Inscribir a Messi

El culebrón por la renovación de Messi con el Barcelona está resultando la escena de apertura de la España multinivel, el último invento del PSOE para hacerle la mamola al resto de los españoles mientras consagra la superioridad moral, política y fiscal de vascos y catalanes. En esta tribuna escribí hace un año una sentida despedida de Messi que ahora, al recordarla, se me antoja una ridiculez: ya no puede uno fiarse ni siquiera de las superestrellas que aseguran que se marchan de un club. Yo crecí en un mundo en el que «los astros» decidían dónde querían jugar: ya podía haber cláusulas hipermillonarias que los vincularan a sus equipos y presidentes fanfarrones cerrados en banda, que lo único sacrosanto era su voluntad. Era el mundo en el que Florentino reconstruyó el prestigio financiero del Madrid y lo elevó a la dimensión galáctica concitando el asombro y la envidia de todo el mundo. Messi dijo que se iba y luego dijo que no, cuando vio que no podía, usando a Rubén Uría de servilleta con la que limpiarse ante la afición barcelonista las manchas de aquella merienda. Ahora, cumplido su contrato y para ser inscrito otra vez en la nómina del Barça, necesita que Laporta haga entrar una caravana entera de camellos que hacen falta para acarrear su sueldo por el ojo de la aguja de la masa salarial del club. O que, siguiendo la tradición, al Barcelona se le pase la mano.

Messi dijo que se iba y luego dijo que no, cuando vio que no podía, usando a Rubén Uría de servilleta con la que limpiarse ante la afición barcelonista las manchas de aquella merienda

Esto no sería nuevo y contando con la experiencia acumulada a través de los años uno se atreve a pensar, con modestia, que luego todo esto queda escrito y después, ya se sabe, qué es lo que va a ocurrir. Es decir, la excepción a la regla: que, al final, al Barcelona le abrirán una puerta falsa por detrás del reglamento para que el mejor jugador de su historia siga arruinándoles cobrando un contrato tan absurdamente elevado, teniendo en cuenta su edad y la condición actual de sus arcas (y el contexto mundial del fútbol, por no hablar del panorama económico estrictamente español), que más que un salario parece un chantaje.

El estado de opinión ya está creado: «La Liga no puede prescindir de Messi», «España no puede permitirse que Messi juegue en otro país». Sin embargo, Tebas, el jefe de la Liga, que hasta hace poco no se coscaba de lo que estaba pasando en la tesorería del segundo club más importante de su negociado, se muestra, de momento, inflexible: no se hará una excepción con el Barcelona, institución con una deuda galopante que amenaza con abocarlo a la transformación en sociedad anónima deportiva con tal de salvar los muebles. Muchos de los medios que hasta hace poco compraban el cuento de sus gestores de que se estudiaría el «modelo Barça» de gestión en Harvard claman ahora por abrir la mano ante lo extraordinario del asunto, es decir, que el Barcelona se quede sin su máxima figura y que la Liga, tras las pérdidas de Cristiano y Ramos, se convierta en un producto mercantil devaluado frente a la Premier, el Scudetto o la Bundesliga.

al final, al Barcelona le abrirán una puerta falsa por detrás del reglamento para que Messi siga arruinándoles cobrando un contrato tan absurdamente elevado que más que un salario parece un chantaje

La secuencia de los hechos está siendo la habitual en estos casos: los titiriteros que manejan los hilos de la conversación pública crean el ambiente, la atmósfera, que termina presionando a los encargados de tomar las decisiones. Que el Barcelona siempre ha sido la encarnación del catalanismo político en la sociedad civil en tanto que símbolo destacado de una disciplina con vocación universal como es el fútbol, es algo probado. El Procés empezó con Messi. Y con Guardiola. La actitud indulgente, en el mejor de los casos, y profundamente cómplice, casi siempre, de los gobiernos democráticos de Madrid (por no irnos a los años de Matusalén, que se podría) ante los «excesos» legales de los representantes públicos catalanes han tenido su justa correspondencia en el fútbol español: al Barcelona se le ha dejado hacer de todo, desde permitir que proetarras se encadenaran a las porterías del Camp Nou en los Clásicos hasta no cerrar el estadio por el lanzamiento de botellas de whisky y cabezas de cerdo, por no mencionar la innumerable serie de ofensas al conjunto de los españoles en partidos nacionales e internacionales, bien visibles en las gradas para que llegasen a cientos de millones de espectadores en todo el mundo, aplicación relajada del reglamento en los años de Guardiola (el autobús de Pamplona, la ficha federativa de Fábregas en aquella Supercopa…). La ley, la norma, para el Barcelona, siempre ha resultado ser algo no vinculante, una guía de orientación en el mejor de los casos. En este verano, por ejemplo, estamos viendo algo inaudito: el Madrid ha desguazado la defensa con la que dominó Europa durante un lustro brillante reforzando a dos rivales internacionales directos a un precio relativamente bajo, teniendo en cuenta lo que se paga por cualquier zaguero de medio pelo en Inglaterra, con tal de aprovisionar las arcas. Este proceso de milanización forzada por las circunstancias está convirtiendo al Madrid en un club vendedor, síntoma inequívoco de pérdida de peso en el escalafón mundial. Sin embargo, el Barcelona, en quiebra técnica, ha realizado dos fichajes (uno, una de las sensaciones de la pasada Eurocopa, Depay) a los que no puede inscribir pero con los que sin duda ya habrá formalizado un contrato para las próximas temporadas, mientras en el baloncesto siguen, impasible el ademán, fichando estrellas europeas a cascoporro, como si la crisis económica no fuera con ellos. Es un panorama desolador, pues ambos clubes compiten sujetos aparentemente al mismo código normativo, pero en realidad, bajo reglas muy diferentes. En efecto, el Fútbol Club Barcelona es Cataluña.

Hay que inscribir a Messi porque es Messi y porque es el Barcelona. Al resto de clubes en situaciones semejantes, pues que les vayan dando. ¿Cómo se va a comparar a un gigante con una pléyade de enanos? Y, ciertamente, es así: el Barcelona, hablando en jerga bancaria, ya es demasiado grande para caer, no sólo por lo que representa en sí como club puntero del fútbol mundial, sino por lo que debe. Cuando alguien debe tanto dinero llega un punto en el que quienes deben tentarse las ropas son sus acreedores, de repente cautivos de un pufo monstruoso. Pero en aplicación rigurosa de la ética más elemental, precisamente por su grandeza deportiva (y deficitaria), el Barcelona serviría que ni pintado para un castigo ejemplarizante. Algo parecido a lo que pasó con la Juventus en aquel affaire del MoggiGate. Eso, por supuesto, no va a pasar, pues antes se quedarían su luz los quirófanos de los hospitales públicos catalanes que se descendiera al Barcelona a Segunda B por impagos. Pero lo cierto es que todo esto le ha cogido a Laporta en una coyuntura política desfavorable, pues en España, ahora mismo, nadie tiene dinero, y quien menos, la Generalidad de Cataluña, sostenida desde hace tiempo por el Estado mediante el fondo de liquidez autonómica. Ante otro panorama, el establishment político, social y cultural catalán jamás dejaría caer a quien representa mejor que nadie su quimera nacionalista, un vehículo, sobre todo, de excepcional valor propagandístico. Pero en Cataluña la cosa está que arde y no hay más que ver los problemas económicos de Roures y su pajarería audiovisual de Transilvania para darse cuenta de que allí la cosa está próxima a un sálvese quien pueda. El fútbol, además, atraviesa una crisis que más bien parece cambio de paradigma, como correctamente diagnosticó Florentino cuando anunció la Superliga: se pierde interés, se pierden aficionados a chorros, se pierde calidad en el producto, se pierde de todo.

Hay que inscribir a Messi porque es Messi y porque es el Barcelona. Al resto de clubes en situaciones semejantes, pues que les vayan dando

En una cosa sí que tienen razón los que pregonan la necesidad crítica de inscribir a Messi como sea. Si finalmente se cumple la ley y la igualdad jurídica hace extraño acto de presencia en la realidad española contemporánea, se habrá consumado la degradación de la Liga como campeonato de primerísimo nivel mundial. Las plantillas de Madrid y Barcelona, en este momento, no parecen mejores que la del Atlético, y sin refuerzos, sobre todo la del Madrid (al que un milagro alopécico que ya no está en el club mantuvo este año entre los cuatro mejores equipos de Europa), parecen incapaces de competir con los ingleses, los nuevos amos del cotarro. La ruina económica y moral de España también parece, por fin, instalada en el fútbol.

Fotografías Imago.