—Osaba, una cosita, ¿cuándo vamos a Kolonbia?
Imagínense una isla, una minúscula isla perdida en medio del océano, azotada por vendavales y rodeada de tiburones. Y en medio de la isla, apoyada en una solitaria palmera, mirando al horizonte para ver si en la lontananza vislumbra la barca de su tío, una niña de ocho años, alta, parlanchina, con una sonrisa como un agujero negro (o más bien blanco), capaz de engullir todo lo que le rodea.
Esa es mi sobrina.
El jueves, después de la eliminación del Real Madrid, la fui a buscar a la ikastola. Lo llevo haciendo desde que tenía dos años y siempre me ha recibido con un entusiasmo contagioso, tan vital como es ella. Recuerdo que entonces salía con el resto de sus compañeros en fila india, por un largo pasillo, cogidos todos de la mano y con la profesora a la cabeza. En cuanto me veía se soltaba, rompía la fila y echaba a correr hacia mí. Yo, al verla, me agachaba y ella, después de recorrer la distancia que nos separaba entre las risas del resto de los padres y la complicidad de la profesora, se lanzaba a mi cuello para abrazarme. Unos segundos más tarde, después del apretón del encuentro, me levantaba y se lo recriminaba en voz alta, serio, le decía que tenía que esperar como el resto, que eso no se podía hacer.
Puede que la culpa fuese de mi falso tono de voz, de mi gestualidad, o de la incipiente sonrisa que, entre palabra y palabra, aparecía en mi rostro para delatarme en aquella forzada regañina, pero nunca me hizo caso.
Afortunadamente.
Hoy, seis años más tarde, sigue haciendo lo mismo. Ya no sale cogida de la mano de sus compañeros, ahora lo hace a través de un gran patio, rodeada de decenas de ruidosos niños, acompañada de dos o tres amigas. Cuando me ve, se despide de ellas y echa a correr. Corre y corre hasta que un metro antes de llegar a mí, se para en seco y se acerca lentamente hasta rodearme, mientras gira la cabeza hacia un costado, la cintura con sus brazos.
Cuando le digo que vamos al refugio a comer se le ilumina el rostro. El refugio está a media hora de camino, en el monte, en plena naturaleza, con el mundo a nuestros pies. Le llevo sopa en un termo, salchichas asadas y un Kinder. Para mí, una cuña de queso, un buen pan y vino. En cuanto nos alejamos del colegio y empezamos a subir la cuesta nos quitamos las mascarillas, ella en una esquina del camino y yo en la otra, unidos por un hilo invisible, tejido y trenzado con una imaginación cómplice y desbordante.
—¿El Madrid ha perdido, no? —me pregunta de forma retórica.
Habíamos llenado una pizarra de mi casa de conjuros, cábalas, refranes inventados y aliento al Madrid. Todo, hasta el más mínimo detalle, incluido el de rodear nuestros sueños con sietes y soles, estaba previsto. Como buenos supersticiosos habíamos cruzado los dedos y saboreábamos la victoria. La semana pasada, al subir al refugio, mi sobrina —después de dedicarme un Goya, hablarme de George Washington (tema recurrente sin que todavía yo me explique la razón) y dar de comer un poco de hierba a una vacas— ya se veía con su tío, alegre y risueña, en el Nuevo Bernabéu, sentada en la silla donde Zidane da las ruedas de prensa, contestando, como nueva entrenadora del Real Madrid, a las preguntas de enviados especiales de todo el mundo. Era entrenadora, ministra de Deporte para descender al Barcelona, jugadora y sobrina. Era todo eso y mucho más, ya que todo eso y mucho más, viajaba con nosotros en ese hilo de dos metros que nos separaba en la subida y nos unía en la imaginación.
Estaba a punto de contestarle que sí, que había perdido, cuando ella, como siempre, con esa actitud positiva que arrolla todo a su paso, se adelantó:
—No te preocupes, la temporada que viene lo volveremos a intentar, mañana voy a tu casa y actualizamos la pizarra, tranquilo.
Mi sobrina vive en una isla rodeada de escualos. No tiene ningún madridista a mano, ni en el cole ni entre los amigos ni en su familia, que la quiere tanto como sufre con su blancos devaneos. Soporta presiones y despeja balones como Casemiro, bien colocada, anticipándose a bocados e injurias, demostrando un carácter tan fuerte como independiente.
Ella solo conoce el Madrid a través de su tío. Cuando le digo que hay lugares en el mundo lleno de madridistas, cuando le cuento, enfatizando las palabras, adornando el relato como si fuesen Las mil y una noches, Samarcanda o la volea de Zidane, que en el Santiago Bernabéu, esa ciudad de La Ruta de la Seda, esa nueva Palmira en la que se dan cita más de ochenta mil locos para animar al Real Madrid —pues solo desde la locura le puedo explicar este milagro—, abre los ojos como platos, incrédula y expectante, como si estuviese a punto de lanzarse a cruzar el Atlántico, conquistar el espacio o fuese una más de esas fantasías con las que alimentamos nuestros paseos.
Hace unos días, cuando su tía le dijo que en su escuela había un alumno colombiano que era del Madrid, pegó un salto y gritó:
¡¡¡¡¡¡¡¡TOOOOOOOOOMAAAAAAAA!!!!!!
La pobre lo celebró como un triunfo.
El jueves, en el refugio, entre cucharada y cucharada de sopa, el alumno colombiano volvió, como no podía ser de otra manera, a nuestra conversación.
—¿Dónde está Colombia? —me preguntó con la cuchara suspendida en el aire.
Dudé un segundo, lo reconozco, pero en plena guerra, con el enemigo asediando a mi sobrina, tampoco está uno para desperdiciar una oportunidad, por mucho que nos separe un océano, como la que se me presentaba.
—Kolonbia es una zona del Bidasoa, cariño, justo entre la frontera entre Navarra y Gipuzkoa, un sitio lleno de vascos madridistas donde hablan un euskera muy cerrado. Algún día iremos, te va a encantar.
Yo, iluso de mí, entre vino y queso, el día resplandeciente y los extensos valles que se extendían a los pies del refugio, no medí bien mis palabras. Ella vio el cielo abierto y se lanzó a por él.
—Osaba, una cosita, ¿cuándo vamos a Kolonbia?
Ahora dudo. O le explico la verdad, cogemos un avión y nos vamos a conocer un país tan bello y fascinante como Colombia, o monto un Good Bye, Lenin! con los miembros de La Galerna en alguna sociedad de Bera o Lesaka.
Lo planearemos al detalle: cuando llegue con mi sobrina, justo al entrar a la sociedad, la recibiréis de pie, con la camiseta del Madrid, bufandas al aire y cantando el himno de las mocitas, como si fuese lo más normal del mundo, el pan nuestro de cada día en esa bella tierra llena de madridistas llamada Kolonbia.
Sé que será la niña más feliz de mundo.
Fotografías: Fred Gwynne.
Le decían a Oskar Schindler que quien salva una vida, salva el mundo. Pues bien, tú has salvado el mundo (y a tu sobrina). Gracias.
Precioso artículo. Enhorabuena!!
Buenísimo, me ha encantado cómo está escrito, pero la historia es otro nivel.
Enhorabuena y muchas gracias por este tipo de lecturas tan refrescantes y madridistas.
Una pena ir "madurando", e ir perdiendo esa ilusión, esa inocencia, esa pureza... El mundo de los mayores es un asco, lleno de Tinglaos, de Ceferinos, de variedades olfativas que oscilan desde el azufre al detritus.
Me declaro aprendiz y follower, de esa "pequeña maestra", hecha carne en tu sobrina.
Viva tu sobrina Fred y... hala Madrid.
¡ Precioso!.
¡Muy bonito, Fred!
Hermoso, señor Tornillitos. Enhorabuena.
Muy bueno. No es fácil combinar emotividad y sentido del humor. La ha quedado "niquelao".