Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro I Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. Recordamos que el ganador se dará a conocer el día 24 a las 5 de la tarde.
…ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos…
-¡Pst!
…caminito de Belén…
-¡Eh!
…olé, olé, Holanda, olé…
-¡Despierta!
…Holanda ya se ve….
-¡Eh, Antonio! ¿Te vienes?
La bola enorme color plata con la efigie de Zidane haciendo una ruleta le estaba hablando. Regalo de su abuelo, no podía dejar de mirarla. ¿Qué era aquello? El ruido de fondo en la habitación lo arrullaba como una nana: la tele, los villancicos, sus padres bebiendo y charlando, las risotadas de su tío, el frufrú de su abuela desliando polvorones. Y delante, las lucecitas, guirnaldas de colores que parpadeaban guiñándole el ojo, seguían atrayéndolo. Una voz lo reclamaba desde el centro del árbol de Navidad.
-Estamos a punto de empezar la prórroga. Nos falta uno. ¿Te vienes, o no?
En pijama sobre la vieja manta de cuadros que llevaba en su casa desde que desprecintaron el mundo, se balanceaba cada vez más cerca de las ramas de plástico verde que lo abrazaban con la calidez de su madre. Cerró los ojos un momento. Lo envolvió la vaharada que forma el agua caliente en el cuarto de baño después de la ducha, en invierno. Sólo era un momento, luego se iría a la cama, era demasiado tarde, no podía más.
Lo despertó bruscamente un fragor surgido del centro de la tierra. Abrió mucho los ojos, no se lo creía. ¿Era de verdad? Se pellizcó, miró a su izquierda, luego a su derecha, después levantó los ojos hacia el cielo, y el cielo no se acababa: una muralla de flashes y diminutas cartulinas blancas, que tremolaban como banderas al viento, se elevaba hasta un cordón de focos blancos que iluminaban con fulgor de mármol el inmenso tapete verde del estadio Santiago Bernabéu. La Luna, una uña plateada, colgaba del techo del cielo como la estrella del árbol de Navidad. Bajó la mirada, deslumbrado y aturdido. Se vio a sí mismo vestido de blanco, un blanco sin mancha. Sus pies, calzados con unas ligeras botas negras, lo hicieron caer en la cuenta de lo que estaba pasando. Se tocó la ropa, los brazos, sintió un escalofrío con el tacto del algodón suave de la camiseta blanca. Sus dedos nerviosos pasaron por encima del escudo en el pecho, de hilo bordado, exactamente sobre donde le latía el corazón, a mil por hora. Oyó un silbido muy fuerte y sus ojos miraron al frente. Diez tipos de blanco le hacían señas para que se acercara. Un tío todo de negro movía irritado el silbato en el centro del campo mientras aplacaba a voces a otros diez gigantes vestidos de rojo sangre que agitaban los brazos enfadados y le señalaban el círculo central, con ansia viva.
Era el Madrid. Es decir: él jugaba en el Madrid.
En el Madrid.
—¡Hombre, por fin!
—¡Venga, que me dejas solo defendiendo! ¡Vente aquí!
—¡Señores, que sepan que todo este tiempo perdido lo añadiré en el descuento!
A su lado, Fernando Hierro lo miró de arriba abajo con el ceño de un emperador contrariado.
—¿Listo? No pasa ni Dios, ¿EH?
Antonio tragó saliva, escuchó el silbatazo y luego, nada: la realidad se disolvió en un rugido tan intenso como el bramido furioso de una criatura mitológica, que ocupó todo el espacio físico entre los hombres y las cosas hasta dejarlo completamente sordo. Un momento después, la burbuja explotó con el crepitar de cientos de miles de lenguas de fuego. El Bernabéu estalló en pedazos de ruido y luz justo cuando sin que supiera de dónde, la pelota cayó del cielo a un metro de donde él estaba y un alemán rubio de cara colorada y deformada por el odio se le echaba encima con sus tres metros de plomo.
—¡FUERA!
¡Nunca había imaginado que pudiera ser tan veloz y ágil como los futbolistas que veía por la tele! Un resorte se accionó dentro de él; saltó como un gamo y chocó con toda su fuerza con el titán, que echaba espuma por la boca. Para su asombro, el rubiasco salió despedido, rodando por el suelo como un barril rojo, y él se quedó con el balón. Lo pisó, se irguió en toda su increíble estatura, hinchó el pecho con el aire misterioso de la noche, que olía a yerba mojada y a leña, como la calle después de la lluvia, y de un rápido vistazo vio a Figo moverse como un rayo allá lejos, por la banda derecha. Qué sensación tan extraordinaria, su pie izquierdo lo obedeció como si lo manejara con el mando de la Play, la pelota salió zumbando y describió una parábola maravillosa hacia el punto exacto en el que había fijado su mirada.
—¡Buen pase!
Hierro pasó por su lado felicitándole con un palmetazo en la espalda que le cortó el aliento y le hizo toser. ¡Qué tío! En seguida vio a Roberto Carlos subir la banda como una flecha color café y a Zidane caracoleando junto a él: desde su posición podía distinguir su tonsura franciscana bailando entre una red tupida de camisetas rojas que no paraban de entrelazarse persiguiéndolo, en vano. Antonio miraba embobado el discurrir de la pelota por entre las piernas de los contrarios, movida como si los pies de Zidane y de Roberto fuesen los hilos de un titiritero monstruoso. Le parecía que el balón era un gato escapando grácilmente de una jauría de perros rabiosos. En un parpadeo, sin embargo, dejó de verlo. El Bernabéu resopló y una corriente de aire acompañó a Figo hasta el banderín de córner.
—¡Sube a rematar, que eres alto!
Como empujado por una ola invisible se encontró de pronto atravesando la inmensa pradera verde. Los pies lo llevaban volando como alas ligeras y la vista, empañada por la fina capa de lluvia que empezó a caer de improviso, sin anunciarse, como un efecto de las películas, sólo le permitió ver una melé blanquirroja fluctuando ante la portería rival. Se hizo carne dentro de la masa justo a tiempo para ver salir el balón golpeado por Figo desde la esquina. Intentó saltar…y unos brazos rojos fuertes como garfios lo atenazaron clavándolo al suelo. La bola blanca surcó el cielo sobre su cabeza, impotentemente mansa. Logró soltarse de las cadenas que lo amarraban con un zamarreón violento, en el momento en el que un filamento blanco se escurrió por entre los huecos de una mole roja: la coronilla de Raúl impactó con la pelota, que fue bajando como una lágrima hasta el palo más alejado del arco. Se maravilló de la estirada del portero adversario, un simio rubicundo y bajito capaz de levitar sobre la línea de gol. Empujado por alguien que lo arrollaba desde atrás, Antonio sólo intuyó que el balón no había entrado por el estadio, que le gritó al oído.
—¡¡¡UY!!!
Trastabillando, el codo de uno de rojo le golpeó en la ceja, enderezándolo con brusquedad mientras el hálito del Bernabéu se le condensaba en la cabeza. El portero contrario seguía racheando por la hierba mojada y sólo entrevió la pelota rotando sobre sí misma, directa hacia su cara. Abrió los brazos lo justo para impulsarse en el aire con una brazada de escualo que huele la sangre. Remató el balón con la ceja ensangrentada. Sintió un pinchazo de fuego en la frente y cayó de pecho dentro del área chica. Un instante después la tierra tembló.
—¡GOL!
Lo despertaron las risotadas en el salón. Tenía la boca pegada al suelo frío de mármol.
…la Virgen se está peinando….
Paralizado todavía por el sueño, sólo pudo comprender que el balanceo lo había arrojado contra el árbol en el momento en que perdió del todo la consciencia.
….sus cabellos son de oro…
A su lado, dentro de la bola de plata, descolgada por su cabezazo, Zidane le guiñaba el ojo. Sonreía.
…y el peine de plata fina…
Brillante!!
Precioso.
Muy bonito, entrañable.
Pero que calidad, madre mía. Se viene una preciosa navidad leyendo en La Galerna. Gracias.