Milan Kundera desarrolló su novela 'La Inmortalidad' a partir del gesto de despedida de una mujer. El ademán servía de nexo común entre múltiples historias ambientadas en espacios y tiempos diferentes. Al igual que Agnes, la protagonista de la historia del escritor checo, Gaku Shibasaki, futbolista del Kashima Antlers, fue el artífice de otro gesto que conectó universos paralelos. En el transcurso de la final del Mundialito del 2016 y tras marcar el gol del empate, el delantero japonés, lejos de celebrarlo -como procedía por la circunstancia, el momento y el rival-, se detuvo en seco y, con semblante serio, se dirigió con calma hacia el jugador que le había pasado el balón para darle las gracias. Ni tan siquiera la algarabía del corro de compañeros que le abrazaron con efusividad le arrancó una sonrisa. Gaku se deshizo del tumulto y con la misma sobriedad volvió hacia el círculo central.
La reacción resultó tan desconcertante que las redes sociales comenzaron a especular hipótesis de inmediato. Unos mediante la presunta afición del futbolista hacia el Real Madrid, otros apuntando al introvertido carácter japonés menos dado a la exhibición emocional, incluso hubo quien sugirió que si el nipón no lo había celebrado era porque simpatizaba con el Atleti y ya sabía sobradamente cómo terminaba siempre el cuento. El segundo gol las desmintió todas.
Al lograr el tanto que avanzaba a su equipo y que los situaba a tan solo veinte minutos de conquistar el campeonato del mundo frente al club más laureado de la historia, la estrella del Kashima explotó de gozó como antes no lo había hecho. ¿Qué diferencia había entonces? Pues que ahora su equipo sí que iba ganando y los empates, por muy meritorios y esperanzadores que fueran, nunca se habían celebrado en casa de los Shibasaki.
Precisamente ese inconformismo en la celebración previa, esa sensación de no haber cumplido todavía con el objetivo anhelado conectaba con el espíritu de lucha que había moldeado la historia de su rival. Pocas veces una imagen -la no celebración de un gol- había representado con tanta exactitud la esencia irreductible del madridismo. Aquella escena en el estadio Internacional de Yokohama se proyectaba a través del ímpetu de Sergio Ramos en cada uno de sus goles agónicos, aquella renuncia a festejar lo que no constituía ningún propósito mayor conducía a la dimensión de las grandes remontadas de los años ochenta, aquel rostro insatisfecho era el reflejo de los futbolistas de los sesenta abducidos por las santiaguinas de Bernabéu. Y por qué no, aquel gesto era también un eco de socorro de su antítesis. Una advertencia llegada desde un pasado no muy lejano.
En el año 2014 el Real Madrid disputó el Mundial de clubs habiendo encadenado, previamente, una racha de triunfos que le permitió disponer, antes de embarcarse a Marrakech, de una ventaja de cinco puntos sobre el segundo clasificado en Liga. El equipo había desplegado hasta entonces un juego espectacular y sus rivales pasaban por serios problemas. Pero finalmente, cuando el club blanco consiguió certificar el triple entorchado internacional (Champions League, Supercopa de Europa y Mundialito) sucedió lo que nadie esperaba: como si Gaku Shibasaki corriera eufórico, gritando su alegría a los cuatro vientos, por un empate en mitad de una final, el equipo blanco se desplomó por la gravedad de la autocomplacencia. La temporada no había terminado. Aún no había honores que rendir. Y sin embargo el Real Madrid reanudó la actividad como si el objetivo ya se hubiese cumplido antes de cambiar de año.
La disputa de un amistoso contra el Milán en Dubái el 30 de diciembre anticipaba que la escuadra y quienes la dirigían no habían recuperado el foco. Cinco días después el equipo rompía su racha de imbatibilidad sucumbiendo 2-1 contra el Valencia en Mestalla. De seguido caía en Copa ante el Atlético de Madrid y pocas semanas después eran goleados 4-0, otra vez por los colchoneros en el Calderón en Liga. Esa misma noche, al término del derbi, algunos jugadores de la plantilla fueron cazados en plena juerga en la celebración del cumpleaños de Cristiano Ronaldo. Un simple indicio de desconexión que se rubricó, semana tras semana, en el alarmante estado físico que evidenció una plantilla que a partir de entonces cayó en picado. En Marzo la ventaja de cinco puntos con el Barcelona se había convertido en una desventaja de cuatro.
Entrados ya en 2017 el Madrid vuelve a la rutina, nuevamente, con un Mundial de clubs bajo el brazo, un balón de oro de su máxima estrella y un colchón de puntos sobre su máximo rival. La amenaza de un exceso de confianza está latente. Sin embargo, no todo es igual. En esta ocasión el equipo y el cuerpo técnico disponen del testimonio de Gaku Shibasaki, el jugador que tuvo claro que un empate no era una victoria y que por ello no había nada que celebrar, pero también el futbolista que, en el frenesí del triunfo pasajero, olvidó que el trofeo no se conquista hasta que no se alcanza el final.
Avisados estáis.
Confío en que ese recuerdo y esa experiencia de 2015 les sirva para no repetirla.
Estoy de acuerdo con Paz. Creo firmemente que ni Zidane ni los jugadores querrán repetir lo de 2015. Hay mucha ilusión y ganas de hacer algo grande este año y se les nota en cada entreno, en las declaraciones, liderados por un Zizou comedido, que siempre llama a la calma. Mi único temor son las lesiones: aunque tenemos una magnífica plantilla, donde aportan todos, vienen partidos difíciles y tendríamos que estar todos a tope. Esperemos que la enfermería se vaya vaciando y permanezca así hasta final de temporada. Amen.