Es la primera derrota de la temporada y ya hay quien quiere meter otra vez las excavadoras por Padre Damián, como si no nos quedase aún todo por delante. La inmediatez del fútbol actual y la dimensión planetaria del Real Madrid (sus hostias también lo son) hace que muchas veces perdamos el sentido de la proporción y la noción del tiempo.
En semanas así conviene recordar que uno de los motivos por los que el fútbol es un deporte tan arraigado y popular es su escala, totalmente humana. Al igual que en la vida, el tiempo en el fútbol es irregular y está fraccionado de forma muy manejable. En lo que dura un partido cabe casi cualquier experiencia vital, sin quedarse corta y sin que llegue a cansar.
La inmediatez del fútbol actual y la dimensión planetaria del Real Madrid (sus hostias también lo son) hace que muchas veces perdamos el sentido de la proporción y la noción del tiempo
A nivel macro, los cuatro años que existen entre un Mundial y otro establecen un paso regular del tiempo que marcan los grandes cambios de nuestra vida: el campeonato que viste siendo niño, el de tu adolescencia, el de la retirada de tu ídolo, el primero de tus hijos. Y entre medias, el ciclo perpetuo de las temporadas, bien acomodadas a las estaciones, dando frutos en forma de trofeos y marcando con precisión el avance de cada edad. Vázquez Montalbán dejó dicho que lo que más le iba a joder de morirse era no saber quién ganaría la Liga ese año. He aquí una idea con la que todos podemos simpatizar, aunque sea triste leer semejantes palabras de un culé universal en los tiempos negreiros que vivimos ahora. Seguramente aún no podemos comprender el daño irremediable que ya ha causado el desprestigio de la competición a la que entregamos las tardes de domingo con la idea de iluminarlas.
Quien tiene costumbre de ver fútbol sabe que el tiempo siempre termina por acabarse, que siempre se escapa. Igual que se ha dado por bueno el campo de fútbol —y el Bernabéu en particular— como medida comparativa de superficie y de demografía, hay quien no puede evitar medir la realidad en intervalos de cuarenta y cinco minutos con descansos de quince (“Ya estaríamos terminando la primera parte...”). Lo sorprendente es que esta medida se aproxima sospechosamente al óptimo de la productividad en muchas actividades. Y, apurando hasta el final, los madridistas sabemos mejor que nadie que el rendimiento siempre debe medirse contando con el colofón, porque unos pocos minutos de descuento pueden volverse eternos.
Frente a toda esta cultura e intuición, el actual manoseo del cronómetro y de las reglas está matando el fútbol hasta el punto de que ya se puede aventurar que la muerte del fútbol es cuestión de tiempo. Con el VAR nos estamos acostumbrando poco a poco a la suspensión de la euforia, a la interrupción del vértigo, a la doma del nervio. A celebrar los goles, pero sólo preventivamente. El videoarbitraje, que venía a salvar este deporte, nos hurta los minutos trepidantes del galope y nos los reemplaza por planos de un señor mirando una pantalla (¿Puede haber emoción en ser el espectador de un espectador?) o por trigonometría ejecutada por trileros.
Como se ha vuelto muy evidente el perjuicio para el aficionado, desde esta temporada se nos presenta una supuesta solución que sólo ha servido para demostrar que el arreglo de un problema generado por uno mismo es algo que siempre conviene pensar dos veces. Ahora tenemos partidos que se extienden en delirantes descuentos, larguísimos, que están sacando al fútbol de las hormas donde había crecido y a las que estábamos felizmente acomodados. Se supone que la cuenta de la vieja es un minuto por gol, lo que en algunos partidos claramente decantados sólo sirve para enfriar al equipo triunfador y para desmoralizar tanto al goleado como al espectador.
Con el VAR nos estamos acostumbrando poco a poco a la suspensión de la euforia, a la interrupción del vértigo, a la doma del nervio. A celebrar los goles, pero sólo preventivamente
Por culpa de este absurdo, ahora convivimos ya con una estadística estúpida más, el tiempo efectivo de juego, que se añade a todas las demás sin que ninguna haya ayudado a desvelar los misterios del juego, sino a degradarlos. Otro ejemplo: ¿para qué diablos existe la expectativa de gol? ¿Alguien recordará mañana alguna de esas cifras? ¿Llegaremos a ver delanteros que presuman de sus porcentajes doblegados?
Resulta que habitamos un mundo fanático de los datos y, sin embargo, cada vez debemos dudar más de la pervivencia y la importancia de todo lo que nos pasa. Para llegar al momento actual hemos atravesado un periodo prolongado que, grosso modo, se resume en Champions del Madrid, Ligas del Barça y cholismo (¿?) rampante. Temporadas en las que han ido sucediendo pequeños cambios que están transformándolo todo hasta hacerlo, tal vez, irreconocible. Lustros de degradación del fútbol español condensados en un agarrón al borde de una línea invisible, en la evanescencia de los límites salariales o en el suspiro de un piquito.
Algún día alguien tendrá nostalgia de los tiempos en los que el fútbol profesional aún se parecía al juego callejero de la infancia. Cuando para jugarlo no hacían falta tantos comités, tantos árbitros y reárbitros, tantos torneos sobrevenidos que no responden a la cuestión fundamental de dejar establecido quién fue el mejor en buena lid. Ni tantas superestructuras parasitarias que, a fuerza de sorber, están terminando por secar la sangre de su huésped.
Quizás tengamos que pasar fuera de la nebulosa actual unos veinte o treinta años para entender de verdad en qué consistió esta época. Mientras tanto, déjennos apurar los minutos en los que el fútbol aún nos recuerda, en una carrera desbocada o en una carambola ingobernable, por qué demonios nos volvía locos este juego.
No sólo porque de vez en cuando todavía algún jugador logre el milagro de suspender el tiempo, sino precisamente por lo contrario, pues el fútbol nos dejó tanta huella como para medir nuestro paso por el mundo —ni más ni menos— que en las finales que pudimos llegar a ver. Alégrense: las de esta temporada aún quedan lejos.
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