que sí. Es una chica preciosa, con una cara de ángel que me cortó la respiración cuando la vi por primera vez.
—¿Y dónde está el problema? ¡El amore es lo que mueve el mundo! —proclama el técnico poniéndose en pie emocionado.
—Pues que ella… ha desparecido.
—¿Cómo? —Carlo se arrodilla—. ¿¿Cosa ha succeso??
—Te cuento. Vi por primera vez a esta chica en la primera jornada de Liga. Siempre se sentaba en la segunda fila, en la banda en la que atacamos en las segundas partes. ¡Tenías que haberla visto! Yo no le quitaba ojo en el calentamiento, ella me sonreía, yo a ella... Por eso siempre celebraba mis goles…
—Subiéndote a la grada —interrumpe el italiano—, ¡qué pillín!
—Eso es. El caso es que desde hace unas jornadas ya no viene a los partidos. Los domingos vengo con la ilusión de verla, pero nada. No sé si se ha cansado o si ya no tiene ilusión por verme.
Carlo deambula de arriba abajo del vestuario pensativo con las manos en la espalda. Le rompe el corazón ver así al crío.
—Hagamos una cosa. Un trato. Yo localizaré a esa chica. Averiguaré qué ha pasado y hablaré con ella.
Vinicius levanta la cabeza súbitamente, como si hubiese recibido una descarga.
—No te prometo nada, puede que ella no quiera saber nada de ti, y habría que respetarlo. Pero saldremos de dudas.
—¿Crees que podrás encontrarla? —ruega Vini.
—Claro, amico mío. Pero tú debes cumplir con tu parte. Sal el domingo y baila, Vini, baila.
Como si de un resucitado se tratase, el joven brasilero no sólo ofreció su mejor versión en la siguiente jornada, sino que la superó. Volvió a verse al jugador eléctrico que percute y no para, que finta, desborda, y sonríe a los niños mientras dibuja regates imposibles. Emilio respira en paz desde el palco y aprieta la mano de Florentino. No hace falta que se digan nada, sus miradas ya hablan por ellos. Nuestro niño ha vuelto.
Una vez concluido el partido, Chendo se acerca a Carlo, que cogía su gabardina para abandonar el estadio, con rostro desencajado.
—¡Ese Chendo!, ¿qué te pasa? Pareces estresado.
—Traigo una buena noticia y otra mala —el murciano está acelerado —. La buena es que hemos tirado de nuestros recursos y hemos encontrado a la chica.
—¡Bravisssimo! —festeja el míster.
—Pero la mala es que es la hermana de Maffeo.
—¡Pero cómo!, ¡cosa te ho fatto per merecere questo, mio Dio!
Carlo arroja la gabardina al suelo, grita, maldice, se despeina y agarra de la chaqueta a Chendo. Le levanta un par de palmos del suelo.
—¿Y ahora qué hacemos, Miguel?, ¿qué podemos hacer?
—No lo sé, míster —contesta asustado el delegado—. Sólo sé que la familia le ha pedido que deje de venir al Bernabéu. Los padres no quieren que vuelva a un solo partido más.
Desde casa, Carlo, abatido, informa a la T4. También allí cunde el desánimo.
Las semanas transcurren y el rendimiento de Vini comienza a resentirse. Sigue echando de menos a la chica de la segunda fila, y aunque no ha perdido la esperanza de que Carlo aparezca con buenas noticias al respecto, percibe que hay algo que su entrenador no se atreve a contarle. Lo intuye.
Sus goles y asistencias han llevado al Madrid a la final de la Champions, y ahora que están tan cerca del objetivo, siente que va perdiendo la ilusión. Necesita volver a verla.
Tres días antes de la final de Estambul, Carlo considera que debe ser honesto con el chico y decirle la verdad: la chica estaba ilusionada, había sentido el mismo flechazo que él, la misma descarga, pero no quiere enfrentarse a la prohibición tajante de los Maffeo.
Ha quedado a cenar con Vini en el reservado de una vieja trattoria de Bravo Murillo. Está tenso. Él, que siempre ha creído en el amor a mi primera vista, debe ser quien le diga que lo suyo es un imposible.
El técnico se sienta a la mesa y empieza a darle vueltas, no sabe cómo arrancar, le sudan las manos, y Vini se está poniendo nervioso. Resopla y coge fuerzas para soltarlo de una vez, pero suena el móvil.
—¿Pronto? —el rostro de Carlo cambia radicalmente—. Siamo quá, ¡andate veloce!
Tras diez minutos de espera consumidos entre confidencias más propias de un padre y un hijo, Carlo se levanta de la mesa con la excusa de ir al baño. Vini se queda esperando, ojea el móvil, mira el reloj impaciente.
—¿Vini? —una voz dulce pregunta desde la puerta del reservado.
Cuando el brasileño alza la vista se topa con el rostro angelical que lleva meses buscando en la fila dos.
—¿Cómo lo has hecho para convencer a los padres de la joven, Emilio? —interroga Carlo aliviado en la puerta de la trattoria.
—En los momentos de máxima necesidad hay que recurrir a nuestra gente más convincente. Anda, vamos.
Emilio le guiña un ojo y señala a la tasca de enfrente, donde brindan con una cerveza Zinedine, Amancio, Karim, Raúl, Pirri y Luka.
Carlo sonríe. “Ahhh, el madridismo todo lo puede, caro mio”.
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