Cuando la playa de El Sardinero se convirtió en el Bernabéu
Para un niño urbanita de un barrio de Valladolid, Guarnizo* era lo más parecido a la selva de Tarzán. Abundante vegetación, árboles colosales y animales cuasi salvajes, o así me lo parecían aquellas imponentes vacas lecheras, los équidos que tiraban de los carros y los extraños renacuajos —allí llamados zapateros—. Gorriones, mariposas, algún jilguero por el día y lechuzas en la noche daban forma a un universo infantil en el que no existía nada comparable a las mañanas de playa con el tío Paco. ¿Qué más se puede pedir a los seis años?
Aquellos veranos interminables rodeado de tíos futbolistas, tías protectoras que cocinaban con mano precisa y unos abuelos acogedores fueron una bendición de la vida. Las comidas terminaban con largas y apasionadas conversaciones acerca de lo que se terciara, aunque con frecuencia convergieran en el fútbol. Los mejores por puestos; Di Stéfano o Pelé, o si el nuevo Madrid Yé-yé sería capaz de ganar la Copa de Europa. Y siempre se acordó que nadie golpeó el balón como Puskas. Mientras, seguro de sus argumentos, mi abuelo Antonio Gento aseguraba con vehemencia que los futbolistas del presente no tenían la raza que ellos exhibieron a principios del siglo XX.
Para Paco nunca hubo nadie como Alfredo, y adornaba su afirmación con el tono de voz —entre suficiente y divertido— que usaba cuando las cosas no ofrecían discusión en su cabeza
Por supuesto, para Paco nunca hubo nadie como Alfredo, y adornaba su afirmación con el tono de voz —entre suficiente y divertido— que usaba cuando las cosas no ofrecían discusión en su cabeza. Uno, observaba y callaba, admirado con las palabras de todos, absorbiéndolas con esmero, con la conciencia de mi privilegio. Convivía con un tío admirado en muchos puntos del planeta, al que profesaba respeto y cariño, el mismo que nos devolvió siempre que estuvo con nosotros.
Aún y con ser la charla rica y animada, la fiesta mayor consistía en ir con Paco a la playa. Madrugador a diario, en seguida nos embarcaba en su cochazo deportivo —no diré marcas hasta ser patrocinado—, apenas el sol subía su pendiente diaria. Cantando por el camino y saludando a los conocidos del pueblo y de los colindantes, el mejor tío del mundo —¡en ese momento!— decidía si dirigirnos hacia la capital o visitar alguna de las playas que se encaraban con la Bahía de Santander.
Entonces, todavía la ciudad cántabra era muy tranquila en el mes de julio, si exceptuamos a los estudiantes de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Ellas, jóvenes rubias y estilizadas, procedentes del centro y del norte de Europa, trajeron con su posar bajo el sol con una prenda de dos piezas el escándalo para algunos y el regocijo para otros. La contienda no se quedó en polémica, pues como propuso Heráclito, los contrarios no inducen parálisis sino actividad**. De forma inevitable, como reacción a los reaccionarios, el pequeño arenal del Palacio de la Magdalena quedó bautizado como la Playa de los bikinis, nombre que permanece aún hoy, por más que en aquellos días estuviera vetado a las españolas por opresión social y la fuerza de la costumbre.
Aquel no era nuestro sitio, de forma que nos dirigimos al comienzo de la Segunda Playa del Sardinero, hacia el lugar donde la familia Yurrita —amigos queridos, cuya profunda amistad se trasmitió a las proles respectivas— se acomodó por muchos años. Como no podía ser de otra forma, siempre llevábamos un balón de goma dura para darle unas pataditas, pues las normas y la cantidad de arena fina libre lo permitían.
Sin embargo, ese día no fue como los demás. La energía del sol, la buena compañía, el efecto del café tempranero o que pisó un pez escorpión —vaya usted a saber la o las causas de la breve galerna que se desató— impactaron en el ánimo de Paco, que comenzó a acelerar y frenar, a devolverme el balón de tacón, con una rabona, a pararlo sobre la marcha y dar toques sin que cayera al suelo, para terminar su festival imprimiendo en la arena las huellas profundas de un esprín largo. Las huellas de la fuerza que impulsaba su galopar en la banda del Bernabéu.
De forma paulatina, todas las miradas, tumbadas o en pie, se volvieron hacia él, inmóviles de admiración, sorprendidas con cada movimiento célere y exacto. Estaban en primera fila de un espectáculo que asombró a Europa. Siempre recatado, discípulo de Gracián, se paró al comenzar a sudar más de la cuenta, tras una exhibición portentosa de diez minutos. Despacio, recogimos el balón, sonrió, me pasó la mano por encima del hombro tras una carantoña y comenzamos a caminar hacia nuestras toallas. Uno esperaba, para acompañar a la galerna en retirada, la ovación de trueno de aquellas personas con rostros sonrientes, complacidos, que aún conservaban algún rastro de estupefacción. No sabía entonces que el carácter cántabro es aguerrido y afectuoso, pero siempre reservado.
*Guarnizo: pueblo cántabro en el que nació Paco Gento
**Palabras casi literales extraídas del magnífico libro Hitos del sentido de la firma más insigne que tuvimos y que jamás tendremos en La Galerna: Antonio Escohotado.
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A este santanderino le emociona leerle.
Es la persona idónea para escribir sobre su querido tío Paco. Por sus vivencias junto a la Galerna del Cantábrico y por su estilo al escribir.
Aún recuerdo mis partidos en el Sardinero hace 50 años y una ligera lágrima cae por mi mejilla ,como ha llovido!