Os presentamos uno de los cuentos finalistas de nuestro V Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. El ganador se dará a conocer mañana, día 24 de diciembre, a las 12 del mediodía.
Por el camino que llevaba a Belén, hace más de dos milenios, llegaba un grupo de tres magos venidos de oriente. Viajaban subidos a imponentes dromedarios. Los acompañaba un séquito de decenas de pajes que a su vez tiraban de caballos cargados con riquezas y presentes.
Su destino era tan misterioso como incierto. Hacía meses habían decidido seguir la trayectoria de una estrella nunca vista en los parajes que habitaban, allá por el lejano oriente. Si sus cálculos e interpretaciones de textos no les engañaban, aquel maravilloso astro los llevaría hasta el Salvador de los hombres, que habría de nacer en los próximos días.
Sus nombres eran los de Melchor, Gaspar y Baltasar. El trayecto no era sencillo, pues debían atravesar tanto escarpados acantilados como hostiles desiertos. Fueron muchas las ciudades visitadas. Y muchos los avatares vividos. El más trascendente les sucedió al poco de iniciar el camino, a su paso por la ciudad de Persépolis. Allí, mientras atravesaban uno de los poblados situados en las afueras de la urbe, con el objeto de buscar un sitio en el que reposar y extender su campamento, observaron a un joven sirviente que desesperado pedía ayuda para su amado señor. Al parecer, adolecía de unas fuertes molestias intestinales que le mantenían postrado en la cama sin poder erguirse en pie, al tiempo que suplicaba por su propia vida. Los magos le visitaron y pudieron sanarle rápidamente proporcionándole unas infusiones de anís estrellado. Afortunadamente habían parado a recoger la medicina por el camino, pues se trataba de unas hierbas muy preciadas por su escasez y eficacia.
El noble, agradecido, les dijo que le pidieran cuanto quisieran. Ellos adujeron que con la sabiduría no debería comerciarse, más aún si se trataba de sanar a un prójimo. Aun así, el recién sanado paciente entró en su casa y salió portando una extraña tela de color blanco inmaculado. Se lo dio a uno de los pajes y les dijo que, como último favor, aceptaran ese presente. Se trataba de su riqueza más preciada. No por su tamaño ni por su contenido en alhajas. Su valor se encontraba en lo extraño de su origen.
El hombre les comentó que una mañana de niebla, mientras repartía forraje a su ganado, encontró entre las ramas de un olivo esta especie de camisa blanca con extraños caracteres de color azul oscuro. Se trataba de un tejido jamás visto por él antes. Con una elasticidad y una capacidad de repeler la humedad también asombrosa. Melchor, por mucho el más sabio y anciano de todos, extrañado por lo que aquel individuo les contaba, agarró la tela y la observó con detenimiento. Tras unos eternos segundos, comprobó que, efectivamente, se trataba de algo excepcional. Su conocimiento de la lengua latina le permitió leer varios nombres que aparecían en aquella especie de malla. Dicho origen latino de los caracteres no le hizo sino generar aún más dudas sobre su procedencia.
En el reverso de la prenda aparecía la palaba Bellingham, que a todas luces parecía un vocablo de las tribus sajonas, afincadas al norte de Europa. Si bien, también pudo interpretar la palabra Emirates que se asemejaba al nombre que los reyes recibían por las tierras en las que ahora se adentraban. Por si fuera poco, otra inscripción de Adidas acompañado de Made in Vietnam le hacía suponer que se refería a una de las geografías cercanas a las de su misma procedencia oriental. La presencia de un arábigo número cinco no hacía otra cosa que complicar aún más la deducción de su origen. Por si fuera poco, un escudo, que se situaría a la altura del corazón, mostraba una heráldica desconocida por completo para él. Si bien, al ir acompañado de una corona, le hacía suponer que pertenecía a alguien de suma relevancia, allá de donde quisiera que viniera.
¿Qué clase de objeto era aquel? Recientemente, otro sabio aún más erudito que él, mientras departían, le había hablado de unos objetos que en diferentes puntos del plano terráqueo habían aparecido sin explicación alguna y con una característica común: todos parecían venir de otra dimensión, pues el lugar y el momento de su presencia no se correspondían con su verdadera naturaleza. Eran, en definitiva, objetos fuera de su tiempo. Como aquel. Finalmente, los reyes, ante lo magnífico del hallazgo, decidieron aceptarlo. Después reemprendieron su marcha.
Tras largos días de travesía, con el astro que les guiaba cada vez más crecido, llegaron a un valle al que extrañamente la nieve había cubierto. Les sorprendió el bullicio existente. Se escuchaban campanas, procedentes de la ciudad más cercana, Belén. Varios grupos de pastores desfilaban cargados de ofrendas siguiendo a un joven que tocaba un tambor. Preguntaron a unos niños que jugaban pateando una piedra sobre el destino de todas aquellas gentes y comprobaron que se dirigían a conocer al mismo nuevo mesías que ellos buscaban. La presencia de un ser humano alado en lo alto de un árbol ya sin hojas les ayudó a cerciorarse de que estaban llegando al lugar correcto.
Atravesaron un pequeño puente que cruzaba un río lleno de peces que, buscando alimento, asomaban de forma indiscreta su boca al paso de la comitiva. Muchos de ellos eran presa de los pescadores que, situados en la orilla, trataban de capturar su cena.
Finalmente, allí se hallaba. Frente a un pequeño portal, que hacía a su vez de establo, se apostaban muchos de los habitantes de Belén. Algunos en posición de adoración. Aquella imagen captó por completo la atención de sus majestades y les hizo abstraerse de la realidad. Sin embargo, un sobresalto les hizo mirar hacia otro lado. La presencia entre los arbustos de lo que aparentaba ser una figura humana agazapada les suscitó algo de miedo. Portaba extraños ropajes de colores rojo y grana, nada habituales en aquella zona. Aquello les hizo sospechar que se trataba de un ratero proveniente de tierras fenicias, que pretendía, junto a otros malhechores, asaltarles para arrebatarles las riquezas que portaban. Los pajes más fornidos y de mayor confianza que viajaban en cabeza, Aurélien y Eduardo, incluso llegaron a empuñar con fuerza su lanza en posición de ataque. Sin embargo, la tranquilidad les embargó de nuevo una vez que comprobaron que se trataba de un pastor más que, simplemente, estaba haciendo de vientre.
Superado aquel sobresalto, que incluso hizo escapar una enorme carcajada a Baltasar, llegaron frente al portal. La masa de gente se movió ordenadamente hacia los lados del establo ante lo imponente de la comitiva. Los tres reyes se apearon de sus dromedarios y se dispusieron en fila delante del portal. Pudieron ver a un niño recién nacido acostado en un pesebre lleno de pajas. Una joven madre con aspecto de haber sufrido duros avatares en los últimos días miraba orgullosa y tiernamente a su hijo. El padre, fuerte y esbelto, acompañaba de pie a ambos con un rictus que denotaba la incertidumbre sobre su nueva situación y la preocupación por el futuro que le depararía a aquel recién nacido. Ojalá pudiera vivir una vida tranquila.
Sin más, procedieron a ofrecerle los regalos que tan magna figura se merecía. El principal, un cofre lleno de piezas de oro, pues un futuro rey debía poseer riquezas. Acto seguido, con la funda en la que venía el cofre, improvisaron un zurrón que llenaron de mirra e incienso, que ayudaría a la nueva familia a combatir los olores propios que emanaban de aquella cuadra. Este último presente serviría además como recuerdo del camino que sus majestades habían recorrido, ya conocido entonces como la Ruta del Incienso.
Tras una reverencia final, se despidieron. Mas a Gaspar le quedaba aún una cosa por hacer. No pudo evitar percatarse de un suave llanto por parte del niño, que ya sabían que portaría el nombre de Jesús. Además, un leve amoratamiento de las piernas y brazos del recién nacido denotaban que, a pesar de la lumbre y la presencia cercana de los animales, la criatura estaba pasando frio. Sin dudar un momento, se acercó a Melchor y le pidió aquel extraño paño que el hombre al que habían sanado en Persépolis les había regalado. El más anciano de los reyes no lo dudó. Tan magno objeto no podría tener mejor dueño que el que los astros señalaban como futro rey de los judíos. Así que se lo entregó a Gaspar y este procedió a arrullar al recién nacido con aquella prenda sin mediar más palabra. El niño, reconfortado, abandonó la queja y súbitamente se sumió en el más plácido de los sueños. Todos sonrieron.
Y así, sus majestades los Reyes de Oriente emprendieron su regreso a casa para seguir profundizando en su sabiduría y contar a todo aquel con el que se cruzasen que habían conocido y adorado al niño que cambiaría la historia de la humanidad. Un niño que dormía en paz, envuelto una malla de color blanco. Un color que, desde aquel día y para el resto de los siglos, gracias a aquella prenda, sería símbolo de la pureza y la divinidad.
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