Florentino Pérez ha despedido a otro entrenador. Es probable que busque en el siguiente el hombre de Estado al que lleva persiguiendo desde que en verano de 2003 decidiese no renovar al entrenador heredado de la etapa anterior, Vicente del Bosque. En aquella ocasión, lo que se consideró una temporada insatisfactoria en relación inversión/resultados -la 2002/2003, en la que se consiguieron los mismos títulos que en la que recién terminó, añadiendo una Liga arrebatada in extremis a la Real Sociedad- propició el cambio que permitiría la primera confección técnica de la plantilla puramente florentinista. Es curioso que una eliminación frente a la Juventus de Turín, en semifinales de la Copa de Europa, vuelva a servir de pretexto para la tabula rasa; como en 2003, en el Sanedrín del Bernabéu pareció impropia la eliminación ante un equipo considerado inferior.
Siempre me llamó poderosamente la atención esa eminencia gris a la que se alude en la prensa bajo el eufemismo de en la directiva del Madrid no gustó tal cosa; como si entre el séquito de próceres y viejos espadones que acompañan a Florentino Pérez en la Junta Directiva hubiese numerosos estrategas del balompié y ex-entrenadores con varias Copas de Europa en su currículum. Es gracioso el ademán mediático con el que se esquiva, o se adorna, el personalismo tan evidente que rige la toma de decisiones en Chamartín: se mienta a la directiva bajo ese sustantivo colectivo cuando se quiere decir Florentino, y además se le otorga a esos venerables senectores, quienes bien pudieron ser todos ellos figurantes del Gatopardo, capacidades de influencia en la elección final de un jugador o un entrenador. Como si contaran algo.
En realidad, más allá del paralelismo entre los veranos de 2003 y 2015, y entre las decisiones de apostar por el perfil novedoso de Carlos Queiroz entonces, y (presumiblemente) el de Rafa Benítez ahora, lo que vincula ambos cambios de sentido en la dirección deportiva del Real Madrid es el recorrido. Es decir, la proyección de las apuestas. Lo que condenó el primer hijo futbolístico de Florentino Pérez en 2004 no fue el año en blanco de Queiroz, ni las cinco derrotas consecutivas con las que tan ridículamente se terminó la temporada. Fue la cesión que hizo Florentino, que volvió grupas preso del pánico y accedió a sacrificar su primer gran envite acometido por la presión popular y el peso de la opinión pública. Estos dos grandes engendros de nuestro tiempo, que son tentáculos del mismo calamar gigante, construyeron el potentísimo artefacto publicitario que domina desde entonces el criterio de Florentino en materia deportiva: El Real Madrid está obligado a ganar títulos todos los años. Este axioma, traicionado sin pudor por la misma opinión pública a conveniencia (recuerden que a Capello se le despidió tras ganar la Liga de 2007 porque el Madrid debía “aspirar a la excelencia”) es una enorme espada de Damocles que voluntariamente Florentino Pérez deja pender sobre su cabeza, pues un porcentaje abrumador de sus decisiones desde la fulminación de Queiroz en mayo de 2004 y su dimisión en 2006 estuvieron condicionadas por la demoscopia.
En aquel momento, el presidente del Real Madrid decidió no mantener el modelo, bautizado puerilmente en los medios con aquello tan infortunado de Zidanes y Pavones; el equipo de hechuras imperiales que aquella temporada estuvo cerca de ganarlo todo asombrando al mundo, terminó muriendo de inanición por motivos quizá parecidos a los que el Madrid más deslumbrante desde entonces ha terminado pereciendo: agotamiento de los titulares, lesiones decisivas, ausencia prolongada de rotaciones y carencias en la segunda línea de suplentes. Se adujo entonces algo parecido a lo de ahora: hacían falta centrales y mano dura, y se aireaban abiertamente supuestas tensiones irresolubles en el seno del vestuario. Cuestiones, por otra parte, difíciles de comprobar empíricamente y que la imprevisibilidad del fútbol puede ahogar si por unas milésimas de segundo un jugador llega antes al remate de un centro, o un portero no comete un error capital. La cuestión es que entonces aquel proyecto mayestático que nació con visos de cambiar el fútbol mundial cabalgando a lomos de un equipo desbordante de talento y una estrategia comercial enfocada a la fidelización universal de la marca, fue descartado en pos de algo más castizo y manejable: Camacho, centrales, y cojones.
Esto me lleva a reflexionar en una frase que repetidamente me ha venido a la cabeza desde que el día 25 de mayo Florentino anunciara en rueda de prensa que Carlo Ancelotti ya no era entrenador del Real Madrid. Fue la que pronunció en 2009 con su segundo advenimiento: “He aprendido de mis errores”. Como cuando en las batallas decimonónicas los ejércitos tomaban posiciones en torno al campo de batalla y se fijaban las primeras acciones, todo quedaba al albur del momento crítico, lo que se llama la hora de la verdad. En la tauromaquia es cuando el torero se apresta a entrar a matar. Florentino encara ese momento, el instante que se prevé decisivo para su futuro como presidente de una entidad a la que ha reflotado institucional, económica y deportivamente, en dos ocasiones. En 2004 renunció a su gran ensoñación por la presión popular; en 2015 se retira desde Moscú, como Napoleón, acusando veladamente a Ancelotti de haber abarcado mucho con una plantilla que tiene un Potosí de talento. La cosa es lo que dure la apuesta. La lección del verano de 2004 no fue otra que esa: no debió despedir a Queiroz o debió, en todo caso, continuar el juego iniciado un año antes con un hombre adecuado para la empresa tanto deportiva como estratégica que había decidido emprender. Los éxitos deportivos son el fruto largamente incubado del esfuerzo dirigido en una misma dirección. Tienen razón en una cosa quienes desdramatizan la marcha de Ancelotti: no importan tanto los nombres, al fin y al cabo, leyendas personales pasajeras en una entidad que aspira a la eternidad. Lo que desequilibra años e incluso lustros de planificación y resultados son, más bien, los hombres, en función de su adecuación al puesto requerido. En 2004, un hombre de club que respondía en lo operacional, y en lo estético, al plan general de dominación mundial, fue sustituido por Camacho: un oficial de segunda anclado en esquemas profesionales de otro tiempo.
Rafa Benítez, qué les voy a contar, no es José Antonio Camacho. Pero la apuesta de Florentino es la misma, agravada por el paso del tiempo y los fracasos, lastres que enfangan una gestión institucional y corporativa brillante que devolvió al Madrid por dos veces a la vida. Y a la cima. Hace once veranos, Florentino llegó a Moscú y se la encontró ardiendo: optó por retirarse, y por el camino lo perdió todo. Ha regresado y entre sus manos tiene un club puntero y una plantilla cuya materia prima es mármol de Carrara; pero mantener la apuesta más allá de un año terrible, o insatisfactorio, va pareciéndose cada vez más a un todo o nada, porque después de Benítez no hay nada para Florentino. Esta vez es un all in.
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