En estas fechas se cumple el aniversario de un hito histórico, el surgimiento de la idea de una liga de fútbol. El profesionalismo, reconocido por el balompié inglés desde 1885, afloró nuevas dificultades a los clubes: resulta que había que pagar a los futbolistas y mejorar sus condiciones, fíjense. La Copa, en la que podías caer eliminado a las primeras de cambio, y la organización cada vez más dificultosa de amistosos no daba para más.
La bombilla se le encendió al propietario del Aston Villa, el escocés William McGregor, que dirigió una carta a un conjunto de equipos con la solución: “Si los doce clubes más importantes organizamos un calendario para disputar partidos de ida y vuelta…”. Dicho y hecho. El mismo 17 de abril de 1888 se formalizó la Football League, que comenzó cinco meses más tarde.
En España, el parto no fue tan sencillo. Muy a nuestro estilo, la Liga nació después de varios enfrentamientos entre dos posturas, la maximalistas y la minimalistas. Si los primeros defendían que la nueva competición debía abrirse a todos los equipos, los segundos querían limitarla a los campeones de Copa. Tal fue el desencuentro que cada bando tiró hacia adelante con su Liga, aunque ninguno completó el calendario. Finalmente, llegó el acuerdo con la participación de los seis minimalistas (Barcelona, Athletic de Bilbao, Real Sociedad, Real Madrid, Arenas de Guecho y Real Unión), tres finalistas de Copa (Europa, Español y Atlético de Madrid) y un invitado extra, que resultó de una eliminatoria previa (Racing de Santander), y la competición pudo arrancar el 10 de febrero del 29.
Desde aquellos años, los verdaderos protagonistas del negocio fueron los futbolistas, a los que había que cuidar para que brillasen y atrajeran al público necesario para sostener el negocio. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, los responsables de dirimir las dudas sobre las normas han acaparado tanto foco que la Liga está perdiendo parte de su naturaleza. Ya ni siquiera se puede celebrar un gol, esencia del juego, sin esperar a que unos señores con lupa den su conformidad. Por si fuera poco, tenemos la adulteración: mientras no se limpien las faltas y caigan los culpables de haber prostituido 17 años el campeonato, la sospecha seguirá ahí y será habitual que cada fallo se convierta en un piso más del edificio de la ignominia. La gravedad de un delito no reside en su ejecución, sino en la impunidad de los malhechores. Si eso sucede, indica que el sistema está podrido y la competición, muerta.
La gravedad de un delito no reside en su ejecución, sino en la impunidad de los malhechores. Si eso sucede, indica que el sistema está podrido y la competición, muerta
Lo de Mestalla no fue inédito, como aseguró, elegante, Ancelotti. Ya le hicieron una zancadilla semejante al Valladolid contra el Sevilla en la temporada pasada. Aunque quizás lo más parecido fue lo que se perpetró contra Brasil en el Mundial del 78. Sucedió así: en su partido debut contra Suecia, se rompió el empate en el minuto 90 gracias a un córner sacado desde la derecha por Dirceu y rematado de cabeza por Zico. El árbitro, con todo su cuajo (y no sabemos qué más), pitó el final mientras el balón volaba ¿les suena?, y así se consumó el atraco en el negro Mundial de la dictadura.
No exento de su brillante ironía, Galeano acertó a definir la figura del árbitro como la del “abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible, ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera”. “Silbato en boca” continuó, visionario, “el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles”.
¿Hacia dónde va la Liga? ¿Volveremos a disfrutar del juego y sus protagonistas sin temer que los del silbato empañen la actuación de los ídolos? Quejas y protestas siempre las hubo, es parte del espectáculo, pero de ahí a esperar la revisión de cada frame o sufrir decisiones escandalosas que matan el espíritu del juego, hay un peligroso trecho. “Durante un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores”. Abracemos a Galeano.
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