No debe de costar imaginarme cogiéndole de la papada a un valencianista mientras le susurro: "Uyuyuyuy". O dándole varoniles cachetazos en el lomo al tiempo que le digo: "Ese es mi valencianista, bien, Thor, bien", o pasándole cachitos de pan entre los barrotitos de la jaula mientras le silbo la Zarzamora.
Yo tengo familia madridista en Valencia que hoy estará sufriendo los rigores del extraordinario, no por ello menos real, suceso acaecido ayer en Mestalla en tan sólo nueve minutos. Lo del valencianista viene por los pegados y la familia oriunda y los amigos de los pegados. Una suerte de cuñadismo valencianista (un escalofrío recorre mi cuerpo al formar semejante conjunción) tan entrañable (palabra que también me solivianta) que en bodas, bautizos y comuniones es como si hiciera volar una cometa, bailara una peonza o jugara al yoyó alegremente con tan valiosa afición.
El valencianista olisquea rápidamente al madridista. Lo identifica con una precisión inusitada. En realidad lo busca incesantemente y luego lo observa en la distancia sin ser descubierto. Entre el tumulto. El valencianista es temeroso del madridista y primero ha de calibrar sus posibilidades, aunque casi nunca puede resistir sus impulsos. El valencianista no te conoce, o no se acuerda de tu nombre, pero sabe que eres madridista y en el momento más inesperado te aborda.
La palmadita en la espalda le sirve para medir la temperatura del madridista. Un rápido vistazo de arriba a abajo confirma el madridismo, que suele venir certificado por los zapatos, incluso por el color de los zapatos puesto que el color de los zapatos de un valencianista es impepinablemente el naranja. Aun así el valencianista mantiene el tipo y, copa en mano, expande hacia arriba una de las comisuras de los labios mientras ejecuta breves y rápidos asentimientos y, al fin, pronuncia una frase de agresividad media del estilo: "¿Qué tal, nano, oye, el Mourinho ese es un tarado tú, eh?"
En ese instante la comisura ha quedado congelada más o menos a la altura del arco de la nariz y el movimiento de su cabeza se ha detenido una centésima de segundo antes de continuar, pero ya sin el mismo ritmo constante. Uno puede responderle que sí, que en verdad el Mourinho es un tarado y el valencianista sentirse ofendido invariablemente. A partir de ahí el valencianista se desmorona con todo su plan premeditado y su mirada se torna huidiza sin solución.
Tras un momento de duda, el valencianista abandona toda cautela y comienza a enumerar la retahíla de objeciones a la ejemplaridad del madridismo como si fuera la última oportunidad en su vida de poder hacerlo. Lo hace tan seguido que entre frase y frase consigue quedarse sin aliento. Ha de soltar todo ese peso y ha de hacerlo rápido y de una vez. No tiene todos los días delante a un madridista, y además madrileño, solitario. Cuando al fin lo logra, busca alrededor valencianistas afines que aplaudan su discurso emocionante como una confesión; una liberación íntima.
Yo normalmente les mando rezar tres padres nuestros y cinco ave marías y por lo general se quedan satisfechos y en paz. Ellos además esperan que les haga un cariñito pero yo me muestro de algún modo inflexible y no se lo hago hasta la tercera o la cuarta copa cuando ya están blandos y desarmados y han perdido la ventaja inicial del ataque y del domicilio.
Yo los quiero mucho sobre todo cuando están así, que es de las pocas veces que se olvidan del Madrid y del madridista que casualmente está entre ellos, y empiezan a elogiar sin medida a su equipo y a sus jugadores con un amor y una candidez que es para abrazarlos. Cuánto me hubiera gustado asistir anoche en Valencia a un bautizo, boda o comunión para compartir su pequeño gozo indescriptible siendo yo mismo el recipiente sobre el que verter, apenas un poco licuado, todo ese odio seco por el tiempo e inocente hasta el candor.
No olvidaré nunca a aquel cuñado valencianista con lustrosos zapatos naranjas que sentado a la barra y apurando su güisqui afirmó con el aplomo de un sabio hindú que Rufete era mejor que Beckham de Burjasot a Cullera. No se movió ni dijo nada más. Sus ojos estaban vidriosos de melancolía, perdidos en algún punto del Mediterráneo. No tuve más remedio que levantarme y pellizcarle la papada, pasarle la mano por el lomo y silbarle al oído la Zarzamora para levantarme el ánimo. Y creo que lo conseguí.
Un valencianista en particular y el Valencia C.F en general sólo son un quiero y no puedo. Nada menos.
Nuestros rivales, y muy especialmente los valencianistas, que son un quiero y no puedo como dice Javier, creen que ganando al Madrid se acercan a la grandeza pero no deja de ser un espejismo que les dura unas horas, como mucho días, pero después vuelven a su triste realidad, que es ser un equipo más con una actuación más o menos regular en la liga, dependiendo de las temporadas.
Saludos