Ficha técnica:
Jornada 31.
Barcelona, 4 de abril de 2020, Camp Nou.
Colegiado: Alejandro José Hernández Hernández.
FC Barcelona: Busquets; Semedo, Gerard Piqué, Umtiti, Jordi Alba; Sergio Busquets, Guardiola, Frenkie de Jong; Leo Messi, Maradona (Luis Suárez. Min. 0) y Griezmann.
Athletic de Bilbao: Iríbar; Capa, Goikoetxea, Iñigo Martínez, Yuri; Dani García, Unai López; Williams, Etxeberria, Ibai; y Raúl García.
Tras los extraños sucesos acontecidos en Sevilla la jornada anterior, el FC Barcelona se presentaba en su estadio dando tumbos y sin entrenador. Tal era la deriva del equipo que, en el autobús de ida, los jugadores amenizaban el viaje cantando Carrascás y Un Elefante se balanceaba dirigidos por la batuta del conductor, cuyo lugar ocupaba Piqué que, mientras conducía, se fumaba un puro. A falta de una hora para el comienzo del encuentro, los barcelonistas jugaban al escondite inglés en el vestuario.
La actividad en los despachos era frenética. Bartomeu, en un alarde de temple y serenidad, se golpeaba la cabeza ininterrumpidamente contra la pared (donde temblaban como redivivos los retratos de Gamper y Samitier), mientras Abidal, disfrazado de enfermera de la Segunda Guerra Mundial, le ponía gasitas calientes a cada intervalo con semblante de preocupación. Fue cuando irrumpió Ramón Planes, adjunto de Abidal en la secretaría técnica, para aportar malas noticias:
—Garitano viene con un once revolucionario. Juega Iríbar en la portería y se ha traído a Andoni Goitkoetxea y a Joseba Etxeberría. Y creo que Julen Guerrero está en el banquillo. Necesitamos un golpe de efecto.
—Necesitamos un entrenador, Ramón —dijo Bartomeu, descansando un momento—. Mirad —dijo de pronto mientras se sentaba en el sillón y se masajeaba la cabeza—. Después de darme muchos golpes, he tomado una decisión. Vamos a fichar a D’Alessandro.
—¿A quién? —dijo Ramón.
—A Jorge D’Alessandro.
—Pero vamos a ver —intervino Abidal, despojándose de su disfraz de enfermera—. Presidente, es posible que tantos golpes...
—Estamos desesperados, Josep María, pero... —dijo Ramón.
—Estoy decidido. Llamadle. No se hable más. Además, ¿no necesitábamos un golpe de efecto? Para más golpes estoy yo... En fin. Hacedlo. Tenéis una hora para que esté aquí. No me miréis así, además, es argentino, como D10S.
—¿Argentino? ¿No era egipcio? —dijo Abidal.
—Lo dices por los jeroglíficos, ¿no? Yo también lo pensaba, pero no.
Cinco minutos después, Jorge D’Alessandro se presentaba en el Camp Nou desde Madrid con la lengua fuera en un vuelo supersónico. Ya le habían informado de la situación por teléfono y había hecho las gestiones oportunas para contrarrestar el efecto de la convocatoria novedosa de Garitano. En la puerta del vestuario ya le esperaban Busquets padre, Guardiola (que había prometido volver a Manchester en un plis plas) y Maradona, que se había quedado dormido al modo mejicano, con la gorra de Fidel sobre el rostro.
En el vestuario ahora jugaban a darse con las toallas en el culo con gran bullicio, el cual cesó cuando se produjo la entrada de los cuatro asombrosos fichajes. Busquets junior dijo: “¡Papá!”, y ambos se fundieron en un emocionado abrazo. Guardiola empezó a abrazar a todos, a tocarles, a hablarles al oído muy alto al mismo tiempo que iba de un lado a otro como un loco. Maradona seguía dormido mientras un empleado del club le ponía la camiseta y las botas. D’Alessandro comenzó a escribir en la pizarra.
Cuando todos estuvieron vestidos, todos se sentaron en el suelo (menos Messi, al que le pusieron una banqueta) con las piernas cruzadas delante de la pizarra. D’Alessandro daba sus instrucciones, pero nadie lo entendía a pesar del énfasis. Guardiola, a su lado, trataba de traducir sus palabras al lenguaje de signos, pero se confundía con el sonido del tango que, de repente, sonaba en alguna parte. La pizarra parecía una pared de la tumba del rey Escorpión.
Ya en el túnel, a punto de salir al campo, Maradona se despertó y comenzó a tocarse como si buscara el móvil, la cartera y el tabaco. Carraspeó y vio a Messi a su lado, que le sonreía.
—Así que vamos a jugar juntos —dijo Maradona.
—Pues sí, Diego —respondió Messi.
—Ah, no. Pero yo no salgo ahí fuera si no reconocés delante de todo el mundo, aquí y ahora, que yo soy el mejor.
—¿Mejor que yo? Tú flipás, Pelusa.
—Pues si no lo reconocés, no salgo.
—¿Qué pasa ahí? —dijo D’Alessandro.
—Que Diego Armando no quiere salir si Leo no dice que Diego Armando es el mejor —dijo Jordi Alba.
—Nininini...—dijo Maradona.
—Leo, si tú pudieras... —dijo D’Alessandro.
—Ni de coña.
—Pues no salgo —dijo Maradona, quitándose la camiseta y las botas y marchándose túnel abajo como cuando Rambo dijo que iba a vivir día a día.
Luis Suárez ocupó el lugar del astro. Al otro lado del túnel, Iríbar calentaba haciendo rondadas y flig flags y mortales en parado ante la atónita mirada de Garitano. Andoni Goitkoetxea le explicaba a Raúl García como cortar metal con una radial y Etxeberría se subía por las paredes ante la atenta mirada de Iñaki Williams.
Al fin ambos equipos salieron al terreno de juego y comenzó el partido. La seriedad del Athletic contrastó desde el primer momento con el desorden azulgrana. Busquets sénior se rascaba las piernas por encima de su pantalón largo. Piqué le había puesto polvos pica-pica sin que se diera cuenta.
—Cómo te pasas, Gerry, le había dicho Busquets júnior.
Guardiola desde el centro del campo trataba de organizar el juego de su equipo, mientras D’Alessandro daba órdenes peregrinas a ininteligibles desde la banda no se sabe a quién, porque seguía haciendo gestos incluso cuando el juego estaba parado.
—Pero ¿qué hace? —le decía Bartomeu a Ramón Planes.
—Creo que está en trance, Josep María... Debe de ser el influjo de este gran estadio...
Apenas comenzado el encuentro, una internada de Etxeberría por la banda derecha la remató en gran escorzo Griezmann al fondo de la red culé.
—¿Qué coño haces, Antoine? —dijo Pep.
—Ah, pagdon, es que me he confundido. Yo pensaba que el águila bajo el sol significaba guematag siempge. Pego debo habeglo confundido con la paloma picoteando el suelo. Tengo algunas dudas con el alfabeto egipcio...
—¿Pero tú entiendes el lenguaje egipcio?
—Bueno, en el colegio, allí en la Borgogne, lo estudié un pocó...
Ambos equipos se fueron al descanso con el marcador de cero a tres, con tres goles de Griezmann en propia puerta, pues no terminaba de entender las inexistentes indicaciones. En vez de un príncipe, parecía una princesa encantada. Luis Suárez tuvo que morderle, tras sugerencia de Maradona desde la grada (¡Mordéle, mordéle, a ver si despierta!).
Ni siquiera el arbitraje de Hernández Hernández lograba darle la vuelta a la situación. No paraba de pitar penaltis a favor de los locales, a pesar de que sus jugadores no llegaban ni siquiera a pisar el área contraria. Esos penaltis, un total de dieciocho antes de finalizar el primer tiempo, no paró de detenerlos Iríbar, en un estado de forma formidable a sus setenta y siete años.
El público del Camp Nou, que había asistido atónito al show de D’Alessandro, que siguió actuando en la banda durante los primeros minutos del intermedio sin importarle que los jugadores ya no estuviesen sobre el campo (un empleado del club, el mismo que le había puesto la camiseta y las botas a Maradona mientras dormía, se lo llevó en brazos al vestuario al tiempo que el entrenador argentino continuaba con sus indicaciones), esperaba que Messi sí quisiera en la segunda parte.
—¿Por qué no has querido, Leo? —le dijo Guardiola justo antes del volver al césped.
—No sé. A veces tengo una pereza que no me encuentro. Voy a ver. No lo veo claro. Pasa la pelota cerca y no la siento. Me aburro, Pep.
El partido se reanudó. Nadie sabía donde se había metido D’Alessandro. El caos era absoluto en el medio campo azulgrana. Messi caminaba y caminaba y de vez en cuando se paraba, se agachaba y cogía algo del suelo y lo observaba de cerca con los ojos muy juntos y la boquita de piñón como si hubiese encontrado un mineral. Pep empezó a hacer el gesto ese de los dedos elevándolos al cielo. Jordi Alba se hurgaba la nariz. De Jong se entretenía poniéndose y quitándose la capa de invisibilidad de Harry Potter.
Maradona amenazó con salir ante el desastre. Se levantó algo confuso, comenzó a correr por la banda, tropezó y se cayó. Dijo que ya no salía. Los goles del Athletic también seguían cayendo uno tras otro, mientras, en la retaguardia, Goitkoetxea esta vez le enseñaba a Raúl García como rebanar espinillas con una cuádriga de ruedas de cuchillos como la de Messala, el malo de Ben-Hur.
La única intervención en juego de Iríbar (aparte de los cincuenta y siete penaltis, todos ellos salvados por el guardameta rojiblanco, pitados por Hernández Hernández) se saldó con un portentoso vuelo del zarauztarra que atrapó el balón a la altura del segundo anfiteatro tras disparo un poco alto de Umtiti que, cansado de que Etxeberría le marease una vez y otra, había abandonado definitivamente su posición.
Con cero a doce en el electrónico ya no quedaba nadie en el estadio, que había sido saqueado por la afición culé ya con el cero a siete. Bartomeu se escabulló por un pasadizo secreto y logró coger un avión con rumbo desconocido. Abidal trató de pasar desapercibido con su disfraz de enfermera de la Segunda Guerra Mundial, pero, no sabemos cómo, fue descubierto y paseado como escarnio hasta Canaletas, donde la multitud le obligó a bailar sardanas hasta que no pudo más.
El partido terminó finalmente cero a dieciocho. Busquets sénior se lamentaba por los muchos goles recibidos, pero su hijo Sergio le consolaba:
—No pasa nada, papá. Hemos jugado bien. Siempre lo hacemos. Has estado maravilloso. Te quiero.
—¿En serio? Y yo a ti, hijo —le respondió, mientras se rascaba las piernas—. Muy gracioso, Gerard, ¿eh? Es un tío estupendo. Qué gracioso es. Menudo partido me ha hecho pasar. Es genial.
Todos los futbolistas fueron saliendo del terreno de juego. Primero los del Barsa, apenas sorprendidos por la vaciedad de las gradas y por las hogueras que se elevaban al cielo barcelonés, y luego los del Athletic, vitoreados por sus seguidores. Finalmente, todo quedó en silencio en el Camp Nou, hasta que al fin apareció de entre las sombras D’Alessandro, que había sido confirmado por la directiva en el exilio, para seguir dando órdenes ininteligibles y peregrinas.
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