Ayer me llegó por Twitter que Jesús Bengoechea estaba en la tele y maldije mi suerte, por trigésima vez en el día (aquello último me dejó tan pobre y apesadumbrado como al Paco de Los Santos Inocentes viendo alejarse desde su cabaña al señorito), de no poder verlo por hallarme en el infierno de Dante. Reconozco que me derrumbé y durante unos minutos no fui más que un alma y un cuerpo en pena que arrastraba pesadas bolsas de regalos como Robert de Niro arrastraba su pesada carga de armaduras de camino a la tierra de los guaraníes.
Cada vez que voy a un centro comercial renuevo mis votos como madridista. Si alguna vez uno de ustedes tiene dudas respecto a su fe, yo le recomiendo, aparte de visitar al Padre Suances, que acuda a un centro comercial si es que el propio Padre no se lo ha puesto como penitencia luego de la confesión.
Ir a un centro comercial en estas fechas (y en todas) es como ser entrenador del Madrid. Es como ser Benítez. El único lugar seguro son las efímeras escaleras mecánicas, donde uno toma aire antes de volver al partido o a la rueda de prensa. Yo quería subir y después bajar otra vez todo el tiempo para retrasar lo inevitable. Lo hice en una ocasión aprovechando un descuido de mi mujer, pero según bajaba de nuevo con un triste remedo de sonrisa en el rostro, ella me apercibió severamente y yo me sentí como Jesé en el área abroncado por Cristiano tras una oportunidad fallida.
Al comenzar el curso escolar, el padre de mi mujer siempre les decía a ella y a sus hermanos que estaban castigados, y al preguntar ellos por qué, les respondía que por si acaso. Eso es el Madrid. Yo ayer empecé la jornada con un cinco a cero en contra, más que castigado, condenado. La presión mediática se me hizo insoportable desde el mismo aparcamiento, donde tuve dos palabras (lo mío fueron palabras efectivamente pronunciadas, aunque no podría decir lo mismo de mi interlocutor) a propósito de una plaza libre de la que la copiloto contraria tomó posesión apeándose del vehículo y clavando en el cemento una orgullosa bandera de Primark.
Tuve que seguir la búsqueda de un pedazo de tierra donde aposentar mi coche como si aquello fuese la colonización de América. Al final conseguí estacionarlo en Oregón para luego dirigirme a pie (o en la diligencia de Candela de la que yo soy el conductor) a Wyoming. Después de una larga y peligrosa travesía subterránea (similar a aquella de juventud de Mark Twain, o de Mourinho, oyendo a todas horas el ladrido desagradable y agudo del coyote), conseguí acceder al terreno de juego, donde me esperaba el imposible Bernabéu.
En realidad esos días de Chamartín son eternos, y cualquiera diría que se halla bajo los efectos psicológicos de una molesta y anti natural menstruación perpetua. Y así no hay manera de continuar. El caso es que el público se me echó encima y eso es como para ponerse a jugar como Dios manda en concierto. Un cochecito (de cochecito no tenía nada) de bebé casi me atropella de inicio, como el TAD, y un segundo después un clon de Cristiano me pisaba sin disculparse y mirándome como si fuera yo el que tuviese que pedirle perdón igual que el Madrid al mundo el día del Rayo.
Yo casi ya no tenía ánimos para continuar y quise irme a Manchester, donde no hay sol y se come peor pero se vive más tranquilo, cuando recibí la noticia de la aparición televisiva de nuestro querido editor. Quise dejarlo todo, marchar y empezar de cero, pero aún quedaban regalos por comprar y quilómetros que recorrer y tiendas en las que entrar bajo esos focos de interrogatorio (al final me sobrepuse al grito íntimo de ¡Hala Madrid!), por los que yo hasta fantaseaba con que un policía británico antiterrorista aparecía de pronto y me amedrentaba para que firmase la declaración como si yo fuera Gerry Conlon (el Madrid lleva consigo trazas del pobre Conlon) y con ese simple gesto pudiera acabar con la pesadilla.
Cada vez q entre en un centro comercial me acordaré de ti y renovaré mis votos madridistas y apoyaré un poco más a los entrenadores del Madrid, por solidaridad, por empatía...
Saludos