Si el fútbol es un trozo de nosotros mismos que aún vive en la infancia, una reminiscencia, entonces el Mundialito para mí es como la enorme bandera roja cosida a retales que los campesinos de Villa Berlinghieri sacan al final de Novecento. Hay madridistas que desdeñan la competición, por innecesaria; accesorio también es el champán caro, y los bombones, e incluso el iPhone. Sin embargo nadie quiere privarse de ello porque lo bueno es lo que justifica nuestro paso por la Tierra, por más que un Huawei haga lo mismo y por más que con lo que cuesta una botella de Veuve Cliquot mi vecino del Atlético se compre siete de Freixenet. El Mundialito es un premio y una responsabilidad: el privilegio de poder coronarse rey del mundo merced a haber ganado antes la copa más importante de todas, la de Europa, y el deber de defender en uno de los confines del mundo no sólo la camiseta propia, sino la causa del fútbol europeo. Pero estaba hablando de mi infancia.
Cuando yo tenía diez años, el Mundialito todavía se llamaba Copa Intercontinental. Seguro que la recuerdan. Se jugaba también en Tokio, aunque luego, con el cambio de nombre, errase primero por las petromonarquías y luego en Marruecos, para regresar a Tokio en el eterno retorno al que estamos castigados los seres y objetos de este mundo. El Madrid la jugó en Tokio por primera vez en 32 años, después de haberla alumbrado, como la FIFA, como la Copa de Europa, como al fútbol moderno, 38 años antes, ganándosela a Peñarol por primera vez en la Historia. En los viejos tiempos aún se jugaba la final a doble partido. En 1998 hubo de viajar el Madrid a Japón, lo cual, como tantas otras cosas tras la victoria sobre la Juventus en el Amsterdam Arena siete meses antes, era algo nuevo y prodigioso, exótico, excitante para los madridistas. Desconocido.
A mí no se me permitió ni faltar a clase aquel día ni llevarme siquiera una radio, por lo que no tuve manera de seguir el partido hasta casi el final. En casa todavía se me sigue diciendo que el Madrid no me va a dar de comer, aunque ellos no entiendan, no comprendan, que eso no es lo realmente importante. Por suerte los padres de uno de los de Quinto de Primaria, de los que nos separaba un año y cierta rivalidad orgullosa de león lampiño y machito, no fueron aquel día tan severos como los míos: rondando la una menos cuarto de la tarde sentimos en la clase de al lado una conmoción sísmica, seguida de corrimiento de sillas, pateo, voces sofocadas y de nuevo, siseos. A la una salimos todos en tromba, nos recogían para el almuerzo: “el Madrid va ganando”.
Y el Madrid ganó, efectivamente. Raúl marcó el gol del aguanís y había temblado la Tierra, aunque ni mi padre pudiera confirmármelo hasta que montamos en el coche y prendimos la radio. Los últimos minutos del partido contra Vasco de Gama los viví sin cinturón, saltando nervioso sobre el salpicadero, confundido ante la indiferencia general de la Humanidad que marchaba por la calle, por la acera, en los coches con que nos cruzábamos, estúpidamente ajena al éxtasis que bullía dentro de mí: todo seguía girando y yo era campeón del mundo. Nosotros. La alegría del fútbol es expansiva, por lo menos la mía. Yo necesito comunicarla, transmitirle a los demás que ha ganado el Madrid, que la vida es hermosa y justa, que el sol brilla maravillosamente. De ese día guardo el recuerdo de un sol decembrino estupendo y de una llamada a mi tío, bético, de ufanía infantil desmedida. ¡La Intercontinental! ¡El mundo!
Estaba yo en Sexto cuando lo de Boca. Otra vez igual, otra vez sin radio, otra vez al albur de los de arriba, los de la otra clase, los mayores, que ya conocían uno de los arcanos esenciales de la Historia: la información es poder. Ellos la tenían y nosotros no. Ellos ya no eran niños, nosotros todavía lo éramos. En Primero de ESO había mucho cabrón y en Sexto de Primaria, mucho ingenuo. Y nos mintieron: saliendo a clase de Educación Física, cuyo horario las dos clases compartíamos, supimos por el conserje que el Madrid perdía 2-1. En el gimnasio, mientras el profesor, más madridista que nosotros, luchaba consigo mismo por ser profesional y no perder las formas, uno de los otros, que correteaban con el chándal del colegio en el gran campo de albero a la vez que atendían la radio, entró y dijo: ¡Ha remontado el Madrid! El alborozo fue extraordinario, se estremeció el Universo y ya nadie, ni siquiera el profesor, se atuvo a recato alguno. Se suspendió el circuito gimnástico, y se decretó fiesta, es decir, partido de fútbol libre. Cuando mi padre me recogió para ir a almorzar, al rato, supe la verdad. Ese día descubrí que la maldad del mundo no reside en las derrotas del Madrid, sino en la alegría que producen. De ese día también recuerdo el sol, un sol frío que desamparaba, indiferente a mi dolor estupefacto dentro del coche, en el regresar a casa más lúgubre de todos mis días.
El triunfo ante el Olimpia de Asunción de 2002, la última Intercontinental en 12 años, me cogió en Segundo de ESO. Yo estaba preparado. Nunca he sido un rebelde: mis aventuras más audaces han consistido en socavar moderadamente el orden constituido, con limpieza. Yo tenía un pequeño transistor Sony y unos auriculares negros. Era diciembre, hacía frío. Quedando media hora para el recreo, empezó el partido. Estaba todavía en Clase de Geografía, una de mis favoritas. Deslicé la mano subrepticiamente hacia el bolsillo interior del gran chaquetón blanco. Con una mano me tapaba la oreja, apoyando en ella la cabeza, como si estuviera pensando. Siempre sospeché que el profesor sabía lo que estaba haciendo, pero siempre, también, conté con el madridismo indulgente de los docentes: como los hermanos de una cofradía clandestina, la conexión sólo precisa de una mirada cómplice. Llegó el recreo. Siempre he estado dispuesto, por el Madrid, a afrontar los peores sacrificios: no jugar al fútbol obsesiva y frenéticamente en la media hora diaria que teníamos de recreo, engullendo en décimas de segundo el bocadillo y el zumo hasta el punto de empezar a correr con arcadas y aun así, sobreponerme, ha sido uno de ellos. Y no el menor. Ese día me quedé sentado en un banco, con dos amigos a mi alrededor que me preguntaban sobre el partido. Marcó Ronaldo. Acabó el recreo. El gol de Guti lo escuché en medio de un examen de Francés. Hube de dividir mi actividad cerebral en tres mitades, con tres objetivos diferentes, ordenados de mayor a menor relevancia: que no se me viera el auricular, controlar mis emociones y contestar las preguntas con la coherencia justa para aprobar el examen.
Antes de que terminase el partido ya sabía que estaba aprobado. Saqué un siete. Fin de la contienda: alegría callada, unas miradas discretas a varios compañeros, puño cerrado dentro del bolsillo del chaquetón, amplia sonrisa dibuándome en la cara. También hacía sol. Había valido la pena.
Me he reído viéndome reflejado en ti. Con 7 años sufrí lo de Boca, fue una de la primeras grandes decepciones, algo que nunca se olvidará. Recuerdo que por aquel entonces en mi familia se compraba todos los días un periódico deportivo, no recuerdo cuál, para completar una cartilla por la que regalaban un patinete. La portada del día siguiente, con argentinos celebrando por Buenos Aires, aún la tengo clavada en el corazón.
Mi padre, profesor y madridista, también era cómplice con sus alumnos que llevaban radios al colegio, haciendo la vista gorda en mitad de sus clases.
Ha sido un genial recuerdo esta entrada, Fantantonio.
Muy emotivo y bonito todos los obstaculos que habia que sortear,para oir un partido de futbol,pero en lo que no estoy de acuerdo,que vd.con ese sentimiento Madridista,llame a esta competicion "Mundialito".
Asi la llaman los que no la juegan,pero para nosotros,
los Madridistas,(y es como se le denomina)es UN MUNDIAL DE CLUBES,y no un Mudialito,que es quitarle prestigio a esta competicion,que ojo,para jugarla,HAY QUE SER CAMPEON DE EUROPA,para empezar a hablar.baybay........