La primera vez que vi “La gran evasión”, una de mis películas favoritas, debió de ser en esa tele en blanco y negro que, como ya he contado aquí, tardó mucho en jubilarse en el hogar familiar. Sería en “Sesión de Tarde” o en “Sábado Cine”, los dos espacios que Televisión Española dedicaba a los clásicos de Hollywood y en los que por lo menos un par de generaciones aprendimos a amar eso que los cursis llaman el Séptimo Arte. No sé con seguridad qué edad tendría entonces, no más de diez o doce años. Sí recuerdo que estuve días, semanas, silbando el tema principal de la banda sonora, obra del genial Elmer Bernstein, una melodía que aún hoy me transporta automáticamente a un estado de felicidad primordial y que, como sólo ocurre con las obras maestras de su género, había memorizado sin pretenderlo tras el primer y único visionado posible de la película en aquella época previa a la aparición del magnetoscopio doméstico. Entonces yo no sabía quiénes eran W.R. Burnett y John Sturges, guionista y director respectivamente de “La gran evasión”, que ahora se encuentran en el olimpo de mis autores favoritos. Y probablemente fue la primera película que vi de Steve McQueen, que a partir de entonces siempre sería el capitán Virgil Hilts, el Rey de la Nevera. Por lo que a mí respecta, “Papillon”, “La huida”, “El rey del juego”, “Bullitt” o “El secreto de Thomas Crown” están todas ellas protagonizadas por the Cooler King adoptando otras identidades, como si Hilts, al escapar finalmente del Stalag Luft III (porque todos sabíamos que algún día lo conseguiría) hubiera vuelto a verse privado de libertad un par de veces, en la Isla del Diablo primero y en una cárcel de Texas después, huyendo (cómo no) en ambas ocasiones a Sudamérica, probando suerte con el póker en Nueva Orleáns, siendo posteriormente policía en las calles de San Francisco durante una temporada y por fin ladrón de guante blanco en las de Boston. Las grandes estrellas de Hollywood, si son grandes de verdad, siempre hacen variaciones del mismo papel.
¿Recuerdan esa secuencia en la que el capitán Virgil Hilts intenta huir de los nazis robándoles una moto? Cuando la vi por primera vez, aquella tarde o noche de sábado, yo decidí, a mis diez o doce años, que algún día tendría una BMW como la de la película. Bueno, la moto que el capitán Hilts conduce en la mítica secuencia es en realidad una Triumph 650 TT Special pintada de verde oliva y “tuneada” para que pareciera una BMW R75 de la Wehrmacht. Lo delata sobre todo la ausencia de los característicos cilindros horizontales del motor bóxer. Según contaba McQueen, con la BMW no habrían podido saltar vallas y hacer todas las maniobras que la secuencia requería. Pero eso no lo supe hasta mucho más tarde. Yo lo que me propuse a mis diez o doce años, con la solemnidad temeraria propia de la inocencia, es que algún día tendría una BMW. Algún día que, por supuesto, sabía muy lejano, entre otras cosas porque la posibilidad de que mis padres me compraran en algún momento una primera moto con la que iniciarme quedaba completamente descartada. Así que me lo tomé con calma y aprendí a conducir aprovechando fines de semana sueltos en el campo, al principio con la Cota 25 de mi amigo Dani y luego con la Puch Cobra de mi amigo Javier; practiqué más tarde en el tráfico de Madrid con la Vespino de mi amiga Nena y, bien cumplidos ya los veinte, me saqué el carnet con la Lambretta de mi amigo Juan. Qué sería de uno sin los amigos. Mientras, durante todos esos años, seguía soñando con la BMW, que por supuesto todavía no me podía permitir. A lo más parecido que pude aspirar con mi primer y exiguo sueldo de guionista fue a comprar una MZ ETZ 250 (popularmente conocida como “maceta”) que por lo menos era alemana (aunque oriental), una monocilíndrica que cuando la arrancabas te devolvía la patada como si fuera una mula coceadora. Antes de cumplir los treinta pude por fin comprarme la BMW, el modelo heredero de aquella R75 de la Segunda Guerra Mundial, una R 1100 R de los noventa que sigue conmigo y espero conservar el resto de mis días.
Muy a menudo, cuando alguien que no me conoce mucho me ve aparecer con el casco en la mano, me dice sorprendido: “no sabía que fueras motero”. Yo siempre contesto lo mismo: “es que no lo soy”. No sé nada de mecánica, no estoy al tanto de las últimas novedades del mercado, jamás he formado parte de una de esas concentraciones que se celebran los fines de semana en carreteras y puertos de todo el país y no sigo el Mundial de MotoGP. Me gusta – y mucho– montar en moto, es mi medio de transporte, así que en todo caso soy un motorista, pero no un “motero”. Para disfrutar de conducir mi BMW por una carretera secundaria un día soleado de invierno no necesito comprar revistas especializadas, saber de nuevos sistemas de frenado ni peregrinar a Jerez o Montmeló. En mi caso, ya digo, es un placer que se remonta a la infancia, a aquella tarde o noche de sábado en la que con diez o doce años asocié la libertad con el capitán Hilts recorriendo campos y caminos a lomos de una moto. Es decir, es algo absolutamente frívolo, como todo lo que a fin de cuentas de verdad importa en esta vida.
Del mismo modo, también muy a menudo la gente se sorprende cuando asiste a mi comportamiento mientras veo un partido del Madrid por la tele. Últimamente, por pudor, prefiero verlos solo en casa, o como mucho con mis hermanos o algún amigo muy cercano (y madridista, a ser posible). Porque soy de los que grito, me levanto, salto y corro hasta el córner del salón a celebrar los goles, como Xabi Alonso en Lisboa. “No sabía que fueras futbolero”, me dicen los que me ven por primera vez en ese trance (o sea, poseído). Y yo siempre contesto lo mismo: “es que no lo soy”. Me gusta el fútbol y soy madridista como el que más, pero no sé quién es ese central del que todo el mundo habla y que juega en no sé qué equipo de la premier. Me importan un pito los Mundiales, no digo ya la Copa América. Prefiero salir a cenar con amigos que quedarme en casa a ver una semifinal de lo que sea entre, pongamos por caso, el Atleti y el Villarreal. La temporada pasada creo que fui en dos ocasiones al Bernabéu, y nunca he ido más de media docena de veces en el mismo año. Ahora que lo pienso, nunca he pisado ningún otro estadio. Y, huelga decirlo, jamás de los jamases he comprado un periódico deportivo. Veo, eso sí, prácticamente todos los partidos del Madrid que se televisan, en abierto y en pago.
Hace muchos años, intentando explicarme en una cena con amigos que dudaban que alguien tan poco futbolero pudiera ser tan inequívoca y apasionadamente madridista, conté que seis de los diez momentos más felices de mi vida habían sido goles o títulos conseguidos por el Real Madrid. Fue un cálculo especulativo, una proporción que me pareció ajustada a la realidad. Añadí que de esos seis momentos, probablemente cuatro los había protagonizado el Buitre (del que tenemos pendiente hablar aquí; entonces aún jugaba). Me refería a instantes de felicidad pura, a descargas de endorfinas concentradas en pocos segundos que te pueden llevar a abrazar y besar al desconocido que está a tu lado en un bar con la efusividad reservada a tus más allegados. Ese gozo, como el de conducir una BMW por una carretera secundaria un día soleado de invierno, es difícil de describir y de hacer entender al que nunca ha sido de ningún equipo ni se ha subido en una moto. Repetí una vez más en aquella cena que ambas sensaciones tenían que ver en mi caso con la infancia y la irracionalidad, con la fantasía. No requerían de un conocimiento exhaustivo del mundo del fútbol ni del de las motos, como no necesito saber cómo se cría, sacrifica y despieza un buey para disfrutar comiéndome un chuletón. No sé si me explico, les dije a mis amigos. Uno de ellos, que me había escuchado con suma atención, dijo que claro que me explicaba, se volvió hacia mi novia de aquel momento y le hizo ver que si ella había tenido alguna participación en la totalidad de los cuatro momentos restantes en mi top ten de felicidad instantánea, podía sentirse orgullosa de estar empatada con el Buitre: 4-4. Si la Séptima se seguía haciendo de rogar, apostilló, incluso estaba a tiempo de remontar el resultado.
Aquella novia no me duró mucho, pero no creo que tuviera nada que ver con el fútbol. Tampoco con las motos, porque entonces aún no había comprado la “maceta”. Mi actual pareja tiene pánico a las dos ruedas y lo único que le gusta del fútbol son los elogios que recibe su tortilla de patata por parte de Número Uno y de Número Dos cuando vienen a casa a ver un partido. No le puedes pedir a nadie que comparta tus pasiones irracionales, ni aquella cuyo origen se remonta a una tarde de sábado delante de un televisor en blanco y negro, ni la que heredaste de un padre que vio jugar a Di Stéfano en el Nuevo Chamartín. Yo procuro mantenerlas en esa idílica pureza de la infancia para protegerlas. No quiero que nada me las estropee.
Cuando yo era pequeño, el fútbol era cosa de los futbolistas. En el patio del colegio –sopa primigenia que tanto se cita aquí–, no había necesidad de árbitros, como ya hemos señalado; tampoco de entrenadores, ni de presidentes, ni de periodistas deportivos. En el llamado mundo real había entrenadores, sí, en el Madrid casi siempre Molowny, o en su defecto algún otro ex jugador ilustre, pero no habían adquirido –en tanto que entrenadores– el absurdo protagonismo que ostentan en la actualidad. También había presidentes; bueno, al menos había uno, don Santiago, al que nadie osaba discutir. Estaba el Butanito en la radio, que Número Uno –el más futbolero de los Faerna, ya lo habrán notado– oía de vez en cuando, pero la prensa deportiva no contaba con bandos y facciones como si de la Internacional Socialista se tratara. In illo tempore no recuerdo que nadie se declarara “santillanista”, o “juanitista”, o “stielikista”, mucho menos “molownista”. Los que importaban eran los que salían en los cromos, los que se ponían los pantalones cortos y saltaban al campo. A mí son los que me siguen importando, y si lucen la camiseta blanca y radiante son de los míos. Si además la llevan con orgullo, vengan de donde vengan, entonces cuentan con mi admiración y agradecimiento eternos. Ser madridista, tal como yo lo concibo, está reñido con cualquier otro “ismo”. Muchos de ellos rozan la herejía, ponen en tela de juicio el mandamiento más importante del madridismo: “amarás al Club sobre todas las cosas”. Los madridistas futboleros tienden a acumular “ismos” heréticos, lo que me temo les hace disfrutar menos del juego. Porque eso es lo que es, un juego. Ya sé que además es un negocio, o sea, la negación del ocio, es decir, de la diversión, de hacer algo por el mero placer de hacerlo. Pues no esperen que yo le dedique ni un minuto de mi tiempo a esa faceta indeseable, aunque seguramente consustancial, de este deporte. No me interesa. Porque precisamente por eso me gustan el fútbol y montar en moto: por el mero placer. Y yo mis placeres, siguiendo el sabio consejo del diseñador y arquitecto Charles Eames que he tomado prestado para titular este artículo, me los tomo muy en serio.
Número Tres
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Muy buenas, Nacho.
este articulo es el primero de los tuyos que leo y a fe mia que no sera el ultimo. Me ha encantado.
Comparto las dos pasiones de las que hablas, pero con un matiz: la moto de la que estoy enamorado no es una BMW si no, precisamente, la Triunph Boneville edicion especial Steve McQueen. 1000 unidades en todo el mundo. Supongo que nunca tendre una, pero nunca dejare de soñar.
La otra pasion es facil compartirla. No tengo ni idea de futbol, de tacticas, de esquemas de juego, de lo que son las coberturas, de lo que es un falso 9... Ni idea. Pero que nadie se sorprenda por que se me ponga la carne de gallina al escuchar el himno de la Decima, que se me ponga un nudo en la garganta al escuchar por enesima vez la narracion de la volea de Zidane por Gaspar Rosetti, o por que suelte la lagrima en cualquier otra circunstancia en la que el Real Madrid este en medio. Ni por que salga corriendo por el pasillo tras un gol de Ronaldo (o cualquier otro) ni porque me reviente el brazo al hacer cortes de manga al televisor tras una remontada.
Entiendo a la perfeccion tus dos pasiones. A mi esposa le digo "ojala pudieras entenderme y sentir lo que yo, serias muy feliz". Al final recurro a la escena en la que R. Gere le dice a J. Roberts que podra llegar a respetar la opera, pero nunca le llegara al corazon.
Un saludo.
@martinezbenito
Querido Jose, si alguna vez cumples tu sueño (lo que deseo ferviertemente que ocurra) y te haces con la edición limitada de la Bonneville, dímelo y nos damos una vuelta juntos. Gracias por tus palabras.
Amén.
Estupendo artículo. Estoy muy de acuerdo en eso de que se necesitan más aficionados y menos Maldinis, el comentarista, no el excelente defensa que jugó en el Milan. Siempre será mejor un tipo que disfruta con el fútbol que uno que vive de él por saber quien es el lateral derecho de Burkina Fasso y dar la tabarra al primero que se le acerque, contándole la importancia del saque de banda, en el juego combinativo y atacante. Es por eso que no sigo un partido por las radios hace años. Están plagadas de Maldinis que no me cuentan el partido, me aburren con todo lo que saben y con su jiji jaja estomagante. Los de la tele son parecidos pero ahí ya veo yo lo que está pasando y no necesito explicaciones.
Sin montar en moto, ni tenerla... yo me apunto a casi todo lo demás. Especialmente al final de lo que dice Número Tres.
"Los que importaban eran los que salían en los cromos, los que se ponían los pantalones cortos y saltaban al campo. A mí son los que me siguen importando, y si lucen la camiseta blanca y radiante son de los míos. Si además la llevan con orgullo, vengan de donde vengan, entonces cuentan con mi admiración y agradecimiento eternos. Ser madridista, tal como yo lo concibo, está reñido con cualquier otro “ismo”.
Qué grande, joder.
Precioso el artículo. Enhorabuena !!!