¿Quién no sintió un pellizquito cuando, hace unos días, proyectaron las imágenes de un entrenamiento del Real Madrid después de tanto tiempo de parón? Por un momento fue como presenciar el encendido de las luces de navidad, el frescor de la primera zambullida estival o la euforia por el avistamiento de una minifalda al comienzo de la primavera. Ya estaban aquí los de Zidane. Eran ellos. Aunque no eran iguales.
Persistía, en las estampas que nos llegaban de Valdebebas, el mismo tono distópico que se extiende al ritmo del virus. Una desazón palpable, sobre todo, a modo de vacío y silencio. Las gradas yermas al fondo, con el único consuelo del eco. Los jugadores distanciados por prescripción médica que no táctica. Y el mismo único apuntador en cada escena, Zizou, de negro por completo, como si controlara el paso de la laguna estigia, dando consignas mudas tras una mascarilla quirúrgica.
Me abordó, súbitamente, la imagen de la película setentera de Mad Max. La mente acostumbra a esos caprichos, aunque en esta ocasión la asociación parecía más que evidente. La película que protagonizaba, en su primera parte, Mel Gibson también transmitía una sensación de desamparo, en aquellos paisajes desolados, consecuencia de un futuro apocalíptico que ahora compruebo, sin poder evitar un escalofrío, que estaba ambientado en el año 2021.
En Mad Max la civilización se había desintegrado y ya no aparecían tampoco figurantes de fondo, por no haber no había ni decorado pues toda la acción transcurría en un desierto con la única presencia de los protagonistas, los buenos y los malos, enfrentándose en combates salvajes, aunque nada tan perturbador como la ausencia de todo lo demás. Compruebo, en un repaso fugaz con ayuda del buscador, que algunos personajes estaban caracterizados con una especie de bozal, aunque desconozco si homologados o no por la autoridad sanitaria pertinente. En cualquier caso, cuánta coincidencia, empezando por las tres primeras letras del título de la película.
De vueltas al entrenamiento de Valdebebas, compruebo que, salvo contadas excepciones, nuestros jugadores no lucen su acostumbrado glamour. Como si también formasen parte de una pandilla de salteadores motorizados, llevan casi todos barba, pero no una barba cualquiera, sino en un buen número, profusa y desaliñada, como la de un Robinson arribado a una isla desierta. Así es, sobre todo, la de Sergio Ramos que, combinada con una larga melena, parece que por momentos esté buscando oro en el Yukón; la de Benzema o Marcelo, más perfiladas pero abundantes; la de Isco, enmarcada por un largo flequillo ondulado, que te transporta a una noche de absenta en Montmartre; o las de Hazard y Modric, no tan pobladas, porque hay menos anatomía donde arraigar, pero igualmente rebeldes. Otros, en cambio, como Courtois, Gareth Bale, Varane, Areola o Brahim, presentan el típico afeitado de dos días, de quienes han alcanzado recientemente una playa pero sin ponerle tampoco mucho remedio a la pelusilla. No obstante, y ante la imposibilidad de que todos ejerzan de pandilleros, también hay quien lleva una barba cuidada al detalle, tal es el caso de Nacho, Carvajal y Asensio, que bien podrían ingresar hoy en la Benemérita o los barbilampiños Vinicius y Rodrygo, sin margen para la elección o Toni Kroos y Casemiro, con un afeitado impecable, imbuidos en su habitual rutina de mando.
Y de esa guisa, los imagino yo a todos presentándose en el primer partido de la reanudación de la temporada en el estadio Alfredo Di Stéfano. Llegando a la Ciudad Deportiva en unos vehículos monstruosos como los de Mad Max, entre bidones en llamas y un horizonte de dunas, listos para enfrentarse a un equipo de enmascarados, en ausencia de civilización. Un páramo inhóspito que bien justifica el retorno de robinsones y enmascarados, como un recuerdo de lo que fue, como un testimonio de lo que es, pero también como un hilo de esperanza para el mañana.
Es Luis Suárez el de la foto con el bozal?