Un domingo a las dos alguien decide que debe jugarse en Vallecas un Rayo-Real Madrid. Ese alguien cobrará un sueldo de ministro, por lo menos. Debe ser muy listo, en Linkedin seguro que tiene muchos cargos en inglés que lo describen. La decisión se habrá tomado seguramente por aquello del producto global que quieren hacer de la Liga. Se entiende que internacionalizar el campeonato doméstico español ha de hacerse a costa del interés genuino de los propios españoles, pues bien es sabido que a esa hora, un domingo, ¿quién ha comido ya? Ni que fuéramos noruegos.
Bien es verdad que llevamos treinta años empeñados en una loca carrera por ser más europeos que nadie pero, por ahora, aunque eso moleste a unos cuantos amargados, la tradición de las comidas y los horarios sigue siendo españolísima y sagrada. La mayoría nos vemos obligados a adelantar o a acelerar el aperitivo, que es una cosa cultural como dijo el otro día un locutor de ESPN, o a sacrificar el partido mientras almuerza. En definitiva, a malcomer o a malver el fútbol. ¡Todo sea por lo global!
Seguro que el patrón Tebas nos saca mañana unas métricas y nos dice que en efecto las audiencias del Rayo-Real Madrid en Oslo, Tokio, Pekín o Los Ángeles fueron extraordinarias. Pero el español, se jode. Un domingo de cuaresma a las 2 de la tarde, en Vallecas, como mucho se puede empatar. Otra cosa es impensable, un pecado de hybris. Todo lo sórdido y todo lo mezquino se concentra en ese pedazo inverosímil de tela verde abierto en mitad del paisaje suburbano de Vallecas, visto a ojo de dron como un eccema en la piel maltratada de la ciudad.
Debe ser listo de cojones el que pone un partido así un domingo a las dos porque desde luego condena a millones de criaturas a sobrevivir hasta la noche como zombis, rumiando un ensordecedor empate, atónitos durante larguísimas horas ante la mismísima Nada, haciéndose preguntas inquietantes sobre la propia existencia.
Un domingo de cuaresma a las 2 de la tarde, en Vallecas, como mucho se puede empatar. Otra cosa es impensable, un pecado de hybris
Ganar ligas es estresante y antihumano, una cosa completamente contranatura. Está estrechamente vinculado con el sufrimiento, lo cual no es del todo malo porque, en realidad, constituye una inmejorable escuela para la vida. Y para el resto de competiciones. Pero es fácil desconectar de las Ligas en cuanto empiezan a ponerse peligrosamente cuesta arriba. El historial del Madrid contemporáneo está ahí, no voy a descubrir nada que no se sepa ya. Ni el trabajo dignifica ni ganar Ligas ennoblece. Aunque, claro, igual que hay que trabajar para vivir, hay que ganar ligas para seguir siendo el que tiene más y, sobre todo, para que no las ganen los otros.
La verdad es que los madridistas estamos hechos para las praderas infinitas llenas de bestias salvajes y tesoros de la Copa de Europa. En esos lugares volvemos a ser los cazadores originales, los nómadas que hostigan a las bestias en tribu, que cruzan ríos y desiertos, atraídos por el imán permanente del más allá: siguiendo la manada de bisontes, más allá del horizonte, a nuevas tierras, lejanas; los niños a la espalda y expectantes, los ojos en alerta, todo oídos, olfateando aquel desconcertante paisaje nuevo, desconocido, como canta Jorge Drexler. Sin embargo, la Liga es un lunes permanente pensando en la pensión de jubilación. Incluso después de ganar una Liga, sigue siendo domingo. Ganar la Copa de Europa es una eyaculación feroz, sentirse por un momento Napoleón follándose el mundo, pero la Liga no llega ni a una mala paja: todo el año penando, haciendo fútiles cábalas, si mañana el Girona empata entonces no pasa nada y a descontar una jornada menos, si gana, bueno, tenemos el goal average a favor, es como un punto más, una bola extra, ¿qué salidas de mierda quedan todavía?, no tenemos defensas, no pasa nada, estamos en uno de los valles de Pintus.
En fin, todo el año penando, digo, para llegar un domingo de finales de mayo a un campo de la España atroz y, sin ningún glamour, respirar aliviado, golpear la mesa del salón con asco y furia, y decir: ea, ya hemos ganado otra Liga. ¿Merece la pena? Seguramente no, pero es otra de las servidumbres a las que nos condena esta pasión irreflexiva y prerracional a la que llamamos todavía fútbol.
La Liga es un lunes permanente pensando en la pensión de jubilación. Incluso después de ganar una Liga, sigue siendo domingo
El Madrid está hecho para la anticipación de la alegría. Como le dice una señora canaria muy sabia llamada Juver, abuela de una buena amiga de La Palma, a su nieta, si vas a venir a verme el viernes avísame el lunes, para que yo esté contenta hasta entonces, esperándote. Nos llevamos todo el año soñando con la primavera porque ese, el camino a Ítaca de Kavafis, es el verdadero goce. Pedimos que el camino hasta ella sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. El capillita sevillano auténtico es el que se pone triste cuando llega el Domingo de Ramos: es cuando exclama con pesadumbre que esto ya se ha ido. Hasta entonces, cada vez que miraba el calendario, pensaba con ilusión de niño la víspera de Reyes: esto está aquí ya. Por eso la Liga es un continuo anticlímax, lección estoica circular de lo que cuesta ganar algo y de lo poco que, en realidad, vale.
En la Liga española no hay cíclopes ni tampoco lestrigones, no está el colérico Poseidón ni emporios fenicios llenos de nácar, ámbar, coral y ébano. Hay Deburgobengoetxeas y Raíllos y Maffeos, que son la prosa antipoética de la existencia. Hay Mestallas supurantes de portadas superdeportivas con las que hasta el pescado, envuelto en ellas, se pudre. Es lo del vídeo de Kevin Killeen sobre febrero: un intento desesperado de huir de algo que ya no es cierto.
El Madrid tiene ya 35 y la sigue compitiendo como si no tuviera ninguna, honrando el fútbol español como, por otra parte, nadie ha hecho ni hará igual jamás, y eso que el Estado-nación español está en vías no sólo de subdesarrollo sino de liquidación y el sentido de jugar una liga contra el resto de equipos españoles cada vez es más vago. Sin embargo la Liga y el fútbol patrio, que serían una minúscula nota al pie de página de la Historia universal del deporte sin el Real Madrid, le devuelven semejante esfuerzo de clemencia con oprobio, rencor y envidia, lo que aumenta el desconcierto y la sensación que le embarga al madridista en domingos como el pasado de que en realidad sigue jugando la Liga para hacer feliz a un montón de gente muy mala y muy fea cuyo motivo para seguir viviendo es el odio al color blanco puro.
Omnia fui, nihil expedit, dijo Septimio Severo antes de doblar la servilleta. Al menos, en estos trece episodios sinuosos y desagradables de otra probable conquista liguera, al madridista le queda el raro consuelo de que en cada campo, siquiera por vergüenza torera, España aplaudirá (¿por última vez?) a Luka Modric.
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Bon día,amics.
Aprovecho para mandar un recuerdo a mí abuelo, que me dejó estas sabias palabras: "Joan,si no eres fuerte, al menos sé listo", y así me ha ido en la vida.
No tengo familia, pareja ni amigos.Me paso los días aquí encerrado escribiendo con distintos nombres inventados.No me lavo porque es una perdida de tiempo, quién me va a querer ver,tocar u oler?
Soy un fracasado.Y voy a morir sólo, como un perro, que es lo que soy.
¡Qué brutalidad de artículo, por Dios!
La parte de “Ganar la Copa de Europa es una eyaculación feroz, sentirse por un momento Napoleón follándose el mundo, pero la Liga no llega ni a una mala paja” es lapidariamente real.
Mis sinceras felicitaciones, Don Antonio.