En los últimos tiempos me llegan ecos crecientes de Fernando Redondo. Recuerdos de los aficionados, listas espontáneas y apócrifas en las que va emergiendo sin hacer ruido, de forma natural, como uno de los mejores de siempre; aniversarios de actuaciones estelares que suenan como la alarma de un despertador íntimo en la memoria de los que le vimos jugar. Era el centrocampismo de Redondo algo incomprensible y hermoso. De lo incomprensible y hermoso almacenado en el tiempo para comprenderlo del todo en su inevitable hermosura un día en el que ya parece que nos hacemos viejos.
Estábamos viendo la modernidad. La estamos viendo ahora y la veremos siempre. Era la estética de un fútbol de salón proustiano, al que no todos prestaban atención, distraídos entre las murmuraciones de los invitados de Mme. Verdurin. Lo mundano nublaba el figurón de Redondo. Un bailarín que de repente huía, salía por la puerta despavorido, para luego volver. Sin el balón en los pies era el mariscal discreto que tantos reclamaban en efectos contantes. Yo lo he visto alejarse de la pelota, ocultarse de ella y mover la jugada como un mentalista. La jugada fluía, se filtraba por todos los rincones, mientras él la rodeaba entre bambalinas como un domador, como el apuntador del teatro que susurraba palabras de lucha, de duelo o de amor.
Este artículo iba a publicarse el 15 de abril, el día que cumple años (22) su despampanante interpretación en Dortmund. Algo importante estará sucediendo en La Galerna en esa fecha, motivo por el cual hemos adelantado este homenaje sobrevenido, una ventolera, como su recuerdo, que alcanza mucho más allá de los números. No es nada preciso, nada contable sino imprevisible y verdadero como una emoción. A las emociones no se las espera y así surge Fernando Redondo en el tiempo, recordado, exacto (esta vez sí) en su bamboleo inolvidable.
El empaque de su figura dando un pasecito intrascendente. Con esa pinta, nada en Redondo era intrascendente. Uno lo veía dar una carrerita por esos medios y pararse. Andar de espaldas atrayendo hacia sí la jugada y sus componentes, como si viera el mundo desde su cuadriga a través de sus caballos. A veces no quería la pelota, no la necesitaba, y se deshacía de ella, quitándole toda importancia. Su afán estaba en otra parte que veríamos después, que llegaría después. Otras veces la retenía, la pelota, la pisaba, embadurnándola, y empezaba a moverse de un lado a otro en un metro de yerba, o la conducía en horizontal como si fuera un general a caballo que pasase revista a su ejército antes de la batalla.
La horizontalidad era una característica suprema en él. Se sabía un baluarte que no podía abandonar su posición. Pero estábamos deseando que lo hiciera. Cuando, de repente, se lanzaba, descosiendo al rival (y al Madrid) en un poema, como si fuera una misión entre las trincheras, la emoción se desataba. A ese arrebato bello (esos arranques como iluminaciones que también se producían en defensa, donde el rapto, la salvación, eran casi el inicio de la primavera) le daba un aire de misión suicida por la que todos suspirábamos, como si quisiésemos verlo morir sabiendo que no moriría nunca.
Valía la pena verlo ladearse en el regate sensual y cortante, como si moviera un trasatlántico igual que una bicicleta, y luego avanzar entre las oquedades de las bombas y entre las alambradas con su elegante tambaleo, siempre al límite de caer por un precipicio, donde no había manera de pararlo. Daba la impresión de que incluso los rivales no querían pararlo para no perderse ese enajenamiento efímero que nos volvía locos a todos. Quién hubiera sido Berg para contemplar en primera fila aquella escultura inmortal del taconazo manchesteriano que se esculpió a ritmo de Ceremonia.
El más elegante centro campista del RM y con un manejo de codos como si jugara baloncesto!!!. Bonito artículo.
Él solo se merendo a todo el mediocampo del Valencia en la final de la copa de Europa, era impresionante
UNA GOZADA VERLO JUGAR
El mejor medio centro que he visto. Merecido que se le recuerde entre los madridistas.
Un jugador atemporal. Hubiera sido titular indiscutible en todos los Madrid de todos los tiempos, pasados, presentes y me atrevo a apostar que futuros también.
Se le podría poner el pero de que muchas veces, en partidos de poco fuste, se guardaba un tanto y pudiera ser cierto, pero el día de partido grande siempre estaba ahí y estaba para destacar.