Una cosa es lo que se diga de Ramos y otra lo que diga Lukita con su voz profunda: “Sergio es el mejor defensor del mundo y el mejor defensor del mundo tiene que estar en el mejor equipo del mundo”. Ni charlas con Florentino ni gaitas: lo que diga Modric, que viene a ser algo parecido a lo que dice @rdemon1984. Yo pienso en Ramón y lo imagino escribiendo sus artículos delante de su pantalla como el Señor con su rayo sobre las tablas de la ley, que es lo que hace ese croata sobre el campo dibujando los mandamientos del fútbol.
Al principio el Inter se escurría entre la defensa del Madrid, como si hubieran salido untados en aceite que les hubiese prestado Mancini de lo sobrante de su verano a juzgar por el tono de su piel, que era como el del presentador de la teletienda con el que se fugaba la madre de Bridget Jones: “Lo cierto es que era casi púrpura”, le llegaba a confesar después a su hija. Roberto se mordía las uñas apoyado en su banquillo con su pinta de conquistador de Portofino, y miraba seductor a Keylor quizá confundiendo su camiseta amplia y sus mallas con un camisón y unos pantis: es lo que tiene la pretemporada, que casi nadie está en su sitio.
Bale parecía darle más importancia a la guerra en sí que a la táctica como si hubiera vuelto de vacaciones hecho un bárbaro galés del estilo de los de los clanes escoceses a punto de levantarse las faldas en cualquier momento delante del portero Handanovic, que tenía un brío similar al de un parroquiano del Space terminando la sesión un domingo al mediodía.
Había salido Danilo de titular dejando alguna muestra, escasa, de sus maneras de antílope mientras el pobre público chino parecía vivir en un continuo sobresalto, por otro parte muy ordenado, igual que si les hubieran colocado por numeración. A mí me parecía oír todo el tiempo, en medio de los constantes oes: ¡Madlí!, ¡Madlí!, pero no descarto que la impresión estuviera producida por un prejuicio. El caso es que le llegaba la pelota a Cristiano y aquello era más bien el Shea Stadium el día en que Los Beatles no se oían a sí mismos.
Le había cogido el gusto el portugués por ese lado izquierdo a llevarse a sus marcadores neroazzurros (¡qué maravillosa lengua la italiana!, como decía Camba, yo me siento acariciado de un modo sutil si una mujer me llama neroazurro, o me susurra al oídopomeriggio o mezzogiorno) igual que a los mozos de estación de Milán locos por la propina. Esos facchinos se empleaban en una suerte de triangulaciones jemezianas tras las cuales siempre aparece en la pantalla una estadística sonrojante de cero tiros a puerta frente a los muchos otros del equipo rival.
Mientras tanto el Madrid iba a lo suyo, que aún no se sabe lo que es. Yo me entretenía en los detalles, que al final son los que te hacen las crónicas. Puso Ramos un balón flotante a Danilo que, por el alarido sincronizado, a la grada le debió de parecer David Copperfield volando. Y había contraataques, sí, pero que sonaban como los violines al comienzo de la ópera, justo antes de que se abra el telón, y que se encargaba de cortar Jesús de muy malos modos en el templo. El interista tenía su némesis en Casemiro, que es un púgil de espaldas estrechas y parece tosco pero en realidad es fino, aunque su misión principal fuera la de secar a Kondogbia, un prodigio de coordinación con esa envergadura.
El francés tiene el porte de un corredor de ochocientos del estilo de Wilson Kipketer o, más cercano, del de David Rudisha; en contraste con el de Jesé que parece Justin Gatlin. El canario tenía al fin ese día que se lleva anunciando desde el origen de los tiempos, y parecía moverse por el campo con ese saltador de muelles con el que jugaban los niños hace un siglo. Marcó un gol de súper estrella y dejó detalles de videojuego como si jugase enmarcado en las luces de ‘Tron’.
El partido en sí me iba produciendo el Rapid Eye Movement pero tenía sus momentos. Marcelo estaba en plan diablo. Yo siempre que veo a Marcelo así me da por imaginármelo de pequeño con bañador en una favela de Río y echándose cubos de agua por encima con una sonrisa infinita, y pienso que así le descubrió y se lo llevó un día un ojeador de Chamartín. Así juega el brasileño: echándose cubos de agua a sí mismo y echándoselos a los demás.
En cada water break (no confundir con watergate) uno veía al niño Marcelo y sentía un verano de guerras de globos de agua y camisetas mojadas, un regreso a la infancia y hasta Karate Kid en los placajes de Isco, que parecía un alumno de Cobra Kai. Los flequillos de Kroos y de Jesé estaban derrotados por la humedad y sólo le ponía algo de alegría al encuentro la sonrisa brillante de Cristiano después de cada fuera de juego. Yo quería ver debutar a Casilla y a los diez minutos aproximadamente de ese momento ya estaba dormido. Habían salido al campo los sobresalientes y Varane marcaba un gol de delantero centro a pase de Lucas Vázquez cuando aún no había emprendido el regreso tras un córner. Alguien podría ver en esa jugada una genialidad táctica de Benítez a quien, cada vez que le enfocaban, yo le imaginaba recitando aquello del boticario de Shakespeare: “Tengo tales drogas mortales: pero la ley de Mantua condena a muerte a quien las despache”, como si al final lo que le hubiera vendido a Romeo, en vez del veneno, fuese el gol de James.
Poco antes yo había abierto los ojos asombrado por la largura de los brazos de Kiko en una salida poderosa y se me puso una sonrisa premonitoria de bebé. Ahí ya caí en tan profundo sueño que al despertar en el minuto ochenta y ocho (vi el partido en diferido y de madrugada) me enfadé con Mancini porque no sabía a qué estaba esperando para sacar a Zanetti y a Recoba.
No sé si a esto llamarlo "stricto sensu" crónica...pero es un relato delicioso, divertido, sublime...plagado de imágenes evocadoras. Enorme trabajo Sr. De las Heras.
Estimado Marco Atilio, muchas gracias por sus palabras. Trataré de seguir escribiendo imágenes evocadoras. Un abrazo.