Hasta los 20 años no conocí a ningún atlético. Hasta un poco después, no empecé a creer que eran, de verdad, un enemigo. El Atlético salió de un anuncio. La primera vez que me topé con uno, le pregunté: ¿eres de verdad? Quise tocarlo por ver si no era un marciano, o una cosa de cerámica que se rompe si lo tiras al suelo. Su intimidad adversativa con el Madrid es idea de unos publicistas brillantes que decidieron sacar un día al Mono Burgos de una alcantarilla de la Gran Vía. Mi padre me cuenta historias de cuando él era joven y el Atlético le ganaba finales al Real; yo no me las tomaba en serio hasta que de la publicidad salió, al fin, un equipo capaz de arañarme la cara y hacerme sentir el veneno de la venganza. Jamás consideré al Atlético un rival digno de temor hasta el día después de la final de Copa del año 2013. Entonces entendí las historias antiguas.
Pero la rivalidad de los indios no fue sino impostura hasta esa fecha, mayo del año III, último día de facto en que Mourinho entrenó al Madrid. Crecí conociendo a un equipo que elogiaba su miseria, como si ser pobre fuera una bendición. Esta apología de la ruina redujo siempre en mi escala de valores al Atlético: por más que durante mi adolescencia el Barcelona hubiese estado gobernado por Gaspart y la decrepitud azulgrana alcanzase cotas históricas, latía detrás de su impulso un deseo de ganar. El Atlético parecía no querer ganar y se conformaba con ser el leproso del fútbol español. Hasta hizo un himno con eso, regodeándose en una suerte de morbo impúdico que desmentía lo que me contaba mi padre del viejo Atlético de Madrid, adversario gallardo de Ligas y Copas.
El día en que el Madrid perdió la final de Copa en el Bernabéu contra el Atlético de Simeone, yo me bajé en solitud media botella de Four & Roses. Estaba a dos pasos del Vicente Calderón y era como un yanqui en la corte del rey Arturo, pero al revés: un hidalgo en la despedida de soltero de Sancho Panza. Un año después, Lisboa sacrificó para mi redención a toda una generación de atléticos que podían haber crecido construyendo otro relato, el de un Atlético vincente. Porque hasta una semana antes del partido, un amigo atlético no se creía de verdad que pudieran ganarle al Madrid, como si jugar la final de la Copa de Europa fuera para ellos hacer de teloneros de los Rolling sabiendo que al final los iban a desalojar del escenario para que tocara el Madrid. Pero no me olvido del susto. El arco argumental de mi íntima indiferencia con el Atlético de Madrid comenzó viendo a dos milicianos en la sierra perdonándose la vida durante la Guerra Civil por ser ambos socios del Aviación, y terminó en una grada de Da Luz ciscándome en el primer vasco que bajó de Bilbao a Madrid para fundar la sucursal del Athletic en la capital. Ramos me vengó pero la cosa había dejado de ser un anuncio: ahora eran reales, y Simeone está empeñado en que el Real vuelva a ejercer su misión civilizatoria. Habrá que bajar otra vez al Calderón. El año pasado me torcieron una borrachera. Da la casualidad de que todas las afrentas me las inflige el Atlético cuando estoy en inferioridad numérica y tengo que ver el Madrid o en el ordenador o en la calle, rodeado de antis.
Por suerte, los indios pueden arañarte todo el cuerpo durante siete u ocho asaltos seguidos, pero como pasó con el gol de Chicharito, trasunto en prosa del verso épico de Ramos en Lisboa, la bala de cañón pertenece al ejército del rey.
Yo tengo muchos años y sí he vivido la rivalidad entre los dos equipos capitalinos. De hecho el barsa no llega ni a dos décadas siendo nuestro máximo rival, porque antes era el atlético, al menos así lo he vivido yo.
Dicho esto entiendo que los más jóvenes como tú llegarais a dudar de la existencia de los atléticos. Más de uno se han pasado muchos lustros escondidos en las alcantarillas cuando no disfrazados o camuflados entre otras aficiones. Tan es así y tan grande era su camuflaje que yo tengo un compañero de trabajo q descubrí q era atlético cuando ganaron su primera Europa league, hasta ese día yo creía q era culé. Se comportaba como tal, celebraba las éxitos del barsa y siempre que nos ganaban venía a darme la brasa. Cómo iba yo a imaginar que era atlético, cuando nunca ejerció como tal hasta el día que ganaron ese título y apareció con su bufanda descolorida por el paso de los años sin ver la luz ni la lavadora. Se ve que le daba vergüenza decir que era atlético. Le resultaba más gratificante ser un asimilado del barsa. La gran mayoría de los atléticos han soportado su desierto gracias al barsa que era su oasis.
Saludos